El Premio Nadal, una crónica diferente en primera persona

Los escritores José C. Vales y Andreu Carranza, ganadores de los premios Nadal y Pla respectivamente. Foto:

Los escritores José C. Vales y  Andreu Carranza, ganadores de los premios Nadal y Pla respectivamente. Foto:

Los escritores José C. Vales y Andreu Carranza, ganadores de los premios Nadal y Pla, respectivamente. Foto: © Xavier Torres-Bacchetta.

Este año fue diferente a los demás, este año no tuve que esperar a la mañana del 7 de enero para saber a través de la prensa –consultada con una premura obsesiva- quién había sido el ganador del Premio Nadal. Este año fue diferente porque hoy, por vez primera, “yo estaba allí», en el Palace, mirando en directo cómo José C. Vales recogía entre nervios el Nadal por su novela ‘Cabaret Biarritz’.

El taxi me dejó frente al Hotel Palace, cuando todavía faltaban diez minutos para las nueve de la noche; frente a mí, un gran número de periodistas, con micrófonos y cámaras, dirigían sus focos y su atención hacia la entrada del hotel expectantes ante la llegada, todavía no numerosa, de los invitados. Tambaleante a causa de unos zapatos nuevos que preanunciaban una más que aguda incomodidad a lo largo de la noche, la sola idea de pasar frente a todas aquellas cámaras, todavía apagadas –aunque esto sólo lo sabría después, al encontrarme frente a ellas-, me aterraba; un último vistazo y la comprobación de que no había otra, aquella era la entrada: con paso inseguro e inestable equilibrio –los tacones siguen siendo mi asignatura pendiente- y con bastantes nervios, crucé la breve alfombra que trazaba el camino a seguir.

Nada más entrar en el hotel, la fastuosidad me deslumbró. Recogí el sobre de la invitación, sobre el cual estaba indicado el número de la mesa “D-38, donde está la prensa”, me dijo la joven de la entrada. “Es la primera vez que vengo”, le confesé, en un intento de disimular mi mirada algo perdida. “No te preocupes”, se rio, “también es mi primer Nadal”. Un suspiro de alivio y entré en la sala principal, donde de inmediato un amable camarero me ofreció una copa de cava. Recorrí el salón; como una flâneuse, caminaba entre una multitud de rostros desconocidos, tan sólo conseguía identificar a algunos, ponerles incluso nombre. De pie, los invitados dialogaban entre sí, muchos se reencontraban después de un tiempo. “No nos hemos vuelto a ver desde el pasado Nadal”, comentaba una elegante y emperifollada señora a otra, se felicitaban por el nuevo año y pronosticaban el resultado de las votaciones.

Por mi inestabilidad al caminar, decidí detenerme, apoyarme en un macizo mueble de madera, en el que podía, además, apoyar mi copa y, desde mi invisibilidad, observar el continuo trajín de invitados: Lorenzo Silva, Andrés Trapiello, Care Santos, Clara Sánchez… cruzaron la puerta de acceso al salón pocos minutos después que yo. Tras ellos, más escritores, algunos más reconocidos por sus obras, otros por sus rostros, profesionales del mundo editorial, algún profesor universitario cuyo reconocimiento no siempre tiene que ver con las aulas, representantes de instituciones culturales, periodistas que no acudían como prensa, pero ningún político, a pesar de que se había anunciado su presencia. Como descubrí la mañana siguiente, repasando las imágenes publicadas del acto, sin duda en un gesto más de transparencia y visibilidad, el President, junto al alcalde y algún conseller, habían entrado, raudos y ocultos, directamente al salón principal que abandonaron con la misma discreción –si así podemos definirla- con la que entraron.

En un intento de mostrar dominio de la situación –permanecer quieta y sola durante largo tiempo en un mismo sitio hubiera desvelado mi más completa y real desubicación-, cogí mi copa y me alejé unos metros hasta situarme en la estrecha esquina que se formaba entre un sofá y la mesa colocada en su respaldo. Allí, escondida en parte tras una lámpara contra la que no dejaba de darme golpes cada vez que realizaba el más mínimo movimiento, descubrí el valor de la invisibilidad: contemplaba aquel baile de relaciones sociales, tratando de distinguir los abrazos de amistad de los de compromiso, observando cómo en el arte del saludar hay jerarquías, hay saludos que pueden esperar, otros que obligan a la premura. La gente entraba y se dirigía hacia el fondo, allí era donde se cocía todo, cerca de la puerta apenas se detenía nadie; un camarero que recorría con su bandeja una y otra vez la inmensidad del salón no se olvidaba nunca de pasar por mi lado: “tome, señorita, tome algo”, me decía mientras yo acompañaba mi ya solitaria segunda copa de cava con patatas y almendras.

