Calderilla

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CUENTOS DE VERANO

ANA ESTEBAN

Lo malo del calor es que la ciudad se llena de piernas. Ya no sabe cuánto hace que no mete la mano bajo una falda; quizá desde aquella vez con esa mujer morena que compraba camisas, de la que ya no recuerda el nombre. Tampoco sabe muy bien qué día es hoy, porque los días ahora son de cemento. Un cemento habitado por el fragor de piernas que pasan, arriba y abajo y en todas direcciones. La calle hierve, está sucia pero tiene un brillo de cosas dispersas en el suelo que le parecen monedas, como si alguien hubiese ido por ahí tirando calderilla. Al menos la cerveza está fría.

—No me lo puedo creer, el mismísimo Luis en persona.

Lo malo de estar tan tranquilo en un banco de la calle es que puedes encontrarte con cualquiera. Con el idiota de Ricardo, por ejemplo. Lo tiene casi encima; extiende la mano con su habitual cortesía y se ve embestido por un abrazo torpe, como si fueran grandes amigos de otra época. Pero solo hace un año y pico que no se ven, porque Ricardo era el idiota que se sentaba frente a él en el departamento de activos del banco.

—Cómo te va la vida, muchacho.

Si hay algo que odia es el timbre de la voz de Ricardo. Pero sobre todo, odia que le llame muchacho.

—Aguantando el calor —dice procurando sonreír.

—Vengo de un desahucio y estoy derretido, ¿te tomas algo ahí enfrente y charlamos?

—Es que estoy esperando a una persona, he quedado aquí.

Naturalmente no ha quedado con nadie, y además ha salido de casa con lo justo en el bolsillo para la lata de cerveza que ha comprado en el chino. Cerveza china; quería tomársela aquí como otras veces, solo y tranquilo. Ricardo se sienta junto a él aflojándose el nudo de la corbata y empieza a contarle lo mal que están las cosas en el banco, lo cabrón que es el jefe, la increíble cantidad de activos que ha entrado en el último año.

—Estamos desbordados. Vamos a crear una inmobiliaria para venderlo todo, porque no tenemos liquidez. Pero por esa mierda de activos nos van a dar calderilla.

Durante un rato interminable Ricardo habla seguido y deprisa, como si no hubiera hablado con nadie en su vida. Luis tiene la sensación de haber retrocedido en el tiempo, aunque ahora le sorprende esa manera de hablar en la que nunca reparó antes y que él mismo también asumía con normalidad: la referencia a los asuntos del banco como si fueran algo propio. Ricardo ha dejado de hablar y le está mirando de refilón. Se está fijando, sin apenas volver la cabeza, en su barba de dos días, en sus chanclas y su pantalón corto, en su vieja camiseta con el dibujo descolorido en tonos azules: un delfín que sonríe.

—Bueno, y tú que haces ahora —pregunta.

—Estoy esperando a alguien, ya te lo he dicho.

Puede que haya sido brusco, pero no tiene ganas de hablar. Ricardo saca un paquete de tabaco y le ofrece. Los dos fuman y observan la calle con indolencia, entrecerrando los ojos para mitigar la intensa reverberación del asfalto. Es un espejismo moteado de papeles y colillas, agitado por algún breve remolino de polvo que se desinfla un poco más allá.

—Nunca hubiese pensado que te despedirían también a ti—dice Ricardo.

—Da igual, hace ya más de un año. Y de todas formas, era un trabajo de mierda.

Enseguida se da cuenta de que no tenía que haber dicho eso, porque Ricardo sigue trabajando en el banco.

—Quiero decir que ya estaba cansado, seis años haciendo lo mismo —añade.

—No hace falta que lo arregles —dice Ricardo.

Está como encorvado, con los codos apoyados en las rodillas, y se mira las manos como si hubiera perdido algo que llevara en ellas. Luis le ofrece su cerveza china. Ricardo duda un momento y luego coge la lata y pega un trago. Al fondo de la calle, como todos los días a esta hora, se forma un pequeño revuelo de pancartas y pitos ante una sucursal. Los dos miran en esa dirección. Unos policías hablan con los manifestantes, apenas diez personas con apariencia de tener más de sesenta años.

