Sí, lo confieso, yo también me he apuntado al ‘coworking’

Ilustración Liliana Peligro.

Ilustración Liliana Peligro.

Ilustración Liliana Peligro.

Ilustración Liliana Peligro.

Hacía tiempo que el autor de ‘Solo ante el peligro’ no se sometía a un reto de supervivencia de tal calibre. Sí, le estaba cogiendo manía a su casa y ha decidido apuntarse a un ‘coworking’, uno de esos lugares surgidos hace ya algunos años, al calor de la tremebunda crisis económica, en el que los autónomos de corazón solitario, los ‘emprendedores’, se juntan para compartir el alquiler, obligarse a dejar el pijama en casa, mejorar su productividad, interaccionar con otros seres humanos y convocar, más que a las musas, a las benditas sinergias.

Yo me he pasado semanas enteras en pijama, sin salir de casa, viendo la vida pasar a través del ventanal. Yo he entrevistado a altos funcionarios de la Administración Pública en calzoncillos, por teléfono. He escrito con una mano artículos merecedores de un premio Pulitzer mientras con la otra revolvía el chup chup de las lentejas. Cada mañana llegaba desde la cama a mi puesto de trabajo en apenas cuatro segundos: trabajaba en la mesa del comedor. Soy trabajador autónomo, soy freelance, y durante ocho años trabajé en mi propia casa.

Trabajar en casa llegó a dárseme muy bien, hasta me compré un iPad que me cambió la vida porque con él ya podía redactar tumbado en la cama o el sofá. La gente me preguntaba: «¿cómo puedes hacerlo, todo el día en casa, sin separar vida profesional y la personal?». Y yo les respondía con gracejo y garbo: «trabajar en casa, no tener que coger el metro para ir a la oficina, ni que caminar al aire libre en días de ventisca, no tener que madrugar ni aguantar a compañeros cafres, trabajar en casa, ¡qué delicia!». Quizás el único hándicap era que al caer la noche me veía automáticamente impulsado a pisar la calle y, por lo tanto, darme a la bebida.

Pero las cosas, por razones que aún desconozco, se empezaron a torcer hace unos meses. De pronto me costaba mucho ponerme al laboro, procrastinaba de la hostia, y esto me causaba mucha frustración y ansiedad. Aumentó mi consumo de benzodiacepinas, y llegué a coger cierto asco a mi casa, que de paraíso doméstico donde llevaba una vida entre algodones, libando el néctar y ambrosía de los dioses, pasó a ser una jaula de oro y de cristal, una cárcel. Había días en que salía a pasear o a tomar algo y que tenía miedo a regresar a mi propio hogar para no enfrentarme a todas aquellas mierdas mentales que revoloteaban en el ambiente. Tenía que hacer algo, qué pereza.

Lo primero que hice (atención, publicidad) fue escribir el libro de poemas Pertinaz freelance, que ganó un premio y fue publicado por Visor recientemente: en él relato con soltura y buen ritmo algunas de la cuitas que viven los trabajadores adscritos al Régimen Especial de los Trabajadores Autónomos (RETA). Pero el arte no fue suficiente para sublimar mis neuras, así que decidí echarme a currar a la calle, como Cortázar, que escribió Rayuela en terrazas parisinas de café. Aquí y ahora lo que se estila son bares con wifi potente, mesa de madera avejentada, bombilla vintage, algunos de los cuales no se diferencian casi en nada de una oficina. Hay toda una generación, cada vez menos joven, de autónomos españoles que se dispersan por las cafeterías con mejor conexión a Internet del centro de las ciudades, quizás ustedes no hayan reparado en ellos, son los que pierden su vida a través de la pantalla del MacBook mientras el resto alterna, toma vino y grandes trozos de tarta. Yo fui uno de ellos, un currante de bar y biblioteca pública, pero como no había nada que me obligara a ir a estos lugares, ni el pago del alquiler ni ningún vínculo social, acababa procrastinando también en este sentido y no saliendo a currar fuera, otra vez tirado en la cama atenazado por el miedo. Necesitaba tomar ipso facto la medida más temida y radikal: me apuntaría a un coworking, aún a riesgo de pillar la legionela o hacer nuevos amigos.

Los coworking, ya lo saben ustedes, son unos lugares surgidos hace ya algunos años, al calor de la tremebunda crisis económica, en el que los autónomos de corazón solitario se juntaban para compartir el alquiler, obligarse a dejar el pijama en casa, mejorar su productividad e interaccionar con otros seres humanos. A día de hoy, los hay de toda raza y condición. Algunos han crecido de la hostia y dan verdadera grimilla: se dan cursos de marketing, de liderazgo, de mindfulness, como convertidos en unos pequeños Silicon Valley, todo muy neoliberal, todo muy Ideología californiana, todo muy ambicioso y empresarial, tú-puedes-hacerte-rico, fracasa-más-fracasa-mejor. Más que currantes solitarios, bucaneros del mercado laboral, hay pequeñas empresas con su logotipo y todo. Son caros.

Yo encontré uno que se parece más al espíritu original del coworking: somos casi todos trabajadores individuales y casi todos relacionados con el mundo creativo y alrededores. Hasta se dan clases de teatro y cosas de esas (a veces se oye a los actores aullando al otro lado de la pared). A mí pagar los ciento y pico euros de este sitio me viene muy bien, porque aunque no vaya demasiadas horas al día, sé que tengo al menos un sitio adonde ir y, al dejar el ordenador en la oficina, he desvinculado casi totalmente mi hogar de mi curro y duermo más tranquilo. Ya no me agobia la idea de estar en mi propia casa, que tenía telita.

Elegí una mesa compartida donde mayormente estamos los periodistas, de varias nacionalidades, así que podemos quejarnos de las mierdas propias de este oficio, tan a gusto y en varios idiomas. Cuando voy al coworking a escribir experimento tal grado de concentración que acabo en una hora lo que en casa me llevaría dos o más debido a las continuas visitas al sofá, la guitarra, la cama, el baño, el cigarrele, la loncha de pavo ocasional, el balcón o la nevera (es por eso que paso poco tiempo en el coworking). También, en el lado malo, he observado que el día en general se hace bastante más corto y que me cuesta ir al gimnasio o a otros asuntos misteriosos con la regularidad anterior. Ambas ideas son casi contradictorias, pero así de paradójica es la vida del coworker nacional.

Como soy nuevo, lo que más me gusta es adivinar a qué se dedica el resto del personal, basándome únicamente en sus conversaciones telefónicas. A algunos ya los tengo pillados muy fácilmente. Otros no, porque hablan en holandés o alemán. Andaba yo preocupado por uno que hablaba todo el rato de operaciones policiales, terroristas y narcotráfico, hasta que descubrí que no era agente secreto autónomo, sino un animador preparando una serie de dibujos animados. Mi vida ganó en seguridad, pero perdió en emoción.

Si hay una palabra mágica en el mundo del coworking, es la palabra sinergia. Porque se supone que en estos lugares los profesionales liberales se rozan y de ese mágico roce salen fuegos artificiales y nuevos proyectos y colaboraciones. Ya llevaba yo varios días sentado en el coworking esperando que apareciera la famosa sinergia, mirando a un lado y al otro, y no había manera, la sinergia no aparecía. Hasta que el otro día una compañera de nuestra mesa de madera me contó una historia que me sirvió para escribir un simpático artículo. Pum, ahí estaba mi ansiada sinergia, por fin. Esto funciona, tí@s.

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