Bértolo: «El capitalismo ha arrasado las construcciones sociales y culturales»

Constantino Bértolo. Foto: Sara Bienzobas

Constantino Bértolo. Foto: Sarah Bienzobas

POR IGNACIO ECHEVARRÍA

Constantino Bértolo (Navia de Suarna, Lugo, 1946) emprendió estudios de Medicina antes de licenciarse en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid. Desde 1972 milita en el Partido Comunista. Durante los años ochenta colaboró con diversas editoriales, formó parte del equipo de Sobremesa. Revista de vinos y gastronomía (le gusta recordar que su primer libro publicado fue Pescados y mariscos, El País/Aguilar, 1992), y ejerció la crítica literaria en diferentes medios.

Fue cofundador, profesor y director de estudios entre 1990 y 1994 de la Escuela de Letras de Madrid. A comienzos de los noventa fue reclutado como director literario por la editorial Debate. Emprendió entonces una larga y peculiar trayectoria como editor que, en un tiempo de grandes concentraciones empresariales, lo abocó a convertirse en un ejecutivo del sector, camino del que lo apartaron a tiempo las mismas dinámicas del grupo que absorbió la editorial: Random House Mondadori (hoy Penguin Random House). En el marco de este grupo ha pilotado durante diez años (2004-2014) un proyecto editorial sin precedentes, que ha actuado como verdadero laboratorio de narrativas a contrapelo de las tendencias del mercado: Caballo de Troya. En 2008 publicó La cena de los notables (Periférica), volumen en el que se decantan algunas de sus reflexiones sobre el acto de la lectura, la crítica y el mundo del libro. La siguiente entrevista se realizó mediante sucesivos intercambios de correos electrónicos, el pasado mes de octubre.

A comienzos de los noventa te integraste en el mundo editorial, en el que durante más de veinte años has desempeñado tareas directivas. Antes de eso, sin embargo, ejerciste la crítica literaria en varios medios, con vocación resuelta, a la que debió de costarte renunciar. Me gustaría comenzar con una reflexión que me consta te has hecho en numerosas ocasiones: la que plantea la relación del crítico con el editor.

En realidad, más que renunciar a la crítica habría que hablar de “ser renunciado”. Con ocasión del cese de Alejandro Gándara como responsable del suplemento de Libros del diario El País, se dejó de contar con mi colaboración. Durante unos meses seguí haciendo críticas en Cambio 16 y El Independiente. Pero a finales del año 1991, cuando entro como director literario de la editorial Debate, asumo que ello no es compatible con mi nuevo desempeño. Y aunque en aquellos momentos ya era consciente de que la reseña periodística era un instrumento crítico bastante limitado, dejar de hacer crítica lo sufrí como una pérdida. Al principio pensaba, ingenuamente, que ser editor era una forma de seguir siendo crítico pero con poder ejecutivo. Poco a poco iría descubriendo, sin embargo, que en la edición, además del criterio literario, intervenían un conjunto de variables, de “no-libertades”, que formaban parte constituyente del oficio. Mi experiencia como editor iría modificando a su vez mi entendimiento tanto de la función de la crítica como de “lo literario”.

Hablemos de esas consecuencias. Hablemos de esa forma en que tu actuación como editor modificó tu entendimiento tanto de la función de la crítica como de “lo literario”.

Yo venía de la filología y de la crítica, y en ambas facetas me había enfrentado a “lo literario” a través de un objeto dado —el texto— para analizarlo como filólogo y para evaluarlo como crítico. Pero en ambos casos se trataba de eso mismo: de un objeto dado, el texto literario. Lo que la edición me permitió u obligó a ver fue la literatura no como algo dado sino como un proceso, como el proceso mediante el cual un texto se convierte en literatura; es decir, fui descubriendo que entre el proceso de su constitución como literatura y su “naturaleza” resultaba difícil hacer una separación. No se trataba de poner en solfa el concepto de “literaturidad” de los formalistas rusos, sino de comprender que literatura y calidad literaria eran construcciones absolutamente entrelazadas que respondían a un doble proceso —sincrónico y diacrónico— en su configuración. Dicho con más claridad: como editor, y llevado por la experiencia de encontrarme con el paradójico fenómeno de “las literaturas que no llegan a ser literatura”, me vi obligado a asumir que, al mismo tiempo que no sabía qué era literatura o en qué consistía la calidad literaria, mi propio hacer como editor ponía en evidencia que sin embargo operaba con criterios reconocibles y mensurables sobre ambas concepciones o consensos, que por tanto, y por mucho que no respondieran a esencia alguna, no eran relativos sino históricos, culturales, y por consiguiente “abiertos”, al menos en cierto grado. Y en ese espacio o posibilidad de “apertura constituyente” situé el papel del editor literario, de la crítica, del público y del mercado.

