Relato de Marcos Giralt. ‘Algún día seré recuerdo’

Collage de Cless cedido por el autor

Collage de Cless cedido por el autor

EL PREMIO NACIONAL DE NARRATIVA MARCOS GIRALT TORRENTE PUBLICA EN ESTA REVISTA UN TEXTO INÉDITO EN ESPAÑA EN EL QUE EL AUTOR REFLEXIONA SOBRE EL TEMOR, LA NIÑEZ Y LA PATERNIDAD.

MARCOS GIRALT TORRENTE

Algún día seré recuerdo. Como todas las frases redondas, esta que acabo de alumbrar no lo es del todo, ya que olvida que apenas más lejano será el día que no quede huella de mí. Desde que fui padre, he sido de forma creciente consciente de lo primero y tan fácilmente he olvidado lo segundo que ni siquiera ha sido necesario empeñarme demasiado. Cuando alguien falta, deja tras de sí un manojo de recuerdos. Nunca son, sin embargo, tan comprometidos los recuerdos como los que guarda un hijo acerca de su padre. La razón es que en ellos reside el relato de la relación entre ambos.

Otra cosa que me ha dado la paternidad es que nunca antes había calibrado tanto las consecuencias de mis acciones. Fabrico recuerdos futuros, y no sólo pretendo que estos me favorezcan: también quiero que, si no totalmente ejemplares, por lo menos no pueda inferirse de ellos una enseñanza negativa.

Pero qué es una enseñanza negativa, me pregunto. ¿Aquella que contradice ya sea las reglas de la ética, ya las más difusas del sentido común, o aquella que asienta debilidades que lamentaremos en el combate en que muy a menudo se convierte la vida?

Yo fui un gallina durante toda mi infancia y creo que, más allá de que también supiera enfrentarme valerosamente a circunstancias difíciles, lo seguí siendo en mi juventud y aún lo soy ahora, entrada la madurez. Por lo general soy reactivo a los conflictos, no me gusta tener enemigos. Muy pocas veces, incluso ante una ofensa grave, he pedido una reparación o he privado al otro de una salida airosa con el fin de dejar las cosas en paz. Tardo en subir al ring, pero, si además existe un peligro real, si el enfrentamiento puede degenerar hasta el punto de que me peguen, hago todo lo que está en mi mano por evitarlo. A decir verdad, no sé de dónde proviene ese rechazo cerval al castigo físico, tal vez no sea otra cosa que el reverso más radical de mi necesidad de aprobación, de gustar, de que me quieran. El hecho es que mi miedo a la pelea ha sido una constante frente a la que mi orgullo, no pequeño, obstinadamente ha sido incapaz de rebelarse. Da igual lo injusto que fuera el atropello que se cometiera sobre mí. El orgullo me encendía con una ira y una impotencia tan duraderas que, horas después del agravio, todavía sentía su comezón en las orejas, pero rara vez me llevaba a soltar un puñetazo sobre la mesa o a aceptar con todas sus consecuencias el reto.

Conservo varias anécdotas vergonzosas a ese respecto: la tarde en que, jugando en el jardín vecinal con otros niños, uno de ellos me escupió a la cara y sólo acerté a escapar para contárselo a mi padre y tratar de que él cobrase venganza por mí;  la mañana en que, perseguidos por una jauría de mozos del pueblo donde veraneábamos, mi primo y yo nos refugiamos en casa, bajamos las persianas y ofrecimos dinero a uno de los cabecillas para que fuera en busca de mi madre; la madrugada, ya universitario, en la que de regreso a casa fui asaltado por dos chicos de mi edad que buscaban dinero con el que seguir la fiesta nocturna, y no sólo les di todo lo que llevaba sino que, días después, al encontrarlos integrados en un grupo del que yo formaba parte, no fui capaz de denunciarlos ni de reclamarles lo que era mío…

