El robo de ‘La Gioconda’, o el millonario arte de jugar con la noticia

Portada de Le Petit Parisien que informa del robo de La Gioconda.

Portada de Le Petit Parisien que informa del robo de La Gioconda.

Portada de Le Petit Parisien que informa del robo de La Gioconda.

Esta es la historia de un carpintero, un estafador, un falsificador, seis millonarios, un anticuario y un periodista. Y de la pintura más famosa de la Historia. Un 25 de junio, del año 1932, se conocía la verdad sobre el intrigante robo de ‘La Gioconda’ en el Museo del Louvre, que constataba hasta qué punto la información es poder… Y dinero.

Por ADOLFO MORENO

Vincenzo Peruggia estaba a punto de cumplir 30 años; se había marchado a buscarse la vida a París, donde trabajaba como carpintero para una empresa que el museo del Louvre había contratado con el objetivo de mejorar la seguridad de sus obras tras algunos escándalos. El argentino Eduardo Valfierno había cumplido ya los 60; también llevaba un tiempo en la capital francesa.

Valfierno jugó con la ignorancia que en demasiados casos acompaña al patriotismo, convenciendo al carpintero italiano de que podría erigirse en el nuevo héroe nacional si lograba que la obra artística más famosa del mundo, pintada por un italiano y, según creía, expoliada por Napoleón, pasase a manos del Estado italiano. Peruggia desconocía cómo fueron los últimos años de la vida del genio renacentista: en 1515 había iniciado su reinado en Francia Francisco I, con apenas 20 años. El nuevo rey invitó a Leonardo a pasar los últimos años de su vida en el hogar en el que el monarca había vivido su niñez, el castillo de Clos-Lucé. Así, Francisco I se rodeó de alguien que le fascinó y a quien veía como un padre, y Leonardo tuvo en uno de los dirigentes más poderosos de Europa a su protector y mecenas. Como Leonardo no dejó de retocar La Gioconda hasta el fin de sus días, la obra seguía con él cuando falleció en el castillo de Clos-Lucé en 1519. El rey adquirió la obra de su admirado pintor para el Estado francés, a quien pertenece desde hace casi cinco siglos.

El domingo 20 de agosto de 1911, Peruggia se escondió en un recoveco del Louvre al terminar su jornada laboral, sabiendo que al día siguiente el museo permanecía cerrado al público. En la mañana del lunes descolgó el cuadro de la pared y guardó el óleo sobre tabla de álamo de 77×53 centímetros bajo su indumentaria blanca de trabajador del museo. Un bonjour al guardia de seguridad que estaba en la puerta, y a las ocho de la mañana ya estaba en la habitación de la modesta pensión parisina donde vivía con la obra de arte más conocida del mundo. La guardó en el doble fondo de un baúl que escondió bajo la cama. En esa oscuridad y sin ningún tipo de cuidado especial sonreiría la dama pintada por Leonardo durante los dos siguientes años: Peruggia no tuvo ninguna noticia de Valfierno.

¿Dónde está ‘La Gioconda’?

El lunes 21 de agosto, el Louvre permaneció cerrado al público -si bien había trabajadores dentro por diversas obras de acondicionamiento-, y no fue hasta el martes cuando el pintor Louis Beroud, que estaba trabajando con la obra, preguntó al guardia de seguridad sobre su paradero. Éste supuso que estaría siendo objeto de los trabajos de fotografía que había empezado a realizar el Louvre. Pero no. El martes 22 de agosto la noticia ya recorría el mundo, Francia había puesto a centenares de policías a vigilar sus fronteras y se empezaba a interrogar a todos los trabajadores del Louvre, incluido Peruggia. La policía gala acusó al museo de sus malas medidas de seguridad, y éste hizo lo propio con aquélla porque pasaban las semanas y no había ningún sospechoso. Uno de los que sí fueron detenidos, aunque puesto en libertad posteriormente, fue Pablo Picasso. El malagueño, que aún no era el gran referente que sería posteriormente, era sospechoso para la policía porque tuvo en su poder en 1906 dos estatuillas similares a La Dama de Elche que el secretario de su amigo el poeta Apollinaire había robado del Louvre. Picasso, que estaba en su etapa conocida como “primitivismo ibérico”, aseguraría que no sabía que eran robadas; no tuvo consecuencias ni en uno ni en otro caso.

A finales de 1913, según cuenta la periodista Nieves Concostrina, Peruggia vio el anuncio de un anticuario florentino que buscaba comprar obras de arte. Le escribió una carta anónima, que firmó con el nombre de “Leonardo”, ofreciéndole la obra. El anticuario, pese a su incredulidad, concertó una cita a la que también acudió el director de la Galería Uffizi. El 11 de diciembre de 1913, en el hotel Trípoli (posteriormente rebautizado como hotel La Gioconda, en cuya habitación número 20 luce un cartel en recuerdo de aquel día), los dos expertos confirmaron que la pintura que había traído ese joven emigrante italiano era la gran obra maestra de Leonardo. La policía detuvo a Peruggia: se le condenó a un año de cárcel de los que sólo cumplió siete meses. Fue considerado un romántico e ingenuo patriota. Nunca desveló quién le había encargado el robo.

El estafador que no necesitaba la obra, sino la noticia

Catorce meses antes del robo, el sexagenario Valfierno había encargado a un experto copista llamado Yves Chaudron seis réplicas de La Gioconda que éste trabajó con sumo detalle. Así, cuando la noticia del robo de la obra fue mundialmente conocida, Valfierno aseguró a seis millonarios -cinco estadounidenses y un brasileño- que él la poseía. Vendió cada una de las seis réplicas por 300.000 dólares. Nunca vio el cuadro original. Los seis millonarios, obviamente, no denunciaron que habían intentado comprar la obra.

Hoy sabemos esta historia porque Eduardo Valfierno, ebrio de orgullo, no quiso dejar pasar la oportunidad de que el mundo conociera su nombre y admirara su talento para el engaño. Narró con todo lujo de detalles –que posteriormente han permitido dar credibilidad a su testimonio- su estratagema al periodista estadounidense Karl Decker, a condición de que publicara la historia del gran robo del siglo XX una vez hubiera fallecido, algo que ocurrió en 1931. Así, el 25 de junio de 1932, el mundo conocía la verdadera historia en las páginas del Saturday Evening Post.

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