Luego volveremos sobre la crítica. De momento me detengo en esa distinción que haces entre público y mercado. ¿Podrías extenderte al respecto?

Entiendo por público una comunidad de lectores o lec­toras interesados en la literatura en cuanto esta supone una actividad —escribir o leer, lo mismo da— que acciona sobre la textura cultural y política de una sociedad. Desde este punto de vista, el público presupone la pertenencia a un grupo social con conciencia civil, que tendría como referente las lecturas literarias o culturales en sentido amplio: el cine, la música, la danza… Una zona muy relacionada con el campo literario, pero más amplio que este en cuanto que incluye, además de autores, editores o críticos y comentaristas, a lec­tores y lectoras que no tienen interés directo y activo en la producción y circulación de las mercancías literarias. Creo que en un pasado no tan remoto era posible distinguir a este público del mercado. Hoy la cosa sería más difícil porque el desenfrenado totalitarismo del capitalismo no ha dejado de arrasar las construcciones sociales y culturales sobre las que se levantaba precisamente aquella sociedad civil de la que en los noventa todavía quedaban restos y nostalgias.

De tu distinción entre público y mercado deduzco que, como editor, te planteaste apelar al primero; más que eso —y por campanudo que suene decirlo así—: te plan­teaste trabajar en la construcción de un público, es decir, de una comunidad de lectores susceptibles de ser interpelados en su condición de tales, de ser atraídos a un ámbito común de intereses y de rechazos. Si así fuera, ¿cuál sería tu balance en lo relativo a ese empeño? Y aun si no pasó tal cosa por tu cabeza, ¿piensas que en la actualidad le cabe a un editor pensar en el público como instancia susceptible de ser abstraída del mercado?

Sí, la verdad es que durante los primeros años como director literario de Debate llegué a creerme que era posible, si no construir, sí al menos dirigirme con complicidad a aquel público que en mi opinión la cultura de la resistencia antifranquista había venido construyendo durante el tar­dofranquismo. Pero aquella intención supuso un evidente fracaso que ha de achacarse probablemente, al menos en parte, o a mi incapacidad para sintonizar con esa imaginada comunidad, o bien al hecho de que aquel “lector implícito” político y cultural proveniente del antifranquismo ya había dejado de tener existencia en unos tiempos en los que la hoy llamada Cultura de la Transición había desplegado todo su poder, disolviendo a base de autosatisfacción y ensueño europeo aquellas subjetividades colectivas que entiendo estaban presenten durante la dictadura. En cualquier caso, hube de comprobar que mis ideas al respeto estaban equivo­cadas. El público, en el sentido que había presumido, había dejado de existir y ya solo quedaban consumidores de libros y culturas, segmentados en zonas de deseo y necesidades diferentes pero sin ninguna conciencia o capacidad de con­formar una demanda sustantiva. Me caí del caballo y hube de aceptar que los destinos del mundo editorial pertenecían plenamente a una industria que se estructura alrededor de la oferta y que es desde ahí, desde el marketing, la promoción, la publicidad, que se está obligado a “hacer mercado” en lugar del pretendido “hacer público”.

Volveremos sobre esto último. Permíteme ahora inter­polar aquí una consideración que me parece viene al caso. Tiene que ver con las relaciones que —decíamos al comienzo— cabe establecer entre el crítico y el editor. En el horizonte del crítico estaría la construcción de un público afín, en cierto modo, a ese al que dices tú pensabas dirigirte en tus comienzos como editor. Me gustaría que reflexionaras sobre esta concurrencia de intereses, sobre la capacidad que a su vez le resta a la crítica de construir ese público, por minoritario que sea.