No hay culpables concretos de mi falta de agallas, como no los hay de mi necesidad de aprobación, de gustar, de que me quieran. No se trata de un rasgo hereditario, ya que los varones más cercanos de mi familia, mi padre y mis dos tíos maternos, me consta que tuvieron otros defectos pero no ése. Es seguro que vino en el mismo paquete que mi casi olvidada timidez, que mi inseguridad aún vigente o que mi frágil autoestima, y es probable, por eso, que esté relacionado con el sentimiento de ser diferente que me persiguió durante la infancia en ese Madrid cutre de los años setenta en el que crecí sin hermanos, con un padre intermitente y una madre tan moderna y guapa que hacía totalmente imposible, como yo habría deseado, pasar inadvertido.

Ese afán por la invisibilidad, reconvertido en excesiva prudencia, ha sido en algunas cosas ventajoso, no diré que no: además de evitarme peleas, me ha mantenido a salvo de peligros de los que amigos de mi generación más atrevidos no se libraron. Ninguno de mis profesores me habría definido como un niño bueno. No fui un estudiante destacado, era poco dócil, tenía tendencia a ensimismarme y con la complicidad de mi madre falté a clase más de lo aconsejable. Sin embargo, mi espíritu libertario siempre se detuvo allí donde estaba en juego mi propia supervivencia. Conocí las drogas pero de unas solo fui visitador ocasional y otras en las que sí reincidí no dejé que me atraparan, tuve tesón para acabar mis estudios y nunca me dejé tentar por seductores atajos de incierto final… A cambio, todos mis pasos han sido más o menos previsibles, y seguramente me he privado de no pocas regalías al desdeñar oportunidades para las que habría necesitado un carácter más intrépido. No obstante, como lo que dejé pasar no es mesurable sino mera sospecha, no ha lugar a lamentaciones. Lo molesto ha sido soportar las infinitas monsergas de quienes, ante el precipicio, sí se atrevían a dar el paso que yo no daba. Me refiero a aquellos que me vieron rehuir la pelea y perdonar ofensas que ellos no habrían perdonado o que decían que no perdonarían.

«No hay culpables concretos de mi falta de agallas, como no los hay de mi necesidad de aprobación»

El mundo está lleno de gente dispuesta a sacar los puños, y, sinceramente, no estoy seguro de que no haya ocasiones en que no sea necesario sacarlos. Esa es la expresión exacta: no estoy seguro, ya que tampoco lo estoy de que no haya actuado bien en todas las ocasiones en que me tragué el orgullo y sentí el ardor de la humillación en las orejas.

Hace poco tuve la errada infatuación de querer que mi hijo de tres años aprendiera lo que yo, con cuarenta y cuatro, no he aprendido. Una tarde de la última primavera regresó a casa alterado porque dos niños algo mayores le habían disparado con pistolas de agua en el parque al que su madre y yo solemos llevarlo después de la guardería. Al parecer, le habían vaciado una de las pistolas en la cara, había llorado y se había quedado tan desolado por la inexplicable afrenta que su madre no había encontrado otra manera de distraerlo que llevarlo a una tienda y comprarle una pistola de agua. Cuando él y mi mujer me hicieron en casa el relato del suceso, la única obsesión de mi hijo era regresar al parque en busca de revancha, y, aunque a la mañana siguiente su propósito se había diluido, yo mismo me encargué de recordárselo aguardándolo por la tarde, a las puertas de la guardería, con la pistola. Tuvimos la suerte dudosa de encontrar en el parque a los mismos niños que lo habían mojado, y, alentado por mi intimidante presencia, mi hijo pudo darles la dosis de agua que él había recibido. Le enseñé a decir frases como “no te pases ni un pelo” y confieso que volví a casa animado y orgulloso por la lección dada.

Por una de esas casualidades que nos hacen sospechar equivocadamente que en realidad no hay nada casual, que todo lo que vivimos forma parte de un relato de carácter moral, ese mismo día en el que mi hijo puso a raya con su pistola a dos niños poco mayores que él, obtuve yo mi propia lección. La forma en que me fue dada merece que me detenga un tanto.