Debían de ser las nueve y treinta cuando entró Ignacio Vidal-Folch; lo había entrevistado hacía apenas un mes y nos habíamos vuelto a encontrar en una lectura pública de su última novela. “¿Cómo estás?”, me dijo nada más verme. “Un poco descolocada”, confesé. “Es la primera vez que vengo”. “Pues entonces recolócate”, y me presentó a un grupo de amigos, todos ellos profesionales de la edición: Círculo de Lectores, Tusquets, Roca editorial… Cuando ya faltaban pocos minutos para las diez, hora en la que debía comenzar la cena, un brazo me saludó desde la entrada: era Llucia Ramis; junto a ella estaba Álvaro Colomer y algunos otros periodistas. Había hablado con ellos horas antes para asegurarme su presencia en el acto. “Por fin os encuentro”, les dije al acercarme. Todos ellos acudían invitados. “Hoy no venimos como prensa”, me comentaron. “Aunque donde mejor se pasa es en las mesas de la prensa, hay menos formalidad”. Las copas de cava dejaron de servirse. “La hora de la cena se acerca”. En las bandejas de los camareros apenas quedaban ya patatas y almendras. “Ya no es como antes, cuando servían verdaderos aperitivos”, comentó alguien detrás de mí. “Ahora siéntete satisfecho con unas patatas y unas almendras; puede que con suerte te caiga alguna aceituna”.

Asentí con la cabeza, ignorante de la copiosidad alimentaria de años anteriores, pero silenciosamente consciente de que en mi soledad había devorado las patatas que ritualmente el amable camarero me acercaba cada vez que pasaba por mi lado. Anunciaron por micrófono que debíamos dirigirnos hacia nuestras mesas. Mientras nos íbamos a tomar asiento, alguien comentó que ya se sabía el nombre del ganador: “Es un autor, pero, espera, no recuerdo el nombre”, comentó alguien. “Sí, hombre, es aquel que hace algunos años publicó El pensionado de Neuwelke”. El título de la novela fue lo último que escuché antes de separarme de mis interlocutores; ellos iban a la sala principal, mientras yo dirigía mis pasos hacia la sala de prensa.

Nada más entrar en el comedor destinado a la prensa reconocí a una compañera periodista. “Me dicen que ha ganado el autor de El pensionado de Neuwelke”, le dije nada más verla. “No sé el título de su anterior novela, pero sí te puedo decir que se trata de José C. Vales”. No me lo podía creer. “Es traductor”. “¿Lo conoces?”, me preguntó ella ante mi entusiasta exclamación. “Sí, ha traducido distintos títulos para la editorial Impedimenta”. Además, recordé a posteriori, de ser el responsable de la traducción de Cuentos de Navidad o de Orgullo y Prejuicio. “Es”, añadí, “el marido de una amiga, por eso también lo conozco”. Ya en mi mesa, la número 38, busqué el móvil de mi amiga, quería felicitarla, pero sabía que todavía era demasiado pronto, oficialmente no se sabía nada; en el año del impostor, allí en aquella sala de prensa estábamos más de uno. En mi mesa, a mi izquierda, dos veteranos periodistas, una pareja de periodistas, él fotógrafo y ella redactora, y otro periodista al que perdí de vista nada más terminar la cena. A mi izquierda se sentó Bernat Puigtobella, editor de la web cultural Núvol. “Perdona”, me dijo Bernat mientras preparaba en su portátil la crónica. “No sé si he cogido el pan que te correspondía”, “Pues no lo sé”, confesé, mirando a mi izquierda, donde los dos panecillos seguían intactos. Así, hablando de pan y de su colocación en la mesa, se rompió el hielo. “Ya se sabe el ganador, ahora sólo basta saber con qué nombre ha presentado la obra”. Desde que supe que se trataba de José C. Vales no tenía duda: “Es Gavroche”, les anuncié con una seguridad teñida de algo de soberbia, «porque ¿quién sino un filólogo especializado en estética romántica podía haber elegido esconderse tras el personaje de Victor Hugo?”.