Creo que en efecto el problema del público como des­tinatario es algo que afecta a todos los que intervienen en esa actividad que llamamos literatura. Y entiendo por tanto que también la crítica es una actividad que requiere la existencia de una “comunidad interesada”, de modo que tanto el crítico como el editor deben preguntarse si existe esa comunidad que da sentido a su tarea. Sin comunidad, el editor es un mero gestor de contenidos, y el crítico, un simple publicista o prescriptor de novedades. Pero qué hacer en el caso, nuestro presente, de no existir esa comunidad. Y ahí vuelvo a la literatura como proceso y al “qué hacer con lo que no existe” pero que necesitamos que exista; y la única respuesta posible se produce partiendo de la base de que la realidad es, a su vez, un proceso, y que “lo que no hay” forma también parte de la realidad. Y bien, a esa realidad que no hay pero que puede haber estarían encaminadas tanto la labor del crítico como la del editor —y, por qué no, la del lector. En estos tiempos en los que parece que solo hay lo que hay, en los que no parece haber comunidad posible, lo único coherente desde mi punto de vista es apostar; en el sentido pascaliano o marxista del término, pero apostar: atre­verse a equivocarse, que es la actitud que definiría de forma adecuada, a mi entender, a un editor, a un crítico o a un lector. Esa es la apuesta: trabajar en pro de una modi­ficación de lo existente con el fin de cubrir una carencia. La pregunta sería hasta qué punto un crítico, un editor o un lector pueden modificar lo que hay. Personalmente, entiendo que ese “hasta qué punto” depende en gran parte de factores —como la tensión social existente— que ellos no controlan pero en los que indudablemente intervienen. En grado mayor o menor, según sean las condiciones de recep­ción, pero intervienen. Por eso los tres —el crítico, el editor y el lector— tienen responsabilidad sobre la construcción en cada momento de lo literario. Ahora bien, lo que también cabe preguntarse es a qué clase de comunidad se dirige su trabajo, pues la idea de público como comunidad no deter­mina cuál sea exactamente el interés común o exigencia que lo constituya como tal público. En mi caso, por ejemplo, se debería construir en torno a una exigencia de carácter civil, de una literatura que colabore en la construcción democrá­tica de la idea del bien común. Pero entiendo, aunque no comparto, que en otros casos el punto de origen podría ser el mantenimiento del nivel de exigencia literaria alcanzado que, de algún modo, se encarna en la idea de canon, ya se entienda este concepto de un modo rígido, como Harold Bloom, o flexible, como Bourdieu.

Entiendo que en el marco de esa lucha por lo que hay o deja de haber, por las posibilidades de la realidad, se encuadraría esa alusión que hacías antes a “las litera­turas que no llegaron a ser literatura”.

Ese es un concepto al que me obligó a acudir mi prác­tica como editor. Como sabemos, una de las funciones que determinan o al menos determinaban hasta hace poco el trabajo de un editor literario era la selección de manuscritos, es decir, decidir qué textos de entre los muchos que llegan a la editorial, enviados por autores inéditos, merecen ser editados en razón —cabe suponer— de los méritos literarios que según el criterio editorial reúnen. Digo autores inéditos porque es en esa situación donde a mi entender la tarea del editor cobra toda su significación y relevancia. Pues bien, conforme a esos criterios de editor, opté en los noventa por publicar cada año, digamos, diez libros de diez nuevos autores, para las que abrí una colección específica: “Punto de partida”. ¿Que ocurría? Pues lo normal era que, de esos diez libros, tan solo cuatro, digamos, siendo optimistas, conseguían reconocimiento y la confirmación, por lo tanto, de su condición de texto literario. Lo que quiero decir es que la homologación de un libro como literatura pasa en primer lugar por la decisión del editor de publicarlo; pero eso no basta: debe contar además con el refrendo de otras instancias como la crítica, los medios de información y comunicación, la vida social literaria, el público, el mercado, etcétera. Solo con ese refrendo el libro se convierte en lo que entendemos por literatura. Es decir, de las diez novelas que yo publicaba, apenas seis llegaban a tener existencia real en cuanto lite­ratura, las demás se quedaban en “letra muerta”, literatura que no llega a ser, a “hacerse” literatura. De ahí que quepa entender lo que llamamos literatura como un proceso de homologación, es decir, de censura, en definitiva.

¿Y los manuscritos rechazados?

Sin duda podríamos decir de ellos que constituyen a su vez una especie de literatura subterránea, de deshecho, escoria de la industria editorial, más invisible incluso que la anterior porque, al ser desestimada como tal literatura por el aparato editorial, nunca llega, salvo en pocas y llamativas ocasiones, a ver la luz. Una situación que evidentemente la aparición de Internet está alterando profundamente.

