Antonio Ortuño: «Para mí es más importante Juan Marsé que Vargas Llosa»

El escritor mexicano Antonio Ortuño. Foto: Daniel Mordzinski

El escritor mexicano Antonio Ortuño. Foto: Daniel Mordzinski

En poco más de unas horas sale su vuelo de regreso a México, pero Antonio Ortuño (Zapopán, Jalisco, 1976) tiene la amabilidad de concederme unos minutos para conversar en torno a La vaga ambición, un soberbio libro de cuentos galardonado con el V Premio Ribera del Duero y que publica Páginas de Espuma.

La entrevista es en la sede de la editorial, en Malasaña, a principios de junio, en plena Feria del Libro de Madrid. Ha llegado exhausto a la recta final de la promoción y se le ve cansado, dispuesto a beberse una Coca Cola con la que combatir la sed y el calor infernal de estas semanas.

Como todo buen libro de cuentos, como todo buen libro en realidad, uno debe releer La vaga ambición para situarse de verdad en lo que el autor ha querido contar. El hilo conductor de La vaga ambición es Arturo Murray, un escritor cuarentón, una especie de alter ego del propio Ortuño, en el que el narrador mexicano indaga en la naturaleza de la escritura a partir de la vida de Murray y de sus dificultades para salir adelante. Casado y con dos hijas, Murray acaba triunfando como autor de éxito, pero quizás se pierde por el camino.

Como lector, suelo huir como de la peste de la metaliteratura, de las “pajas mentales” de algunos autores para no contar nada. Pero en La vaga ambición la literatura está anclada en la vida y eso me entusiasmó desde el principio. En los seis cuentos del libro, la literatura no habita una torre de marfil sino que podemos olerla y sentirla, casi palparla, en los avatares de Murray, en sus recuerdos, en su afán por lograr una estabilidad económica, en la semblanza de escritores perdidos como Bulkakov o Benjamin o en las clases que imparte a unos chavales en un taller de escritura.

En varias entrevistas has manifestado tu rechazo hacia la metaliteratura y la autoficción. Sin embargo, has acabado escribiendo un libro metaliterario y de autoficción.

Quería escribir un libro de cuentos relacionados, con la libertad que da el relato para cambiar de registro, pero que a la vez tuviera unidad, que hubiera una resonancia entre ellos. La idea, el germen se fue gestando mientras esperaba a mis hijas en sus actividades extraescolares. Tomaba notas, le daba vueltas a cómo enfrentar a dos bestias pardas como son la metalitetura y metaficción. Quería escribir sobre literatura, sobre el hecho de escribir, sobre escritores además. Flotaba la idea del azar sobre la vida literaria. Pero no quería que fuera una simple sátira. Quería que fuera literario, pero que rastreara los cruces entre vida y escritura. Que hubiera muchas lecturas atrás, con cartas a la vista, pero que no fuera un corpus agónico y pedante, con citas. Quería que las citas tuvieran una función en la historia. Si aparece El Quijote es porque tiene un sentido en un cuento. Asoman Benjamin y Bulgakov porque además de escritores importan sus vidas. Un cuento es como un pastel de milhojas, con varias capas. En La vaga ambición hay un aparato de lecturas, unas evidentes y otras más soterradas, pero todas tienen que ver con el libro, con su dinámica, nada que ver con las “chaquetas mentales” (pajas mentales) de las que hablas (ríe). Por otro lado, la autoficción no me interesa en lo profesional, me interesa contagiar la experiencia del texto. No me atrae ponerme en el centro, situarme en el yo. Que mi vida pase a ser símbolo de algo. Me parece horroroso que alguien hable de sí mismo en mil quinientas páginas, en varios volúmenes, sería mejor que lo gastara en terapias. Me parece un horror que comparen a estas bestias pardas con Proust, San Proust, quien nos enseñó que narrar es manipular el tiempo y el espacio. Odio los libros sobre libros, sobre la literatura del yo. Mi intención era escribir un libro sobre la escritura aunque haciéndolo como yo creo que debería ser hecho.

El libro es un tanto híbrido. Aunque de relatos, bien podría ser leído como una novela. Comienzas con un cuento más carnal, pero cierras con otro que es casi un decálogo sobre la escritura, uno de los mejores. ¿Cómo organizaste la estructura?

Escribí los seis cuentos al mismo tiempo. Lo había estando maquinando, tenía apuntes, sabía cuántos iban a ser y abrí seis archivos con esa semilla. Cuando tenía problemas con uno pasaba a otro. El objetivo de este método era cuidar la resonancia de los relatos, algo vertebral en el libro. Sin embargo, el orden no es cronológico. El último relato, por ejemplo, en el que Murray es tallerista, no es el último desde el punto de vista temporal.

