Bolas de cristal con algo dentro (y II)

AYER PUBLICAMOS LA PRIMERA ENTREGA DE ESTE PEQUEÑO REGALO. HOY TERMINAMOS ESTE CUENTO DE NAVIDAD DEL ESCRITOR Y PERIODISTA RAFA RUIZ, AUTOR DE TOLETIS, UN MARAVILLOSO LIBRO DE LITERATURA INFANTIL. ESPERAMOS QUE HAYA SIDO DE VUESTRO AGRADO ESTE DELICADO RELATO EN DOS ENTREGAS.

RAFA RUIZ

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El tiempo pasaba y yo, tan dada a plasmar los retos por escrito y buscarles soluciones, sabía que había uno irrenunciable, aunque constantemente aplazado.

Lo apunté con sumo cuidado en la agenda, con letras mayúsculas y tinta roja.

Sólo escribí una palabra: DETENERME.

Me asustaba la idea de dar más detalles. Sólo DETENERME.

Y por las noches me dormía girando en torno a esas letras, confundiendo el sueño con las formas de la D, la E, la T, la M.

Llegó ese viernes y acudí como a una de las primeras citas con uno de mis primeros novios. No diré nerviosa -siempre me han acusado de segura en exceso, incluso de soberbia-, pero sí ida, como mareada, con la función de los sentidos disminuida o alterada, como un poco borracha, sin atender a las circunstancias, con el ser nublado.

Detenerme.

Y me detuve. Hice lo que había retrasado durante quince años, lo que había deseado durante todos esos quince años.

Con gestos automáticos, primero posé en la acera los tres libros que llevaba y me coloqué de puntillas, como asomándome a un precipicio, pero sin acercarme mucho al filo del abismo. Recuerdo que ordené con cuidado el pelo por detrás de las orejas y que estiré un poco para abajo el jersey. Me olvidé de todo lo que me rodeaba -gente, tráfico, ruidos, una lluvia fina- y me concentré en mirar adentro.

Al principio no podía ver nada, sólo las hileras de objetos del escaparate.

El fondo estaba muy oscuro, como si el aire allí fuera extraordinariamente denso. Pero, poco a poco, los ojos fueron ajustándose, calibrando mejor, agudizándose. Y empecé a desentrañar el universo de mis miedos y secretos y sueños.

Distinguí lo mismo, pero aumentado; es decir, los mismos objetos de los escaparates, pero repetidos hasta el infinito, en interminables filas en fuga hasta un punto lejano en el interior. Lo mismo, pero totalmente recubierto de polvo y telarañas, de algo espeso y traslúcido. Todo era lo mismo, pero como en un estadio anterior, primigenio, esperando a recibir la luz del exterior para adquirir entidad, perfil, formas concretas, colores, detalles. Lo mismo, pero en una nebulosa, como los pensamientos antes de ser dichos, antes de salir a la exposición del escaparate. Más confuso e indeterminado, aunque sabiendo lo que se es, haciéndose, no…, siéndose sin llegar a ser todavía.

Creí ver también a un hombre joven, pálido, rubio, como si fuera eslavo; con cara de dormido, muy despeinado, espalda ancha, con el torso desnudo y un desgastado pantalón vaquero, con la mirada azul, como las bolas de cristal, atormentada y también amante. Era delgado y fibroso, sin vello, con la piel tersa y del nácar de alguna figurita de las colecciones. Fuerte pero indefinido. Hombre, pero niño. Con una sólida estructura ósea, pero recubierto de esponja. Dura, pero apacible. Abismo y algodón. Estaba descalzo y se movía con una mezcla de cuidado y somnolencia entre los miles de figuritas, subiendo y bajando de una escalera con alguna inaplazable y repetitiva misión de poner orden.

Me quedé aplastada contra el cristal varios minutos. Cuando regresé del fondo y de aquel hombre extremadamente pálido, el sol de abril iluminaba las bolas de cristal convirtiéndolas en algo extraordinariamente vivo y concreto. Y las bolas comenzaron a girar en mi cabeza, a aturdir más aún mi cerebro, como sumergiéndolo en una inabarcable tormenta de nieve de papelitos  blancos.

No quise seguir mirando.

No quería saber nada más.

Pero en el camino hacia casa un pensamiento fijo me fue taladrando, como si debilitara mi voluntad. Fui directamente a la agenda y en el día 20 de junio, la víspera de comenzar el verano en que me haría mayor de edad, anoté: ENTRAR.

Y nada más escribir las seis letras, cerré rápidamente la agenda y me tendí sobre la cama deshecha, con las ideas impregnadas en una especie de gelatina polvorienta, la que había atisbado en el interior de la tienda tan cursi de la esquina, donde nunca se movía nada ni cambiaba nada.

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Entré.