Pienso en tu última etapa como editor, la de tu expe­riencia al frente de Caballo de Troya, una editorial que tenía por lema “Para entrar o salir de la ciudad sitiada”. Pienso que en esta etapa tú ya habías asu­mido las enseñanzas de tu experiencia como editor en los noventa y, aun sin hacerte demasiadas ilusiones, trabajabas abierta y experimentalmente ya no por la aceptación de determinados textos como literatura (caso de la ya mencionada colección “Punto de partida” de la editorial Debate), sino por la subversión de la con­vención asociada a este concepto, por su ampliación o su instrumentalización. ¿Es así?

No, o no exactamente. Creo que hay que partir del entendimiento de que la primera necesidad a la que tiene que responder el editor es que los libros que oferta —y una cosa son los textos, otra la literatura, y otra los libros— sean aceptados como mercancía por el mercado, al menos en la cuantía necesaria para ser mínimamente rentables. Porque las condiciones generales de recepción vienen determina­das por un mercado que funciona a base de crear oferta, y a su vez por un espacio social literario, en el que se mueven la crítica y los medios, que se ha entregado resignada o gustosamente a las leyes de ese mercado que le disputa su capacidad de homologación o la gerencia y reparto del capital simbólico. Más claro: hoy el editor entiende que su única fuente de legitimación, es decir, la posibilidad de conservar su estatus, está determinada por su capacidad para hacerse visible en el mercado de lo literario y para rentabilizar esa visibilidad. Y ese requerimiento lo vive en momentos en los que “lo literario” empieza a verse atrave­sado por “lo mercado”. En función de esta situación y del tipo de consumidores de libros a los que se dirige, cada edi­tor marcará su estrategia de visualización y homologación, su marketing. Al fin y al cabo la creación de la colección “Punto de partida” dentro de la editorial Debate no dejó de ser una estrategia mercantil obligada por la escasez de recursos económicos de la editorial en aquellos momentos. Lo de Caballo de Troya es otra historia, dado que fue y sigue siendo una iniciativa singular que se movía fuera de las leyes del mercado, y en ese sentido hay que entenderla como una editorial “perversa”, y por tanto peligrosa, y por tanto significativa.

¿Perversa?

“Punto de partida” respondía a una táctica de diferen­ciación dentro de una estrategia editorial convencional. Caballo de Troya se planteó en otra onda, como resultado de unas circunstancias muy singulares. Fue concebida como una editorial de perfil independiente dentro de un gran grupo, es decir, un sello editorial con autonomía en la programación, muy bajo presupuesto en la contratación y promoción, y —dato fundamental— no obligada a obtener beneficios económicos. Y digo que era una editorial perver­sa porque el no guiarse por esa brújula empresarial que es la rentabilidad “trastorna o perturba el estado de las cosas” en un sentido que puede ser tanto positivo como negativo, pero que siempre va a dar lugar a anomalías. Por ejemplo: si la rentabilidad no es el criterio de orientación, ¿cómo y a través de qué orientarse?; si la recepción comercial no es una expectativa que actúe sobre el proceso de lectura y selección, ¿hasta que punto la lectura seguirá siendo una lectura editorial?; si la rentabilidad no es necesaria, ¿a quién dirigirse en un mercado que se organiza alrededor de ese vector? Creo que responder a esa tres incógnitas es lo que hizo o hace de Caballo de Troya una editorial especialmente significativa, experimental, novedosa y arriesgada. Por eso el eslogan de “Para salir o entrar en la ciudad sitiada”, que puede entenderse como cultura sitiada por el mercado pero también mercado sitiado por la cultura. En todo caso esa singularidad me permitió tratar de explorar un imaginario en el que la literatura, lo literario, no estuviese obligado a rendir servicio ni al mercado ni a la cultura dominante.

Y esas incongruencias, ¿en qué se han traducido?