Fue horas después en una multitudinaria fiesta literaria con motivo de la feria del libro de Madrid. Había ido por bebida para mis acompañantes y para mí a una de las atiborradas barras del local donde se celebraba, y, en el trayecto de vuelta, al tomar conciencia de que mis manos no daban abasto y de que un simple empujón podía provocar un engorroso accidente, dejé en una mesa alta dos de las cuatro copas que llevaba con idea de volver a recogerlas cuando entregara las otras. Pues bien, en el momento en el que, tras depositarlas, me giraba para proseguir mi camino, ocurrió lo que había temido: me tropecé con un tipo que venía en dirección contraria. La culpa no fue ni suya ni mía, en todo caso de los dos, y, además, conseguí sujetar los vidrios y controlar su balanceo lo suficiente para que sólo se derramaran unas gotas del líquido. Fueron tan pocas que, de hecho, no me habría enterado de ello si no fuera porque el tipo que colisionó conmigo, y al que por supuesto pedí educadamente disculpas a pesar de que ya digo que no estaba claro de quién era la falta, se quejó de que le había manchado la americana y me pidió que le pagara el tinte. Ante tan insólita demanda, no pude por menos de pensar que bromeaba y me reí, cosa que multiplicó su enfado. En décimas de segundo la cosa se puso seria, pero logré sobreponerme y, lo más calmosamente de que fui capaz, le contesté que no se lo pagaría, que la culpa había sido de los dos, y aún apostillé que no llevaba dinero, lo cual era verdad. El energúmeno (porque ya para entonces estaba claro que lo era), me espetó entonces, repitiéndolo varias veces: “¿Me estás diciendo que un Premio Nacional no lleva dinero?”. Desconcertado, desconfiado de que no obedeciera todo a una siniestra burla, perseveré en mi negativa, y ese fue el momento en el que propinó un rotundo manotazo a una de las copas que todavía llevaba conmigo, haciendo que esta saliera despedida y, después de volcarse en el aire y derramarse sobre mí, se estrellara contra una pared a mi espalda. Que el bestia que había decidido amargarme la noche no se arrepintió ni por un segundo de su desmedida violencia lo demuestra la frase que profirió enseguida: “O me das veinte euros para el tinte o te doy dos hostias”.

No voy a extenderme más. El espacio para este artículo se acaba y el final se adivina. Le di los veinte euros, sí.  Fui en busca de un préstamo y se los entregué. Era bajo de estatura y no precisamente atlético, rondaba los cincuenta años y, estando los dos preparados para la lucha y con un árbitro que velara por su limpieza, me habría sido fácil propinarle una tunda. Pero esa noche él contaba con la ventaja de los locos. ¿Qué  sucedía si en otro arranque me rompía un vaso en la cara o sacaba una navaja? ¿Merecía la pena arriesgarse? La línea que nos separa de la tragedia a menudo es tan fina que puede cruzarse en un instante. Esa será una de las primeras enseñanzas que dé a mi hijo en cuanto pueda entenderla.

Ninguno de esos pensamientos, sin embargo, lo tuve entonces. Me asaltaron después, cuando entre los amigos a los que conté el incidente surgieron, cómo no, los arrojados, los valientes.

(Este texto se publicó en el diario argentino Clarín en agosto de 2012)

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Comentarios

  • Rubén B

    Por Rubén B, el 12 diciembre 2012

    Ponle un tag a Cless, hombre, que se lo ha ganado… : )

    • Manuel Cuéllar

      Por Manuel Cuéllar, el 12 diciembre 2012

      Toda la razón. Allá voy…

      • Rubén B

        Por Rubén B, el 12 diciembre 2012

        Enhorabuena por el nuevo proyecto. Espero que crezca grande y feliz!

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