El Club de los curas malos

El club de los curas malos

Fotograma de 'El club' de

Fotograma de ‘El club’, de Pablo Larraín.

La sección Horizontes Latinos del Festival Internacional de Cine de San Sebastián ha abierto con ‘El Club’, del chileno Pablo Larraín. Una inquietante historia de purgatorios en la tierra para tropelías cometidas por ‘sirvientes’ de los cielos.

‘El Club’ (Pablo Larraín, Chile, 98 min).

“Hace cinco o seis años vi una foto en la que se veía una casa de una congregación religiosa en Alemania, muy linda, en un paisaje idílico rodeado de vacas. Pues bien, la información decía que en esa casa vivía un cura conocido en Chile por incontables abusos a menores”. El cine latinoamericano no está viviendo un excepcional momento creativo, como simplifican los medios cada vez que un filme proveniente de esta zona obtiene un premio de relevancia. Solamente hay grandes cineastas de talento contrastado. Casos puntuales en países concretos, como siempre ocurre. Para quien suscribe, el chileno Pablo Larraín es el número uno. De él son las palabras que abren esta reseña.

La 63 edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián ha hecho bien en inaugurar su sección Horizontes Latinos con su último filme, El Club, que ya había obtenido en el pasado festival de Berlín el Gran Premio del Jurado. La película se estrena en España el próximo 9 de octubre. Hay que reprochar a la organización del festival que no organice pases de prensa para las películas de esta sección.

En el alejado pueblo costero chileno de La Boca, el club que nos presenta el filme de Pablo Larraín está formado por un grupo de curas que purgan delitos de su pasado recluidos en una casa de paredes amarillas: pedofilia, desaparecidos, robo de niños, maltrato infantil… Con ellos, una monja con mentón clavado al de la actriz Juliette Binoche que les organiza la casa y les ayuda en las carreras de perros con Rayo, un galgo al que entrenan para apuestas. Una tragedia hace que la Iglesia envíe a un cura a investigar con la misión, no declarada, de cerrar la casa. Esa es la intención, otra cosa es que lo haga cuando conozca a Sandokán, un hombre desquiciado por los brutales abusos sexuales que sufrió de niño.

El filme tiene ratos de comedia negra y hace reír al público, pero lo que cuenta es tan terrible que congela la sonrisa. El espectador se debate entre reír, compadecer e indignarse. Larraín, director de la multipremiada Tony Manero (2008) y de No (2012), nominada al Oscar de Hollywood, vuelve a situarse, como en la primera de las películas mencionadas, a la menor distancia posible de los personajes para retratar un realidad sórdida e insoportable. El reparto es impecable. Destacan Roberto Farías, en el papel de Sandokán; Antonia Zegers, como la hermana Mónica; y Alfredo Castro, como el padre Vidal. El filme atrapa desde la imprevisible detonación inicial y va ampliando el interés durante todo el metraje.

Pablo Larraín (Santiago de Chile, 1976) también proyecta El Club estos días en el Festival Internacional de Cine de Toronto (TIFF), de los más importantes del mundo con Cannes. Pero él prefiere estar en Donostia. Y al final de la película compareció en la sala K2 del Kursaal con el distribuidor Enrique González Kuhn (Caramel). Lo que sigue son extractos de sus palabras en el coloquio con el público tras el pase: «Fui educado católico y eso también explica esta película. He conocido curas buenos y otros que, cuando me confesaba, sentía el olor de su perfume de duty-free muy cerca. Lamentablemente, para la Iglesia católica, el cine de curas que hoy se filma es casi siempre cine de género policíaco. Y fíjense que en mi película, la decisión que se toma al final lo que intenta es evitar que el caso trascienda en la prensa, el miedo principal de la Iglesia sigue siendo que los casos se aireen ante la opinión pública. La película se filmó con lentes que permitían tener a los actores muy cerca de la cámara, a unos 90 centímetros. No quise mostrar abusos de forma explícita en la película, considero que es más violento ver el resultado. Eso hace, también, que el espectador genere en su mente una imagen más perversa y, en esa medida, más perfecta. No sé si el cine refleja o no la sociedad, pero yo no puedo estar ausente de lo que ocurre fuera; una película es siempre un acto político.”

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