Alfonso Berardinelli: “Me interesa el lado ridículo de la alta cultura”

El escritor Alfonso Berardinelli.

El escritor Alfonso Berardinelli.

El escritor Alfonso Berardinelli.

El escritor Alfonso Berardinelli.

Alfonso Berardinelli (Roma, 1943) lo tiene claro: a las personas que no les interesa ser un poco más libres, no les importa la literatura. El intelectual italiano ha publicado dos libros en los últimos años en nuestro país: ‘El intelectual es un misántropo’ (Ed. El Salmón) y ‘Leer es un riesgo’ (Círculo de Tiza). Cree que leer bien significa correr grandes riesgos, significa “volver vulnerable nuestra identidad, nuestro control”. Excéntrico, provocador, entiende que el intelectual debe ser un misántropo, porque, a su juicio, la misantropía es una de las bases del carácter del individualismo “y de ese sentido de la libertad individual que necesitan las democracias, porque, de lo contrario, se convierten en meros regímenes de masa”.

Escribes, citando a George Steiner, que leer bien “significa correr grandes riesgos, significa volver vulnerable nuestra identidad, nuestro autocontrol”. ¿Cuál es la mejor literatura para quebrantar los límites que encierran y acomodan nuestro yo?

No podemos olvidar que es muy difícil superar o quebrantar los límites dentro de los cuales nuestro Yo permanece tranquilo. No sólo depende de la calidad de los libros, sino también de las circunstancias personales en las que los leemos y, naturalmente, de la disposición mental y psicológica, el carácter, de quien los lee. Diría que el tipo de espíritus que no claudican siquiera ante Dostoievski, Hölderlin o Kafka probablemente sean casos perdidos. De todas maneras, está el tipo de lector sensible sobre todo a la novela, o aquel que necesita textos breves e intensos y que, por tanto, prefiere la lírica. Si tuviera que hablar de mí, diría que soy particularmente sensible, algo no muy frecuente, al género ensayístico, a la literatura de ideas, siempre que dichas ideas, naturalmente, se note que proceden de una persona y que han brotado de la mente de un individuo no abstracto…

Goethe decía que la gente siempre habla de originalidad y se preguntaba qué quería decir con ello. ¿Dónde radica hoy, a su juicio, la originalidad en una obra literaria?

Creo que Goethe no entendía la idea de originalidad, porque no era completamente moderno, seguía siendo ante todo un clásico, y los clásicos amaban la perfección, o el pathos objetivo, más que la singularidad personal de quien escribe. No sé muy bien cuáles son las raíces de la originalidad, así en general. Me lo pregunto de manera más precisa cuando estoy leyendo a algún autor en concreto. Además, hay formas muy distintas de originalidad. En algunos casos, se trata de originalidad inventiva, dado que se cuentan historias completamente insólitas, como en Robinson Crusoe o Moby Dick. En otros, la historia que se relata puede ser muy corriente, y aquí es el estilo lo que cuenta: sucede con Sterne, Proust o Robert Musil. Toda la poesía moderna, en especial desde Baudelaire hasta Lorca, es completamente original, tanto por las experiencias como por el lenguaje. Pero al final creo que se ha llegado a una especie de intoxicación por exceso de originalidad. Las vanguardias murieron a consecuencia de esta intoxicación.

Para Walter Benjamin todas las obras literarias disuelven e inventan un género. ¿Escribir sin arriesgar, sin provocar, puede llamarse escribir?

No sé si Benjamin tenía razón sobre este asunto. Hay escritores que lo hacen, y generalmente necesitan hacerlo precisamente por su originalidad. Otros perfeccionan el género, y lo llevan hasta sus máximos resultados posibles. Creo que también se puede arriesgar y provocar volviendo a utilizar géneros tradicionales. En Italia, por ejemplo, a Elsa Morante la acusaron de tradicionalismo por su estilo narrativo, que parecía más propio del siglo XIX: en verdad, la sorpresa, la provocación, el riesgo, residía precisamente en el hecho de usar un puñado de técnicas de la novela clásica llevándolas un poco más allá. Naturalmente, esto no fue entendido con facilidad.

Señala cuatro funciones y utilidades a la hora de leer un libro: escándalo, conocimiento, evasión e identificación. Leer es un riesgo porque nos hace más libres pero a muchos no les interesa que haya por ahí mucha gente libre…

Creo que las personas a las que no les interesa ser como mínimo un poco más libres no les interesa la literatura.

¿La libertad de expresión sin libertad de pensamiento, sin pensamiento crítico no puede considerarse una libertad plena?

La libertad de expresión sin libertad de pensamiento no creo que resulte fácil, tal vez sea imposible. Entre crítica y libertad existe un vínculo necesario.

Kertész aseguraba en su obra ‘Sin destino’ que si existe la libertad no puede existir el destino, “por lo tanto, nosotros mismos somos nuestro propio destino”. Usted cambió el suyo dejando un día la Universidad, buscando su propia libertad…

Quizá mi destino fuera ése: como dijo W. H. Auden, yo era libre por necesidad. Nunca sabremos si Dios existe. Y, por ese motivo, nunca sabremos si somos libres o si estamos condicionados por fuerzas ocultas.