Entiendo que dan lugar a una programación muy dispar que busca explorar registros narrativos y literarios poco convencionales, desde el realismo desquiciado de Dejen todo en mis manos de Mario Levrero al irrealismo deli­rante de Carrera y Fracassi de Daniel Guebel, pasando por las verosimilitudes defraudadas de Elvira Navarro o Mercedes Cebrián. También desde esa poética del extra­vío se publicaron novelas tan desorbitadas como El año que no hicimos la revolución del Colectivo Todoazen; se propusieron otras que, como Made in Spain de Javier Maestre, osaban desafiar la concepción dominante sobre la calidad literaria, o se adentraban en zonas ideológicamente turbias e incorrectas, como Una habitación impropia de Natalia Carrero o Una mujer sola de Isabel Blare. Pero las contradicciones no venían de ahí, de estar publicando sin brújula ni mapa y teniendo solamente claro de dónde huir pero no exactamente el adónde llegar. La contradic­ción real, y que me resultó más difícil de sobrellevar, de un sello como Caballo de Troya venía dada por la brecha establecida entre su vocación de intervenir en la construc­ción de los imaginarios colectivos y su escaso alcance comercial. Entiendo personalmente que la novela es un género mayoritario, y sin embargo publicar en Caballo de Troya parecía condenarte a lo minoritario en unos tiem­pos donde el prestigio se ha convertido en una rémora, un baldón y una sentencia: si dicen que eres un editor de prestigio, lo que en verdad están diciendo es que eres un editor que no vende. Algo mortal en estos tiempos. Ese tremendo boquete entre el deseo y la realidad es de las cosas que peor he soportado como editor.

Volvamos a la crítica. Antes te has referido a ella como uno más de los “agentes e instituciones sociales que intervienen en la homologación y circulación del producto”. No seré yo quien trate de ignorar o de disimular la condición cada vez más menoscabada e ineficiente de la crítica que se hace actualmente, tanto en la prensa pe­riódica como en la red. Pese a lo cual, me pregunto hasta qué punto un proyecto editorial como el tuyo necesita de la complicidad de una crítica capaz de comprender el tipo de operación en que estabas embarcado.

De lo que hemos venido hablando creo que se des­prende que para un proyecto como el de Caballo de Tro­ya, que se definía por su no-dependencia del mercado, y sin poder utilizar por consiguiente las señales, avisos y consejas que este remite, contar con la crítica como interlocutor hubiera sido muy de agradecer a la hora de orientarse y evaluar los resultados. Por desgracia, el estado de la crítica en España en los últimos años, y máxime en lo que atañe a la producción en lengua castellana, bien podría definirse, siendo generoso, como inexistente, o rendida al marketing editorial. Me refiero a la crítica en tanto institución a través de la cual una sociedad criba, vigila, discrimina y pondera los textos que se editan, circulan y consumen en su interior. Para que esta actividad sea posible se requiere que esa sociedad sienta que esa tarea es necesaria y por consiguiente asu­ma, a través de los mecanismos convenientes, públicos o privados, esa responsabilidad. En España ese no es el caso y por tanto lo que hoy se llama crítica no deja de ser un gran cartel de publicidad indirecta que funciona como una especie de patio de Monipodio donde editores, autores, reseñistas, mercaderes y mercachifles, gestores culturales, párrocos del canon, cátedros de fin de semana, arribistas, profesionales del escepticismo, conseguidores y curadores digitales, trafican con las mercancías litera­rias en busca de beneficios y prebendas personales sin poseer capacidad intelectual, ética o política para asumir las responsabilidades propias de quien interviene públi­camente en algo tan relevante como son las historias y las palabras colectivas. No es solo un problema de per­sonas, de críticos concretos que han aceptado el papel de meros acompañantes de las industrias culturales, sino de ausencia de análisis y autoexigencia en una sociedad civil que al menos hasta la crisis económica actual se ha venido mirando, autosatisfecha como la madrastra de Blancanieves, en un espejo en el que la crítica no tenía lugar. Durante un tiempo trabajé como redactor y crítico gastronómico en la revista Sobremesa y allí se respetaba un código mínimo: jamás los textos se acompañaban de la foto del crítico, a fin de no hacerlo reconocible, y cuando se deseaba entrevistar al cocinero o gerente del local lo previo era pagar antes la factura. Sin embargo, en la actividad de lo que se entiende hoy por crítica no parece haber ningún sentido del decoro: hay editores que hacen crítica y hay críticos y escritores que hacen crítica de libros de las editoriales donde publican. Podría hablar­se al respecto de un estado de incredibilidad general. En estas condiciones, el proyecto de Caballo de Troya hubo de realizarse sin interlocutores, con el peligro de extravío que ello supone. Si en algo siento haber abandonado aho­ra el proyecto es precisamente porque cabe imaginar que los desacomodos sociales que han emergido últimamente quizá permitan la pronta emergencia de un crítica literaria que no reniegue de sus responsabilidades.