Los camareros no tardaron en entrar, en fila, perfectamente ordenados, ejecutando un baile perfectamente sincronizado. Mientras en las otras mesas los ordenadores de los compañeros estaban en pleno rendimiento, mi móvil no dejaba de recibir notificaciones de Twitter, que yo alimentaba con continuos comentarios, y los whatsapp de un buen amigo que se había convertido en mi acompañante virtual y a quien iba relatando la velada, las votaciones, en las que todos fingíamos los nervios por saber el ganador, y mis percepciones. En más de una ocasión estuve tentada de decirle el nombre del ganador, pero la profesionalidad exige silencio y discreción, así que, a pesar de todo, dejé que se acostara –“tengo que madrugar mañana”, se justificó- con la duda.

A las once llegó la votación del Premio Josep Pla. En una pantalla de plasma, al más puro estilo presidencial, vimos recoger el premio a Andreu Carranza, quien había presentado El poeta del poble, una ficción en torno a la figura del poeta catalán Jacint Verdaguer. Flanqueado por el jurado y por José María Lassalle, venido de Madrid en representación de ese ministerio hipócritamente llamado de Cultura, agradeció el premio y comentó la importancia que la poesía de Verdaguer había tenido en él: “Mis antepasados son de la Tierra Alta y mi abuela me recitaba Verdaguer de memoria”. Escribir aquella novela fue para Carranza volver a escuchar los versos con los que “sintió la poesía por primera vez”. Entre aplausos bajó del escenario y nosotros, en la mesa, volvimos a nuestros quehaceres: comer el postre de chocolate que acababan de servirnos. Convenía terminarlo puntualmente, en veinte minutos se haría público el nombre del ganador del Nadal y no hubiera sido estético recibirlo entre aplausos y con la boca llena. A las once y media y con los platos de postre ya fuera de nuestro alcance, Lídia Heredia, presentadora de la ceremonia, anunció el nombre del ganador; mis pronósticos se habían cumplido, Gavroche se había hecho con el Premio Nadal y José C. Vales subía nervioso a recoger el premio.

“Me dijeron que no tenía que ponerme nervioso, pero es imposible”, dijo con voz temblorosa frente al micrófono; agradeció el galardón y lo dedicó a su mujer, Belén Bermejo, a quien imaginé, más emocionada todavía, sentada alrededor de una de las mesas de la sala principal. Me apresuré a escribirle un mensaje: “Felicidades por lo que te toca, ¿estás en la sala?”. Tardó en contestar, su móvil debía ser un hervidero. Mientras esperaba, los camareros habían colocado en cada mesa un gran roscón de Reyes, sobre el cual casi todos se abalanzaron con más o menos entusiasmo. “Es lo mejor de la noche”, me dijo uno de mis vecinos de mesa; cogí un trozo, pero tras el primer mordisco llegó la respuesta de Belén. Como esperaba, estaba en la sala principal. Abandoné, con poca elegancia la mesa y mi trozo de roscón para dirigirme hacia aquella sala; en los pasillos había bastante gente, la cena había terminado y todos parecían ansiosos por abandonar los cosificantes asientos. “¿A quién busca?”, me preguntó con amable escrutinio una de las azafatas, al verme introducir mi cabeza en la sala de autoridades. Belén me vio enseguida y se acercó, tenía vía libre. No había tiempo para largas conversaciones, pero no era necesario detenerse demasiado para ver la alegría que desprendía su mirada. “Nos vemos luego, una vez termine la rueda de prensa”, le dije. Al regresar a mi mesa, la mayoría ya había marchado. “Voy a buscar el metro”, me dijo el único de mis compañeros de mesa que todavía permanecía ahí; con prisa se marchó, tenía quince minutos para llegar a la estación, a las doce terminaba el servicio. Mientras me dirigía hacia la sala donde se celebraría la rueda de prensa, me encontré con Álvaro Colomer. “Voy a fumar, ¿te vienes?”.