—La ciudad está como siempre; no se ha ido ni dios de vacaciones —dice Ricardo—. No me extraña. A nosotros nos han vuelto a bajar el sueldo.

Luis ve pasar la temperatura destellando en verde sobre la puerta de la farmacia, cruzando el panel de derecha a izquierda. Sin ninguna razón, le asalta la imagen del edificio donde vivió de niño: un bloque de ladrillo visto coronado por el luminoso gigante de una caja de ahorros. Junto al nombre de la entidad había una hucha donde iban entrando monedas que resbalaban por las guías metálicas hasta su boca. A él le fascinaba que no se detuvieran nunca; cuando una desaparecía por la ranura ya brillaba otra en lo alto emprendiendo el descenso. Pasó media infancia tratando de averiguar si la moneda era la misma, que mediante algún truco subía corriendo por detrás y aparecía otra vez encendida, como si fuera nueva, lista para ser devorada. También le parecía imposible que esa hucha pudiera guardarlas todas y estaba seguro de que las escondía en otra parte, aunque nunca fue capaz de adivinar dónde.

—Tengo que volver al banco, me alegro de verte tan bien —dice Ricardo levantándose y poniéndose la chaqueta.

Antes de irse le ha dedicado otro de sus aparatosos abrazos. Él no se ha molestado en levantarse. Hace tanto calor que tras la franja de sombra que ocupa todo se disuelve, aplastado por el sol. Se le ha terminado la cerveza, pero aún se queda un rato contemplando la calle.

Ana Esteban es autora de las novelas Es solo lluvia (Ed. Debate) y La luz bajo el polvo (Ediciones del Viento). Este relato forma parte del volumen Peces de charco, de próxima aparición.Imparte talleres literarios en Madrid, colabora en El País y otras publicaciones. Ha estadop presente en El Asoombrario & Co en los artículos Autores noveles en la trinchera y Con buenas historias serás una de ellas.

 

Puedes leer las anteriores entregas aquí:

‘La Caja de Urías’ De Alberto Chimal

‘Explicación no pedida’ de Ovidio Ríos 

‘Palabras y sonrisas’ de Andrés Barrero 

‘El recado’ de Raquel Castro 

‘La puerta blindada’ de Rafa Ruiz

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Comentarios

  • Esther García Llovet

    Por Esther García Llovet, el 10 agosto 2013

    enhorabuena ana. no te pares nunca.

    • Ana Esteban

      Por Ana Esteban, el 12 agosto 2013

      Gracias Esther, ¡en el camino nos vemos!

  • Brus

    Por Brus, el 12 agosto 2013

    Mola!
    Un hombre, un banco…
    Enhorabuena!

    • Ana Esteban

      Por Ana Esteban, el 12 agosto 2013

      Mil gracias por el impactante comentario, Brus.
      Le mando a usted un saludo afectuoso.

  • anasofia gonzález

    Por anasofia gonzález, el 12 agosto 2013

    Lo malo del calor es………
    La tristeza que se respira es tan densa que es mucho peor que el calor.
    Es el guión de un corto perfecto.
    También recuerdo esa hucha mágica!!!!.
    Me gusta mucho. Espero leerte mucho más.

    • Ana Esteban

      Por Ana Esteban, el 12 agosto 2013

      Gracias, Anasofia.
      Creo que esa hucha marcó la infancia de muchos de nosotros, y lamentablemente es la metáfora de nuestro presente.
      Espero darte muchas más palabras, pronto.
      Un abrazo!

      • Manuel Concepción

        Por Manuel Concepción, el 13 agosto 2013

        Me ha gustado, Profe.
        Sucede que muchas de esas monedas que entraron en la hucha de la infancia fueron a parar a las preferentes que nos colocó Ricardo hace tres años. Solidario con Luis, terminé de leer el relato sin camisa, por el calor y porque la tengo que entregar al banco. Es lo que me queda.

  • Laldabón

    Por Laldabón, el 13 agosto 2013

    Qué ganas de leer ese nuevo libro!
    Y sí, yo también me acuerdo de la hucha…
    Felicidades!

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