Me gusta pensar que la crítica constituye “una política de la recepción”. Los alcances de esta política serían inversamente proporcionales a la capacidad del libro o del autor en cuestión para imponerse por sí mismo en el mercado, obviando el filtro cada vez más insignificante de la crítica. Ahora que tú mismo contemplas la posibi­lidad de regresar a la crítica, ¿se te ocurre que quedan por ensayar nuevas estrategias para dilatar su eficacia?

La verdad es que sí. Aunque creo que ahora es más necesario que nunca cambiar el sistema de referencias de la crítica literaria. Hasta el momento, y mientras la litera­tura se mantuvo en el registro de las Bellas Artes, es decir, en la actividad refinada de unas élites minoritarias que monopolizaban la escritura y la lectura, la crítica literaria era un discurso intraliterario, un diálogo entre literaturas, de experto para expertos, de cultos para cultos o de cultos para cultivandos. En principio, y una vez que durante el Renacimiento la Literatura se institucionalizó como un territorio propio a partir de las letras clásicas, la crítica cumplió el papel de medirnos tallas, tamaños y calidades en relación con los clásicos de la Antigüedad o, según avanzó la historia, con los clásicos contemporáneos. La mejor crítica tenía como objeto que la literatura nueva me­jorase o mantuviese al menos el nivel de exigencia logrado por determinadas obras que se venía considerando como esenciales. La elección de esos referentes literarios, de ese sistema de comparación y medida, marcaba a la crítica. Incluso en esa no-crítica actual propia de estos tiempos en los que la literatura ha sido abducida por las industrias del ocio y el entretenimiento persiste la crítica como comparación endogámica: poema con poema, narración con narración, ensayo con ensayo, glamour con glamour. Mi idea, y eso trataría de poner en práctica si finalmente vuelvo a la crítica, es escapar de esa endogamia tradicional que hoy, cuando la lectura ha dejado de ser una actividad de élites cultivadas, me parece un horizonte estrecho y estéril. Entiendo que el sistema de comparación y medidas de la crítica literaria debería abandonar su autorreferencia­lidad para abrirse de manera decidida a las construcciones semánticas no propiamente literarias en las que estamos inmersos. Me refiero por ejemplo a los discursos y poé­ticas de la publicidad, a las narraciones que producen los medios de comunicación de masas, a los relatos que la política crea y genera, a las semánticas que se “escriben” desde mundo empresarial, desde el sistema educativo o el sistema cultural. Si, como creo, la literatura es una de las formas a través de la cuales una sociedad se expresa, construye y reconoce, creo que es en el interior de esa “fá­brica global de semántica” que nos produce donde hay que buscar el sistema de medidas para esa zona semántica más restringida que llamamos literatura. Para encontrar hoy el significado social de una historia como Madame Bovary el método adecuado no me parece que sea acudir al Tristán e Iseo o a Ana Karenina sino a otros relatos presentes en la sociedad que pueden introducir claves de revelación más implicadas con nuestras actuales realidades y dilemas, como pudiera ser el relato, informal pero sin duda existente y compartido, de la ascensión de Letizia Ortiz desde la tele a la Corona; de igual modo que para abarcar el Torquemada de Galdós veo materia más relevante en la historia todavía inacabada de Bárcenas, el tesorero del PP, o que para valorar el alcance de La cabaña del tío Tom nada sería acaso mejor que releer la prensa de aque­llos días en que Obama se proclamaba nuevo presidente de Estados Unidos. Se trataría de poner en interacción la institución literatura con el más vasto y amplio marco sociocultural donde nuestras vidas se inscriben. Ir más allá de la literatura para volver con mayor lucidez a ella sin caer en ningún burdo reduccionismo sociológico y evitando su limitado entendimiento autorreferencial. Indudablemente, seguirá habiendo un lugar profesoral y profesional en el que se puedan y deban comparar y analizar los recursos formales y las carpinterías retóricas de Madame Bovary y Ana Karenina, pero ese, entiendo, ya no es el espacio de la crítica que este siglo xxi a mi parecer reclama.

