Cada palabra cuenta, de Echenoz al Thyssen

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Frente a vacuidades con sabor imperialista -el estilo de cómo Gallardón gobernó Madrid- o vacuidades a secas -tipo Ana Botella-, el aprecio por cultivar cada palabra. Proponemos un paseo por Madrid, de La Fábrica al Museo Thyssen, con la lectura de la última novela de Jean Echenoz. Cuestión de buen gusto.

Una bonita tarde de otoño en Madrid. Paseo del Prado. Un deslumbrante cielo azul (obviemos la contaminación y el ruido), árboles centenarios que nos avisan de que la nueva estación ha llegado para quedarse un tiempo y dar algo de colorido a la ciudad. (Cuánto le debemos a la baronesa Tita que se encadenara a uno de ellos para evitar que el exalcalde Alberto Ruiz Gallardón –siempre me pareció un promotor inmobiliario al que le gusta la ópera- los arrancase de cuajo). Llevo en el bolsillo de la chaqueta 14 (Anagrama), la última novela de Jean Echenoz, dispuesto a leerla en el primer café tranquilo que encuentre.

Antes de llegar a la Glorieta de Carlos V me adentro por la calle Alameda, un nombre hermoso para una calle si no fuera porque ya no hay álamos, apenas unos arbolillos medio moribundos, de esos que tanto le gustan a nuestra alcaldesa Ana Botella. Estamos demasiado acostumbrados a las calles limpias y a los árboles maduros, no seamos quejicas. No hay árboles, vale, pero en 200 metros tengo a mi disposición varias galerías y hasta un museo, el Caixaforum. Como tantas veces, acabo en el café de La Fábrica, con sus grandes ventanales, donde uno tiene la sensación de estar en plena calle y acariciar el otoño con las manos. La Fábrica es uno de los espacios culturales más dinámicos de Madrid, un ejemplo de iniciativa privada en el ámbito de la gestión cultural, lugar de peregrinaje imprescindible para quienes amen la fotografía y las artes. Cuenta con una librería especializada, una sala de exposiciones y edita una prestigiosa revista de creación literaria, Eñe, en un país en el que este tipo de publicaciones de calidad se cuentan con los dedos de las manos. Desde 2009 organiza el Festival Eñe, “la gran fiesta de las letras en español”, donde se dan cita a uno y otro lado del océano escritores, editores, lectores, críticos y amantes de la literatura.

Sentado en la mesa, consumición en mano, alentado por otras lecturas gratificantes de Echenoz, me dispongo a leer las 98 páginas de 14. Leo: “Como el tiempo se prestaba a ello de maravilla y era sábado, día en que su cargo le permitía holgar, Anthime salió a dar una vuelta en bici después de comer”. Y no levanto la cabeza hasta un par de horas después. La tarde ha caído. El resto de los clientes se han marchado. Pero no estoy solo. Aún convivo con el joven Anthime y sus amigos de la Vendée, llamados a filas para luchar en una guerra cuya proclamación se recibió casi con júbilo. Algunos pensaban que el conflicto apenas duraría un par de semanas, unos tiros y el regreso a casa como héroes, la guerra como medio para uncirse de gloria y evadirse de la vida cotidiana. La realidad, como sabemos, fue muy distinta. Nunca nos fiemos de lo que dicen nuestros gobernantes. Cuatro años de trincheras, de pérdidas irreparables, muertes, vacío, ensayo de una guerra aún más sangrienta y genocida que se libraría pocos años después. Pero al margen de las trincheras, en esta novela memorable también hay un lugar para la vida y el amor, para la esperanza. Gracias a un apropiado uso de la elipsis, a la palabra precisa, a la elección exacta de los detalles y las descripciones de sus personajes, Echenoz es capaz de destilar la historia en menos de cien páginas sin caer en la alegoría o el simbolismo. “Me encanta esa idea chejoviana según la cual el arte no debe solucionar los problemas, sino que debe formularlos correctamente”, le cuenta el escritor norteamericano George Saunders a Milo J. Krmpotic en el último número de la revista Qué Leer.  Echenoz sigue este consejo chejoviano al pie de la letra.

Algún crítico ha subrayado que el minimalismo que respira la novela de Echenoz está pasado de moda. No lo creo. Lo que pasará de moda son las malas novelas (minimalistas o no) y los malos críticos (aunque algunos de ellos sean ahora muy conocidos). Como en casi todo, en la literatura el tamaño tampoco importa. Lo que cuentan son las palabras.

Lo sabe bien Guillermo Solana, director artístico del Museo Thyssen-Bornemisza, quien acaba de publicar Comienza #Thyssen140, mi guía esencial del @museothyssen, en la editorial del Museo. Frente a la mala prensa que las redes sociales tienen para algunos escritores, artistas e intelectuales que contemplan la vida desde su torre de marfil, Solana se ha remangado la camisa dispuesto a contaminarse. En once lecciones -una particular historia de la pintura- Solana nos demuestra que frente a la basura o la inanidad que a veces circula en Twitter es posible generar contenidos perdurables, tanto como para armar un libro donde protegerlos del olvido. Presente y pasado, el papel y las nuevas tecnologías unidos frente al elitismo y la amnesia colectiva. De todos los tuits, casi epigramas, me quedo con el que explica uno de mis cuadros favoritos, Mañana de Pascua, de Caspar David Friedrich: “De nuevo un paisaje alegórico. El camino de la vida. La noche y la aurora=muerte y resurrección”.

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