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El ridículo de los anónimos

Por bonsauvage, el 3 de noviembre de 2016, en Buensalvaje Opinión Puesta en abismo

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POR ALBERTO OLMOS

Alberto Olmos escribe en su sección Puesta en abismo sobre los comentarios anónimos que buscan emponzoñar el debate literario en internet.

Durante los años que viví en Japón se me hizo evidente que una sociedad tan reprimida en cuanto a usos amorosos como la nipona debía de desahogarse por canales alternativos, y que estos no podían ser otros que los que proporcionaba la industria del porno. Es sabido que en Japón inventan perversiones cada mes, maneras bizarras de enfrentarse a la sexualidad para, de alguna forma, conjurar su tiranía. Fotos de mujeres lamiendo pomos de puertas, por ejemplo; hombres en pañales que se comportan como bebés y se dejan cuidar por una enfermera que los trata, en efecto, como recién nacidos; máquinas expendedoras de ropa interior femenina usada, por citar una más.

La corrección y la diplomacia, la apretura de los sentimientos, siempre genera un submundo salvaje, la cara B de la convivencia.

Así, el mundillo literario español, cuya máxima oficial puede enunciarse como “que todo el mundo hable bien de todo el mundo todo el tiempo”, no podía ser ajeno a esta dinámica, que impone la creación de espacios para el grito, la insolencia, la verdad descarnada y la agresión. Este espacio, en el medio literario, lo ha venido a cubrir el comentario anónimo.

Aunque llevaba unos dos años sin entrar en el blog más solicitado para estas prácticas maledicentes, varias reseñas aparecidas en él (una, de un libro escrito por mí; la otra, de una novela que he editado) acabaron por vencer mi voluntad de apartamiento y me devolvieron al fascinante lodazal de los anónimos.

Leer anónimos, sobre todo si tienen que ver contigo y con tu trabajo, no es agradable, pero conlleva un beneficio casi diríamos que expiatorio. De pronto, te enfrentas a todo aquello que los demás piensan de ti, a lo que dicen en los bares cuando no estás, a la opinión que se manifiesta a tus espaldas. No me extrañaría que hubiera una terapia de choque, un taller de realización personal, en el que los talleristas fueran conminados a decirse a la cara las cosas más feas –eres gorda, eres calvo, hueles mal, nadie te quiere a su lado…– con la intención de someter a cada individuo a una purga emocional, de forma que, después de eso, dejaran de sentir pavor ante el reto de ser aceptados.

Por otro lado, el mundo literario es tan pequeño, y la edad de los lectores de blogs tan previsible (cincuenta años como mucho), que uno sabe, cuando coincide con varios escritores, editores o jóvenes con ambiciones literarias en una presentación o en una fiesta, que, muy probablemente, alguna de las personas a la que acaba de dar la mano hizo ayer un comentario anónimo en su contra.

He notado, o he querido notar, que hay una mirada propia de este encuentro, la mirada de la persona a la que te presentan y cuya mano se junta con la tuya brevemente, para retirarse enseguida con un temblor culposo. Le he dado la mano a alguien que no sabe que le insulto regularmente: he ahí la culpa.

La labor, casi la disciplina, de hablar mal de alguien al amparo de la anonimia, si bien le deja a uno libre de responsabilidades hacia fuera, no libera igualmente hacia dentro; es decir, uno siempre sabe que hizo esos comentarios, que derramó esa bilis. Así, cuando el anónimo reincidente se ve cara a cara con su objeto de escarnio, algo en el fondo de sus ojos –y es lo que yo he visto en un par de ocasiones– le delata, pues el mal que hizo se vuelve en su contra y le incomoda las maneras, que tratan de ser amables y, con ello, ensanchan y evidencian su hipocresía y su falsedad.

También me ha pasado no pocas veces oír de boca de alguien una opinión ácida ­–el ácido en literatura siempre aparece en el bar– que resulta ser, casi palabra por palabra, exactamente igual a la que he leído en el comentario anónimo de un blog. No voy a negar que llevo una lista mental con el nombre y el apellido de todos aquellos escritores o periodistas o jóvenes con ínfulas literarias que me generan sospechas en este sentido, y que trato de evitarlos.

A menudo, en estos entornos festivos donde la gente habla mal de los demás –cosa que no hacen ni en sus artículos, ni en sus cuentas en redes sociales, ni en las charlas o conferencias–, declaro abiertamente que nunca en mi vida he hecho un comentario anónimo (ahora pienso que el motivo de mi santidad quizá sea que ya en mis artículos y en mi página web suelo manifestarme sin tapujos sobre este o aquel libro o autor). La reacción de los otros ante mi afirmación es casi siempre de incredulidad. La gente no ve verosímil que uno vaya con todo el género a la vista.

Finalmente, me llama la atención el giro que dan los comentarios anónimos cuando el blog que los concita reseña según qué libros. De pronto, los anónimos defienden el libro, denigran el blog y se rasgan las vestiduras ante lo que consideran una injusticia palmaria.

Es evidente que los blogs de reseñas literarias destructivas reúnen a todos los frustrados del mundo editorial, frustrados ya porque no consiguieron publicar, ya porque sus libros pasaron desapercibidos. Una bitácora que apalee sistemáticamente a todos aquellos autores que alcanzan alguna notoriedad siempre contará con mucho tráfico. Lo curioso y delirante llega cuando uno de esos anónimos consigue al fin publicar ­–o cuando su novia o su novio o su amigo consiguen al fin publicar–, y cuando esa publicación acumula la relevancia suficiente como para que el mismo blog donde el autor ahora reconocido se dedicaba a aplaudir el vapuleo a otros dedique una reseña a su libro, o al de tu novia, y le endose el desdén habitual. Entonces el tipo que hacía comentarios de matute, y que creía que en ese blog le estaban dando la razón en su cruzada contra los falsos prestigios, al verse a sí mismo –o a su novia– ninguneado y despreciado, entra en pánico, la tierra se le mueve bajo los pies, dispara sin pensar y coloca al submundo de los comentarios anónimos en el lugar que le corresponde: el ridículo.

 

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