¿Cómo estamos educando a las nuevas generaciones de estudiantes en esta Europa cada vez más fragmentada?

Creo que les estamos educando mal o, mejor dicho, con muchas distracciones y sin plantearnos muchos problemas. El problema de enseñar y educar suele considerarse como algo aburrido. A los profesores, sobre todo los que trabajan con niños y adolescentes, se los considera intelectuales de segunda, poco interesantes, poco atractivos. Hoy en día, el poder político y económico tiende a dejar de comprender el componente cultural del trabajo, de cualquier trabajo. Si no se entiende bien qué le pasa a un ser humano cuando trabaja, no se entiende cómo y por qué educarlo.

¿Estamos los occidentales entendiendo algo de lo que está pasando en el mundo?

No nos resulta fácil, porque durante siglos hemos creído ser el centro del mundo. No hemos sido sólo el centro, sino el motor del mundo, con nuestra economía y con nuestras invenciones técnicas. Los antropólogos han ayudado a comprender el mundo, pero su influencia sigue siendo muy limitada. Hoy, el problema es que tenemos la impresión superficial de que todo el mundo se parece bastante, porque se hacen las mismas cosas, se viste de forma idéntica, se utilizan los mismos medios de comunicación y se practican los mismos deportes. Después, nos sorprendemos al descubrir que, bajo la superficie, se abre de par en par un abismo de diversidad. Y esto es un shock. Nuestro problema en la actualidad es cómo transformar esto en conocimiento práctico y racional. Aún no lo hemos conseguido.

¿Nos falta pasión por el conocimiento, nos falta entusiasmo por las ideas?

Ha pasado siempre igual en la mayoría de la gente. Son los intelectuales, somos nosotros quienes creemos que ya no existe esta pasión. Evidentemente, no estamos hablando de pasiones primarias ni muy necesarias. Muy a menudo, el conocimiento provoca depresión, y las ideas requieren una actividad mental intensa y continua que parece, y tal vez sea cierto, más bien improductiva.

¿Cuándo sabe que está ante un libro único?

Después de las tres o cuatro primeras páginas.

Asegura que Internet no proporciona libertad, no vuelve mejores nuestras vidas y nuestras mentes. ¿Cree que la tecnología nos está haciendo peores?

Creo que es muy cómoda, y que ha creado costumbres a las que ya no se conseguirá renunciar. No creo que las cosas que ofrece la tecnología, comodidad y rapidez principalmente, sean grandes valores. Es muy probable que, si eso es lo que queremos, ser cada vez más rápidos y tener más comodidades, esto tenga —ya está teniendo— consecuencias. Y a mí no me parecen consecuencias positivas. Pero cuando hablo de tecnología me parezco a esos animales del bosque que, en la distancia, intuyen el peligro, aunque aún no lo vean. El mío es un instinto sencillo, personal.

No se siente cómodo con “el nihilismo” de la obra de Foster Wallace o con “la erudición y lugares comunes, semiótica y cultura de masas, pedantería y chascarrillos” que, a su juicio, se combinan en la obra de Umberto Eco. Dice que odia Roma y la ‘Dolce vita’ y que en Francia no saben ya escribir novelas. Y de España, ¿qué me dice?

Foster Wallace, Umberto Eco, Roma y la literatura francesa: son sólo cuatro cosas del mundo. Por suerte, hay miles más, y me siento mucho más a gusto entre esas miles de cosas mejores que las citadas. España me gusta mucho. Tal vez un español algo pesimista podría decirme que me gusta porque conozco poco el país. Puede ser. Así y todo, sería el primer país al que me mudaría, y creo que me gustaría vivir ahí. La literatura española me empezó a interesar desde que tenía 16 años. Empecé con la Generación del 27 y después con la del 98. Sentía una pasión especial por Lorca, del que me sabía de memoria muchos poemas. Pensando en la novela como género literario, he reflexionado a menudo sobre Don Quijote, que creo que es, junto con Hamlet, el prototipo del intelectual moderno. Creo que pensar en ellos resulta de mucha utilidad para saber hoy quiénes somos, ese tipo de personas que necesitan los libros para vivir. Amo los ensayos de Ortega. También encuentro muy hispánicos a Séneca y Marcial. A mí me gusta el ensayo lacónico, aforístico, dialéctico, con tendencia a las paradojas, algo que se encuentra con frecuencia en la tradición hispánica en general. Y además me siento, como autor, más bien inclinado a la sátira, aunque lo que más hago es sobre todo sátira cultural. Es el lado ridículo o deforme de la alta cultura lo que me interesa. Me interesa la estupidez inteligente. Diría que se trata de mi blanco preferido.

Traducción de las respuestas de esta entrevista a cargo de Salvador Cobo, traductor de los dos libros de Alfonso Berardinelli disponibles en castellano: ‘El intelectual es un misántropo’ y ‘Leer es un riesgo’.

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