Allí estábamos los dos, frente a la puerta giratoria, dos valientes a quienes el placer y el vicio de fumar les hacía olvidar el frío de la noche. O al menos así quería pensar yo, medio escondida, una vez más, en una esquina, confiando ingenuamente en hallar allí mayor calor. “Recuerda pedir el ticket de la copa”, me dijo Álvaro. “No te olvides; después de la rueda de prensa todos vamos al piso de abajo a por unas copas y la primera es gratis”. Fui sola a la rueda de prensa, Álvaro y otro compañero se dirigieron directamente al bar; yo traté de guardar las apariencias. Éramos pocos y las ganas de terminar eran más que patentes, al menos en la mayoría; solamente Antoni Pladevall, portavoz del jurado del Premio Josep Pla, se mostraba inusitadamente entusiasmado al hablar de los méritos de la obra ganadora y al recordar, con una elocuencia que tuvo que ser interrumpida, la figura de Verdaguer. Los nervios y la contención definieron la intervención de José C. Vales, cuya concisión, así como la de Lorenzo Silva, portavoz del Premio Nadal, fue más que agradecida. A los 20 minutos, la sala de prensa ya se había vaciado, todos nos habíamos abandonado a la ociosidad de las copas y la formalidad que había presidido el aperitivo y la cena habían derivado en una relajación de formas y actitudes; como dice un amigo mío, “frente a la muerte y frente a las copas somos todos iguales”.

El tiempo de la relajación, impregnado de alcohol de madrugada, trae consigo la sinceridad y algo de descaro. “Mañana a las diez comienzan las entrevistas”, comentaba un periodista que no terminaba de irse. “Ella ya se ha ido”, comentó otro refiriéndose a una compañera de prensa, “quiere repasar algunos versos de Verdaguer para la entrevista de mañana”. “Pues como se dedique a releer la Atlántida…”. Era imposible esconderlo; marcaban casi las dos de la mañana y el mossen no podía sino despertar en nosotros un profundo sentimiento de tedio. No eran tiempos para la lírica. “Reescribiré las preguntas que le hice la anterior vez, así disimularé”, comentó otro compañero, apoyado en la barra. Yo bebía mi gin-tonic con la más absoluta tranquilidad; ya habrá tiempo para transcribir toda esta experiencia, para recordar y, sin duda, reinventar algunas de las anécdotas, pues si les soy sincera ya no recuerdo exactamente con quién hablé y a quién salude en el oscuro bar del piso de abajo. “¿Tú no llevabas gafas?”, me dijo Jordi Nopca. “Hombre, felicidades por el premio Documenta”, le respondí inapropiadamente, aunque luego tuve que confesar mi coquetería: “Las llevo normalmente, pero nunca cuando salgo”.

Y, en efecto, entre la baja tonalidad de las luces y mi creciente astigmatismo, al que hace poco se había añadido en solidaridad la miopía, yo no veía absolutamente nada; confundía los rostros de tal manera que terminé presentándome por segunda vez a una misma persona, cuya educación y amabilidad le hicieron retener todo comentario. Me gustaría darles nombres, decirles quién había allí, pero cuando a una le presentan un número ingente de rostros, que además no consigue distinguir con claridad, todo intento de recordar resulta banal. Eran periodistas la mayoría de ellos, y es que, levantadas las mesas y desarticulado el orden, los autores se reunieron en torno a las mesas del bar y los periodistas ocuparon su lugar cerca de la barra. Los editores, una vez más, ejercían de puente relacional, iban de un lado a otro, tratando de unificar un mundo literario que, por mucho que lo neguemos, sigue marcado por la parcelación. La noche iba para largo, estuve un buen rato hablando con Jordi Nopca, con Álvaro Colomer y con Matías Néspolo a quien conozco y con quién me he cruzado en más de una ocasión a pesar de que nunca nos hayan presentado; “¿sabrá quién soy yo?”, me preguntaba, mientras proseguía la conversación del grupo allí reunido. Me fui con la duda, con esta y con la de si me había despedido de todos. Al fin y al cabo, esta es la fortuna de astigmáticos sin gafas, siempre pueden aducir falta de visión.

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