Olía a una mezcla intensa de melocotones y cera. Ni el más leve ruido. Todo estaba muy oscuro, y el ambiente resultaba extrañamente pesado, como si el aire allí dentro fuera más denso.

Los sentidos se me abotargaban, como si mi cuerpo pesara más, como si la fuerza de gravedad se hubiera convertido allí en sopor y sueño, como si me costara muchísimo más mover las piernas y los brazos y el cuello. Me mareaba, pero no era un mareo de ésos que les acompañan dolor de cabeza y ansiedad y vómitos. No. Era un mareo dulzón, una especie de agradable embriaguez, una sensación corporal que nunca antes había experimentado, pero en la que el organismo parecía decirme: ya tengo bastante, ya no necesito nada más de nada.

En ese momento de plenitud, apareció, tal y como lo había entrevisto por los escaparates, el eslavo somnoliento. Sonreía y sus ojos eran efectivamente como las bolas de cristal, con fugaces rosas azules dentro.

No parecía sorprendido…

Me recibió con pasmosa naturalidad.

No entendía nada. Pero si en esa tienda debía de hacer dos lustros que no entraba nadie… Y yo allí estaba, como una tonta, mareada, viendo un ángel al fondo de aquella hilera de anaqueles y telarañas.

Había entrado. Estaba allí.

Y el corazón, en vez de palpitar más deprisa, como siempre había sospechado que me pasaría en el momento de entrar, latía cada vez más lentamente, acompañando un ambiente de ausencia de tiempo.

No recuerdo más.

Hasta ahí, hasta el preciso momento en que se acercó aquel hombre de ojos tan pacíficamente azules que no parecían mirar…

De la plenitud pasé a la inconsciencia. Y de aquella atmósfera adormecedora de bolas de cristal a mi cama.

No recuerdo más.

Cuando desperté, volví a encontrarme con mis libros y mi armario y mi cama y mi mesa de siempre. Absurdamente limpias, absurdamente atildadas, decepcionantemente vulgares y planas.

Es curioso; ni siquiera entonces mis padres aludieron al interior de la tienda.

¿Es que no habían entrado? ¿Me había desmayado y nadie había entrado a recogerme? Mi madre sólo dijo, repitiendo casi exactamente las mismas palabras que había empleado aquella otra vez: “Hija, menudo susto nos has dado. Te desmayaste en la calle, junto a la tienda esa tan cursi que hace esquina y que, por cierto, mira que no se moderniza nada; hacía mucho tiempo que no pasaba por ahí, pero me fijé y vende las mismas cosas que cuando me casé…”

“Y es que tienes la tensión muy baja, hija”.

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No quise volver a entrar.

Algo me decía que no debía volver a entrar. Sin embargo, no he dejado de seguir sintiendo atracción por aquella esquina y aquellos escaparates, también por el interior y por aquel hombre de torso desnudo con el que me había… dormido… feliz.

He cambiado un poco mi ritual. Ya no miro sólo las colecciones de dedales y perros y miniaturas de vacas. Siempre indago más adentro, achino los ojos para ver más allá y siempre está él, tranquilo, pausado, subiendo y bajando de una escalera, colocando cajitas. Él siempre está ahí, al fondo, azul y bello, calmado, ajeno, lejano…

Me invaden, a veces, miedos, inseguridad. Comienzo a darle vueltas a mi vida y a lo que me rodea, y todo lo veo turbio, a menudo se me caen las cosas encima, como si se abalanzaran sobre mí, como si se desmoronase todo a mi alrededor, como si todo estuviera mal resuelto, como si hubiera que empezar nuevamente a levantarlo todo, partiendo de cero. Hay días en que me desespero por no poder detener los días, por desacelerar el reloj para darme un poco más de tiempo y analizar qué me pasa y qué sucede en torno mío; hay otros días, sin embargo, por los que me gustaría pasar como un cometa, como una exhalación, fugaz hacia yo qué sé dónde, sólo adelantar tiempo. Creo que la felicidad debe consistir en ese estado de tranquilidad en que no te aceche ningún miedo, en que notes que, por muy desordenado que parezca todo a tu alrededor, te acompaña una especie de bienestar que te apuntala por dentro; un estado en que encuentres un pacto, una concordancia, entre tu ritmo interior y el paso del tiempo.

Yo he construido mi propio cielo, y cuando se derrumba algo en mi ánimo, cuando percibo que me falta el aire, me acerco a lo que nunca cambia; corro a la tienda de las bolas de cristal con algo dentro y miro al interior que nunca cambia. No es nada y para mí lo es todo. Quizá sea la felicidad. Transformar la nada en todo.

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Comentarios

  • esther garcia llovet

    Por esther garcia llovet, el 25 diciembre 2012

    feliz navidades y felicidades por tener «un cielo propio». espero que en otro relato nos cuentes cómo encontrarlo!

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