Al hablar de una mayor interacción de la institución literatura con el más vasto y amplio marco sociocultural en que se inscriben nuestras vidas estás sugiriendo, me parece, una “repolitización” de la experiencia literaria y del discurso crítico en torno a ella, capaz de sacarlos del ensimismamiento al que vienes aludiendo. Tu trabajo con Caballo de Troya tiene mucho de experimento en este sentido, y debió de padecer la resistencia del sistema literario a dejarse penetrar por la intención política. Tú mismo, sin embargo, te has referido a “los desacomodos sociales que han emergido últimamente” como indicios de un nuevo horizonte de actuación, tanto por parte del crítico como del editor.

Si, como he terminado por entender, la literatura es un proceso y no la mera suma (y resta) de textos literarios homologados como tales por el conjunto de la instalación cultural —y digo “instalación” porque en tiempos tan “líqui­dos” me parece más adecuado que institución—, plantearse una literatura política requeriría intervenir en cada uno de los momentos que actúan a lo largo de ese proceso. Pero entiendo que lo que me pides es mi opinión sobre la clase de textos literarios que la situación actual política pudiera estar demandando. Para responder a esto inevitablemente hay que partir del cómo se interpreta la situación actual y hacia dónde se quiere que evolucione. Empezaré por el final: mi deseo sería avanzar hacia una situación social en la que el trabajo, en tanto condición constituyente de nuestro “ser en el mundo”, no dependiese de ninguna voluntad ajena, que es el hecho político que caracteriza a las sociedades capitalistas. En la situación actual, marcada por “los desacomodos sociales que han emergido última­mente”, entiendo que están presentes dos líneas de tensión social: por un lado, un fuerte cuestionamiento del cómo se ha venido gestionando el capitalismo en los últimos años, muy especialmente desde el desencadenamiento de la crisis económica, lo que yo llamaría desacuerdo en la distribu­ción de las plusvalías; por otro, y de manera más débil y tímida y confusa, emerge o reaparece ya no un descontento con esa gestión, sino que se pone en cuestión la propiedad de esas plusvalías, es decir, una refutación del capitalismo. Como entiendo que acabar con la propiedad privada de los medios de producción es condición necesaria, aunque no suficiente, para poder alcanzar una situación de dignidad, y dado que en mi opinión la literatura, aun en las condi­ciones actuales de su existencia y reproducción, interviene en grado nada despreciable en la conformación y exten­sión de las subjetividades colectivas, creo que habría que desarrollar en el campo cultural aquellas estrategias que ayudasen a transformar ese desacomodo por la ges­tión de las plusvalía en re­chazo y enfrentamiento del actual sistema de producción y propiedad. Defensa y apoyo por tanto de aque­lla literaturas que no se limitasen a mostrar, con más o menos sentimentalismo social, tremendismo del lenguaje o miserabilismo desgarrado, “lo malos” que son los ricos, los banqueros, “la casta” o la naturaleza humana, sino que pusiera en evidencia, con los más apropiados instrumentos retóricos a su alcance, el hecho de que estamos inmersos en esa batalla estructural entre el Capital y el trabajo, de la que la precariedad, la corrupción, los desahucios, la violencia estúpida, la humillación laboral y la cursilería literaria no dejan de ser duros efectos colaterales.

Te propongo ahora volver sobre eso que dices respecto a que la literatura es un proceso y que una literatura polí­tica requeriría intervenir en cada uno de los momentos que actúan a lo largo de ese proceso. Me pregunto si el nuevo horizonte generado a partir de Internet contiene para ti alguna expectativa en este sentido. Conozco tus reservas respecto a la naturaleza supuestamente pública de la red, que falsea muchas de las actitudes que se ma­nifiestan en ella. Pero cabe admitir, por otro lado, que la red permite nuevos modelos de sociabilidad, de alianzas, de discursividad, y que de ellos podría desprenderse una transformación al menos parcial de los mecanismos a través de los que se opera la homologación literaria. Me interesa lo que puedas pensar al respecto, mante­niéndonos, si lo crees posible, en un punto de vista más político que tecnofuturista.

