Almudena Sánchez: “Me estimulan las ciudades, las pantallas rotas del móvil, la chatarra”

La escritora Almudena Sánchez.

La escritora Almudena Sánchez.

La escritora Almudena Sánchez.

La escritora Almudena Sánchez.

Cuando era pequeña, la escritora Almudena Sánchez (Palma de Mallorca, 1985) estuvo todo un verano vigilando a un hombre ciego que nadaba en una piscina. Tenía miedo de que chocara con los bordes. Estos recuerdos, estos detalles “que hacen que el mundo avance”, forman parte de la escritura emocional, sensorial y musical de ‘La acústica de los iglús’ (Caballo de Troya), su primer libro de relatos. “El arte salva y destruye. De repente, te encuentras con algo que te maravilla, que quieres hacer por encima de todo”, asegura.

Un primer libro siempre es una extrañeza, una incertidumbre, la consecución de un sueño, un pequeño logro en el horizonte de la escritura…

Me gusta pensar que es un experimento. Publicar es lanzar una piedra al agua y ver si rebota y continúa rebotando y no se hunde. Quieres que tu libro camine; lo ves como a un ser vivo. Siempre recordaré la publicación de La acústica de los iglús con temblor. Cuando me llegó el primer ejemplar a casa, pensé: “Qué delirio. Esto no lo entiendo ni yo”. Y luego me han entendido muchos lectores y han vivido el libro con pasión y naturalidad.

La inadaptación, ir en la “dirección opuesta” que escribía Bernhard y que citas al comienzo de tu relato ‘El triunfo humano’, es uno de los temas que sobrevuela ‘La acústica de los iglús’. ¿Triunfa el que no se adapta?

Bueno, en El triunfo humano planteo la noción de triunfo desde otra perspectiva. Me incomoda el verbo triunfar. ¿Quién triunfa? Mis personajes -tres mujeres rodeadas de salvavidas- están en un transatlántico y lo único que buscan es adrenalina. Quizá encontrar eso, durante cinco minutos, sea triunfar (o al contrario). En cualquier caso, esas dos palabras juntas, “triunfo humano”, me resultan misteriosas.

Gustav Mahler vivió en una cabaña de seis metros cuadrados y allí terminó su ‘Cuarta Sinfonía’ y Thoreau en pleno bosque, alejado de aquellas actividades que exigían ropa nueva…

Eran marcianos y geniales (risas). Se supone que el arte requiere de un cierto aislamiento y en La acústica de los iglús hablo de ello. A ver, a mí no me iría bien crear en mitad del bosque: me distraería; me recuerda a mi infancia, al juego, demasiada felicidad. Allí voy a descansar. Las ciudades me estimulan. Las luces de neón. Las pantallas rotas del móvil. La chatarra. Necesito verlo y luego escribirlo. Eso sí, por la noche y en silencio.

Porque la vida, en verdad, es otra cosa, es esa fantasía detenida sobre las pequeñas cosas…

Tienes razón. Por ejemplo, el relato de El nadador de Hotel Minerva está construido a partir de un pequeño recuerdo-destello: cuando era pequeña, vi a un hombre ciego que nadaba en una piscina. Lo estuve vigilando todo el verano; tenía miedo de que se chocara con los bordes. Los detalles hacen que el mundo avance: “Una molécula le dijo sí a otra molécula y nació la vida”, dice Lispector.

“¡Qué estúpidos nos hemos vuelto y qué pequeños y torpes son nuestros pensamientos. Tan pequeños que podrían caber en una cáscara de avellana!”, exclama Natalia Ginzburg en ‘Las pequeñas virtudes’.

Ginzburg es genial. En realidad, somos una especie curiosa, ¿no? Lo mejor que tenemos es el pensamiento y lo estamos ametrallando. Pienso, por ejemplo, en las humanidades. Eso me altera bastante. Por otro lado; mientras nuestros pensamientos quepan en una cáscara de avellana estamos salvados…

¿Cómo continuar viviendo en un mundo que rechaza al otro, que le cierra la puerta, que le pone diques y lo olvida en la nada más absoluta?

Pues… ¡ojalá tuviera una respuesta eficaz! Mi opinión es que hay que pasar de los que te ponen baches. Con más garra que ell@s: pasando.

“Es que el arte no está quieto, que se mueve en la vida de muchas personas y que en la mía se movió muy pronto”, escribes, para añadir: “En el arte pasa eso, que las personas se transforman…por el arte todo está justificado”. El arte como capacidad de resistencia, que decía Tarkovski, el arte que da al hombre luz, perspectivas, fe en el futuro…

El arte salva y destruye. De repente, te encuentras con algo que te maravilla, que quieres hacer por encima de todo. Yo me puse a tocar el piano como una loca. Y me dejó de gustar. Y luego me puse a leer con emoción desorbitada libros y cuentos. Quería escribir. Pero viví una época de desorientación y miraba mucho a las nubes, un pájaro, hacía un collage… Llegar hasta aquí ha sido un milagro.

“Uno crece y está necesitado de relámpagos”, dices en el libro. ¿Cuáles son los relámpagos literarios, artísticos, cinéfilos que han forjado tu estilo, que han abierto tu camino, tu senda de escritora?

Son un montón. Diré algun@s: Felisberto Hernández (sus cuentos), Clarice Lispector (Agua viva, Un soplo de vida y sus cuentos), Marina Tsvetáieva (Mi madre y la música), Thomas Bernhard (El malogrado, Corrección), Miranda July (Nadie es más de aquí que tú), Julio Cortázar (sus cuentos), Lewis Carroll (Alicia en el País de las Maravillas), Rilke (Cartas a un joven poeta), Nabokov (Ada o el ardor), Virginia Woolf (Las olas)… Por citar a l@s imprescindibles. También admiro a David Lynch y a Terrence Malick. Y he escuchado mucho a Wilco y a Leonard Cohen.

Poesía y pensamiento laten en cada uno de los párrafos con los que construyes este libro cargado de imágenes muy visuales, casi tangibles, que le vienen a la cabeza al lector una y otra vez a medida que va pasando páginas. Es como si viéramos pasar a cada uno de los personajes por delante de nosotros…

Me alegra lo que dices. Así quería que fuera La acústica de los iglús: un libro sensorial, en el que la mezcla de sentidos y emociones dejara en segundo lugar a la historia. Lo que importa es la música y el clima. Es un libro para dejarse llevar. No hay que comprender por qué un personaje hace tal o cual cosa. Hay sueños, inconsciencia, momentos oníricos, perturbaciones. La vida tiene eso, ¿no?

¿Hacia dónde se huye cuando se escribe?

Creo que huyo de la lógica. Y, sobre todo, regreso. Me da la sensación de que busco a esa niña con dientes de leche y espíritu revoltoso que era antes.

¿Está ya escrito todo o no hay punto de llegada?

No lo hay. Nunca dejaremos de hablar de la muerte, del amor, del mundo.

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