Arturo muere como escritor cuando alcanza el éxito. ¿Es incompatible el éxito con la alta literatura?

Ha habido grandes autores que han podido lograr el éxito por escribir lo que querían. Murray lo logra, pero no por escribir lo que quiere sino lo que le piden, que es lo que suele ocurrir hoy. El drama de Murray es ese. Salva sus cuentas, su matrimonio, relanza su carrera literaria, pero se ha perdido por el camino. No creo que el éxito anule a nadie como escritor, pero es lo que ocurre cuando lo logras desempeñando un papel. La mentira es fundamental en la literatura, pero a nivel personal creo que es importante mantener la independencia.

En el último cuento, La batalla de Hastings, Murray compara la escritura con una batalla. Una batalla perdida, decía Bolaño. Aprovecho para preguntarte por su figura dentro de la narrativa en español, una pregunta ya tópica, supongo, como antes lo era hacerlo por la influencia del Boom.

Por fin logramos salir de la sombra infinita del Boom. Considero que la figura de Bolaño en la literatura es como la de Frank Zappa en la música. Ambos son importantes, pero no me interesan. El primer libro de Bolaño que leí, Estrella distante, me resultó decepcionante, incluso molesto por la recreación que hace de un poeta excepcional como Raúl Zurita. Sin embargo, con Los detectives salvajes, que leí por la insistencia de un amigo, me reconcilié con él. Me di cuenta de que Bolaño había escrito un libro importante, no un buen libro, que lo puede hacer cualquiera, sino una novela fundacional de un tipo de literatura que ya se está practicando en América. Yo ya tenía más de treinta años cuando lo leí, y me gustó, me pareció divertido, complejo, con mucha miga, ideal para releer, y que como mexicano disfruté porque está escrito en una clave muy mexicana. El resto de su obra me interesa menos. Yo sigo leyendo a Borges, el mejor escritor en español desde el Siglo de Oro. Después de leer a Borges, Bolaño me interesó poquito. Digamos que Bolaño era muy “pop”, por eso perdura, al contrario de otros autores más dotados, como Fogwill, quizás porque sus libros son fríos, gélidos casi. Lo cierto es que volví a “romper” con Bolaño después de leer 2666, una novela escrita desde el otro lado del mundo, pensado para dejar una herencia a sus hijos, en la que saquea sin ningún pudor a un escritor con mucha más altura que él, Sergio González Rodríguez, un tipo que era todo generosidad. Ahí me volvió a perder como lector y como escritor nunca lo fue. Es curioso que algunos hayan intentado hacer una lectura medio bolañiana de lo que yo he escrito. Pero como también está de moda hablar mal de Bolaño, aclaro que yo no soy de ese culto porque te digo que Los detectives salvajes me pareció un libro fundamental.

Como autor mexicano con una parte de tu familia procedente de España, ¿cómo te enfrentas al uso del español en tu literatura?

La lengua neutra no me gusta, me parece terrible, tampoco trato de ser pintoresco. La escritura se basa en elegir la palabra adecuada a la historia. Una de las cosas del español que más me gusta es su capacidad para fagocitar otras lenguas, el inglés, el francés, de incorporarlas. Me encanta esa posibilidad del español, no entiendo el purismo. Entiendo que existan las Academias, que haya un referente. Pero al escribir tienes esa posibilidad de elegir la palabra que mejor encaje en la historia. Como lector, a mí me alienta de un texto sentir que el escritor está eligiendo la palabra necesaria para la historia, a veces es la culta, otras la vulgar. Algo que hago también es leer los textos en voz alta. Me resulta curioso, pero creo que en el español de España se usan más palabras para decir lo mismo que en América. Los latinoamericanos tendemos a ser más sintéticos, lo que no quiere decir escribir de una manera telegráfica. Para nosotros también es pintoresco el castellano de aquí. Prima la idea de que por un lado está España y por el otro los demás países, como si fueran uno solo. No somos una unidad. Yo procedo en parte de familia española y para mí, como escritor y como lector, es más importante Juan Marsé que Vargas Llosa. Hubo un tiempo que cuando decía estas cosas en México te miraban mal. No creo que haya una oposición. Lo que sí creo es que hay mucha gente en América Latina que no conoce la literatura española y al revés. Brinco cada vez que me dicen que México está en Sudamérica. Pero también allá hay gente que piensa que en España sólo existen el Real Madrid y el Barcelona, desconocen su rica literatura. En este momento creo que es más fácil encontrar autores latinoamericanos en las librerías de acá, que al revés. Ustedes tienen un medio editorial muy fuerte, con interesantes editoriales independientes.

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