Almas en pene, de Kafka a Philip Roth

Soldados de la Wehrmacht en 1942.

Soldados de la Wehrmacht en 1942.

Soldados de la Wehrmacht en 1942.

Ásperos testimonios de Philip Roth y de Franz Kafka en torno a sus padres. Es lo que nos trae el periodista y escritor Antonio Puente a la serie ‘TEXTOSterona’ que ‘El Asombrario’ ofrece este mes a sus lectores, una recopilación de textos e imágenes en torno al cuerpo masculino, coordinada por Alexis W.

Por ANTONIO PUENTE

«Le miré el pene. No creo que se lo hubiera vuelto a ver desde que era pequeño, y en aquella época me parecía enorme. Era correcto: grueso y robusto, la única parte del cuerpo en que no se revelaba la vejez. Parecía en buen estado de funcionamiento. Más gordo que el mío, observé. «Mejor para él», pensé. «Si ha servido para proporcionarles placer, a mi madre y a él, tanto mejor… Me quedé mirándolo atentamente, como si hubiese sido la primera vez, esperando que se me presentasen los pensamientos. Pero no hubo ninguno más excepto la recomendación que me hice de fijarlo en la memoria cuando él estuviera muerto. Quizá pudiera evitarse, así, que con el paso de los años mi padre se trocase en algo atenuado y etéreo. “Tengo que recordar con precisión», me dije. «Tengo que recordarlo todo con precisión, para poder recrear en mi mente al padre que me creó, cuando él ya no esté». No hay que olvidar nada».

Tal es el testimonio que ofrece el novelista estadounidense Philip Roth en su libro autobiográfico Patrimonio. Una historia verdadera (2004, en castellano), cuando le tocó cuidar a su anciano padre enfermo, en sus últimos años de existencia, y a quien retrata ahora mientras lo baña. Aún más crudo resulta el episodio inmediatamente anterior, en el que deja claro que la obscenidad nada tiene que ver con la desnudez de las partes corpóreas. A su progenitor le han diagnosticado un tumor cerebral, y tras recoger en el hospital las radiografías –imágenes del interior de su cabeza “tomadas desde todos los ángulos”- las esparce sobre la cama del hotel en que se hospeda. “Puede que el impacto no fuera tan grande como el que me habría producido tener el cerebro de mi padre en el cuenco de las manos, pero por ahí se andaba”, reconoce. «Así como la voluntad de Dios brotó de una zarza ardiente, del mismo modo, y con no menos milagro, Herman Roth había estado manando de aquel órgano bulboso durante muchos años. Acababa de ver el cerebro de mi padre: nada y todo me había sido revelado. El cerebro era un misterio al que poco faltaba para ser divino, incluso perteneciendo a un agente de seguros jubilado que no llegó a pasar del octavo grado…».

Lo relevante es que, a finales del siglo XX (cuando se publica el testimonio autobiográfico en su versión original), Philip Roth ya no precisa ‘matar al padre’, tal y como era el imperativo freudiano de principios de la centuria. En una dura elipse retrospectiva, Franz Kafka había escrito en su paradigmática Carta al padre (1919, aunque se publica más de tres décadas después): «Yo flaco, débil y angosto; tú fuerte, grande y ancho. En esa caseta me sentía miserable y no solo frente a ti, sino ante el mundo entero, porque eras para mí la medida de todas las cosas»… El propio Kafka define el impulso que le llevó a escribir su célebre alegato con esta reveladora imagen de impotencia: «Las sacudidas de la mosca en la tira de papel engominado». Pero, por fortuna, sus palabras suenan ya –al menos, en términos mayoritarios- a una valiosa pieza de arqueología. Entre otras cosas, porque el padre ha dejado de ser «la medida de todas las cosas». En la centrifugada y fragmentaria sociedad actual, su lugar ha sido reemplazado por la calle, el mercado -ese espectro hoy de veras tan autoritario y temido-, y matarlo sería entonces como hacerse el harakiri, y no llegar ni a principios de mes… En palabras del neurólogo Alberto Portera, especializado en las relaciones entre cerebro y creatividad, «lo único que produce ya ‘matar al padre’ es una profunda orfandad, sin contraprestación alguna. Una mata a su padre, y final del proceso: se queda tristemente sin padre. Ello, porque el verdadero padre con el que se ha de competir es la sociedad en su conjunto, y, sobre todo, la intemperie del mercado», remacha.