Es verdad que he venido manteniendo serias dudas sobre ese carácter híbrido de Internet entre lo público y lo privado. Entiendo que la literatura está constituida por el gesto político de tomar la palabra, alzar la voz, hablar en público, y no estoy seguro de que el hecho de que ahora todos tengamos acceso a un altavoz personal dé lugar a un espacio público. De momento lo que se ha incrementado es el ruido de fondo. Y sin embargo, y como bien dices, es también indudable que la aparición de Internet abre posibilidades que se deben explorar en función de un hecho político evidente: abre la posibilidad de crear plataformas de expresión con capacidad para generar ciudad, polis, en el sentido más aristotélico del término: la ciudad como ese territorio de lo común delimitado por el alcance de la voz pública. Claro que también opino que para llevar a cabo ese gesto primigenio del “hablar en público” —y ese es un hecho que está presente en los momentos más relevantes de ese proceso que es la literatura: en la edición y en la crítica por ejemplo— se requiere que ese hablar asiente su legitimi­dad en el interés común. Lo curioso y sorprendente es que bajo el capitalismo esa legitimidad ha sido usurpada por el Capital, en cuanto ha impuesto la idea de que ese interés común es simplemente la suma de intereses individuales, y a esta imposición solo se enfrentan las instancias políticas anticapitalistas, si bien, y como curiosidad histórica, valga recordar que también la Iglesia católica reivindicó para sí en algunos momentos el monopolio del bien común. Esto me lleva a pensar que la acción política de homologación de esas otras literaturas que en las condiciones actuales ven dificultada su capacidad de interlocución, requeriría estar asentada lo más firmemente posible sobre una de esas instancias politizadas para poder contar así con la existencia real —es decir, con efectos sobre lo real— de editoriales politizadas, medios de comunicación politiza­dos y, muy importante, medios de producción de lectura politizados. Esas instancias hoy son extremadamente débiles y casi podríamos hablar de su inexistencia, a pesar de la presencia de editoriales como Hiru, Virus o La Oveja Roja, o de algunos medios de comunicación críticos como Rebelión, Diagonal o La Marea. La reciente emergencia de movilizaciones políticas de corte radical, y en las que la utilización de las redes sociales vía Internet ha sido y es muy relevante, podría hacernos imaginar que pueden es­tarse generando condiciones sociales más favorables, aun pensando también que estamos muy lejos de poder disputar al Capital el sistema global de producción de necesidades que con tanta amplitud y celo monopoliza. Eppur si muove. Así que, aceptando además que el pesimismo solo favorece la parálisis social, empiezo a considerar que acaso Internet permita la creación de plataformas político-culturales desde las que, sin la necesidad de recursos económicos inalcanzables, intervenir, por ejemplo, en el espacio de la lectura a través de un acercamiento crítico que nos evite caer en los vicios (o en las virtudes) de la crítica autorre­ferencial y sus soportes tradicionales. Entiendo que este es un buen momento para atreverse a ese “no saber” tan indispensable para poder llegar a donde sabemos que es necesario llegar.

Constantino Bértolo (Lugo, 1946) es uno de los editores más prestigiosos del panorama español. Ha ejercido como crítico literario en distintos medios (El Urogallo, El País, El independiente) y como profesor en varios másters de edición, así como en las Escuela de Letras de Madrid, que él mismo cofundó. Su labor más destacada fue en calidad de director de la editorial Debate y director literario del sello Caballo de Troya.

Ignacio Echevarría (Barcelona, 1960) es editor y crítico literario. Sus críticas se encuentran recogidas en los volúmenes Trayecto. Un recorrido crítico por la reciente narrativa española (Debate, 2005) y Desvíos. Un recorrido crítico por la reciente narrativa latinoamericana (Universidad Diego Portales de Santiago de Chile, 2006).

Sarah Bienzobas (Madrid, 1985) es productora, diseñadora y fotógrafa. Colabora con distintos medios de prensa y como jefa de producción de La Tuerka.

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Comentarios

  • Antonio

    Por Antonio, el 25 mayo 2015

    Qué fácil parece ser criticar al capitalismo desde un puesto en una empresa transnacional. El cinismo de Constantino Bertolo lo desacredita.

  • Figaro Escena

    Por Figaro Escena, el 25 mayo 2015

    Una interesantísima reflexión del siempre lúcido e incisivo Constantino Bértolo. Es un placer constatar que hay gente que sigue buscando. Muchas gracias

  • Figaro Escena

    Por Figaro Escena, el 26 mayo 2015

    ¿Crítica «ad hominem»?

  • Corto

    Por Corto, el 26 mayo 2015

    Es en los momentos de crisis social donde afloran Los Luciano de Samósata, nuestro Quevedo, un Cortázar o Sabato. Una literatura comprometida y con una cosmovisión humana, y donde la figura del editor es capital para la difusión de tales autores.

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