Sin embargo, como sostiene Roth, “no hay que olvidar nada”. Prosigue en su alegato Kafka: «En todo lo que yo pensaba estaba sometido a tu fuerte presión, incluso cuando tus pensamientos se contradecían, y especialmente entonces. Todas aquellas ideas, en apariencia independientes de ti, venían marcadas desde el principio por tu juicio desfavorable». No por nada, Elias Canetti definió muy bien la Carta… como «el otro ‘proceso’ de Kafka», sometiéndole al doble vínculo de incitarle a integrarse como un ciudadano normal, contrayendo matrimonio, por ejemplo, y no poder jamás hacerlo, pues eso le apartaría de su aplastante padre real. No podía apartarse de sus instrucciones y expectativas, pero no podía tampoco acometerlas, pues le habría supuesto interiorizar la figura paterna, y, lo que más detestaba en este mundo, ser al fin igual que su padre…

Roth, por su parte, ensaya una suerte de redención de Kafka, en esta especie de autopsia en vida que constituye su testimonio. Rememora también, o sobre todo, las veces que hubo de limpiarle el esfínter. «Uno limpia la mierda de su padre porque no hay más remedio que limpiarla, pero después de haberla limpiado, todo lo que hay que sentir se siente como jamás se había sentido. Tampoco era la primera ocasión en que comprendía esto: una vez puesto a un lado el asco e ignorado la náusea, una vez se arroja uno más allá de las fobias, fortificadas como tabúes, queda muchísima vida por apreciar (…) De modo que esto era el patrimonio. Y no porque limpiarlo simbolizara alguna otra cosa, sino precisamente porque no, porque no era sino la realidad vivida que era».

Así pues, finalmente, la mierda -y su posibilidad de limpiarla- es el mejor patrimonio que el escritor ha recibido de su padre. Curiosamente, al igual que el de Kafka, su padre se llamaba Herman y era, asimismo, de ascendencia judía. Roth lo evoca conmiserativamente, pero dejando la partida en tablas. Ha sustituido el rabioso alegato en directo por el aséptico relato en tercera persona. No siente el vértigo de la necesidad de ‘matar al padre’, junto a la imposibilidad de hacerlo, que atenazó a Kafka, sino que, con suma conmiseración, detiene el brazo de Abraham en el momento exacto y logra salvarse a sí mismo. Mientras que el agnóstico judío checo declara en su Carta… que emplea la literatura como último recurso para emanciparse de la figura de Herman Kafka, y «es inútil», el agnóstico judío neoyorquino sí supera la, en el fondo, endeble figura de Herman Roth, y, sin perder un ápice de compasión, logra salvarse él mismo a través de la (re)creación literaria… Las almas en pene, pues –parece decirnos-, ya no tienen coartadas para no llevar su emancipación adelante. Pero eso no es licencia para el olvido. Al contrario: “Tengo que recordarlo todo con precisión –nos conmina-: No hay que olvidar nada”.

***

Antonio Puente, natural de Las Palmas de Gran Canaria, es escritor (entre sus obras, su premiados libros de poesía ‘Agua por señas’ y ‘Sofá de Arena’), periodista especializado en temas de cultura con larga trayectoria en diversos periódicos, y crítico literario.

La revista TEXTOSterona coordinada por Alexis W. se puede adquirir en la galeríaMad is Mad y la librería Berkana en Madrid y en BIBLI en Santa Cruz de Tenerife.

 

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