Estación de lluvias

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CUENTOS DE VERANO

Relato escrito a cuatro manos por AROA MORENO y DAVID RUIZ.

Lo primero que hacen los recién llegados al valle es señalar con el dedo y reírse al ver las barcas amarradas a los tejados de las casas. Pero la verdad es que por aquí casi nunca viene nadie. ¿Por qué diablos iban a hacerlo?

No es un gran lugar al que llegar. Un trozo de tierra negra y húmeda, capaz de hacer brotar de sus entrañas, de la noche a la mañana, árboles grandes como castillos, que ansía dar cobijo a los insectos y roedores que, de un día para otro, labran sus genealogías entre la maleza y libran sus guerras en lo profundo del ramaje. Un valle lascivo y procaz, encaprichado en no dar nunca nada que luego valga lana o, ya puestos a ser pobres, que lo somos con saña, a concedernos más de lo justo para no pasar hambre del todo.

Don Steven, el párroco yanqui que vino a este rincón del mundo a purgar sus pecados dándonos la murga con la Biblia, nos decía siempre que todo esto era culpa nuestra, y que Dios nos mostraba una de las muchas formas que tiene en su catálogo para decir que nos odia particularmente, y que, de ellas, la más espectacular era la estación de lluvias.

Aquí llueve, mucho, y siempre. Pero durante la estación de lluvias el cielo se parte por la mitad y cae una recreación del gran diluvio. Durante siete u ocho días, las altas lomas se saturan de agua y comienza a rodar colina abajo una catarata salvaje. El pueblo se transforma entonces en un lago turbio, del que apenas brotan el campanario mustio con la cruz del padre Steven y los tejados en los que, como ya nos conocemos la historia, tenemos siempre preparados, bajo las barquitas, un par de tumbonas, unos buenos metros de lona impermeable y una reserva de cervezas que tomaremos calientes mientras vemos llover.

Hablaba mucho el padre Steven de esa actitud nuestra de ver caer la ira de Dios como si fuera un match de fútbol, y yo creo que lo hacía porque nadie en su sano juicio le ayudó nunca a sacar el fango de su iglesia. Pero es que el padre Steven tenía una seria competencia en la figura de la Loca Rosa.

No era ya el discurso de la Loca Rosa, que opinaba que no había un Dios grande y cabreado, sino muchos, pequeñitos y juguetones, habitando los rayos de luz que brillan entre las hojas, sobre el polen y en el tiritar de las estrellas, allá arriba. Era solo que el pobre padre Steven nunca pudo medirse con ella. La Loca Rosa corría cada mañana por la calle, brincando desnuda y entonando canciones bellísimas en idiomas que cada día se inventaba y que cada noche olvidaba: a ver quién compite con eso. Solo dejaba esa maravillosa manía durante la estación de lluvias, que lo hacía igual, pero nadando, o cuando le daba por irse valle arriba, a la jungla, a comer barro y setas y predicar a los monos, las piedras y los tucanes las locas palabras de sus diosecillos.

Cuando el párroco llegó al pueblo, ella estaba en una de esas expediciones por el monte. Por eso supo de ella antes de verla, y la odió preventivamente, y a todo aquello que le contamos respondió llamándola bruja, pagana y hereje: qué iba si no a decir un cura. Cuando ella regresó a su choza, allá que fue con la Biblia, un rosario y un sermón bien ensayado. Ella le recibió desnuda y el padre Steven se puso a sus pies como un colegial, lo que le trajo una larga penitencia y demasiados rezos. Manoseó tanto su querida Biblia que, entre sus manos y la humedad, la historia completa de las andanzas del pueblo elegido, vidas de santos y sermones del hijo de Dios se soldaron en compactos pegotes de cartón, entremezclando las letras de una manera que siempre resultaba chistosa u obscena cuando a uno le daba por intentar descifrar algo de aquel galimatías.

Aun así, un día el padre Steven se armó de fe y valor y allá fue de nuevo a convencer a la Loca Rosa de que lo suyo era alucinación y de que la única verdad era aquella que la humedad y el sudor habían encriptado en esa masa de papel.

La Loca Rosa le escuchó sin reírse, muy seria, y finalmente asintió, y le dijo que predicaba en el lugar equivocado: que aquel era el lugar para sus geniecillos traviesos. El padre Steven se fue pensando que por lo menos era una bruja inocente, e intentó borrar de sus retinas la imagen de sus pechos y los pelos de su pubis. La loca Rosa quedó muerta de pena por aquel tipo tan triste, siempre con aquello del polvo al polvo, y nada más que polvo en los labios.

Así que decidió ayudarle. Durante un par de semanas, colocó en árboles y tejados ristras de farolillos que, cuando le preguntábamos mientras los ataba a los tubos de las chimeneas de nuestras cocinas, decía que pensaba usar para traerle al padre Steven una parroquia que le entendiera, que hubiese respirado menos la sangre y el sudor de sus pequeños dioses. Le dejamos hacer, como le dejamos hacer todo, y prometimos obedecer su orden de, a la quinta noche de lluvias, encender los faroles cuando tañese la campana del Padre Steven.

Cuando comenzaron las lluvias, nos encaramamos a los tejados, a ver subir el agua, ella nadando desnuda y cantarina de aquí para allá, y beber cervezas. Al quinto día fue al tejado de la iglesia, y le entregó al párroco un martillo que casi le cuesta la vida. El hierro pesaba como un ancla atada a aquel cuello, y le dijo que, a la media noche, golpease una sola vez la campana, y que así los dioses de todos se pondrían de acuerdo.

Steven sostuvo el martillo, intentando desviar la mirada del cuerpo desnudo de la Loca Rosa, y le dijo que lo haría, pero para que ella viese que nada pasaba. Ella sonrió feliz, se sentó a su lado y pidió a gritos que alguien, en alguna barquita, les acercase unas cervezas, y allí se quedó con el cura, a ver cómo las nubes despanzurradas que soltaban agua sin tregua se iban oscureciendo y finalmente se hacían negras como la tinta cuando comenzó la noche. Pasaron las horas, y el padre Steven, calado hasta los huesos, invisible en la oscuridad, se sintió tan desnudo como ella, y tuvo miedo, y le preguntó cómo sabría cuándo llegaba la medianoche. Ella le dijo que en cuanto a él le pareciese bien. El párroco luchó unos instantes por sacarle sentido a esas palabras, pero finalmente se rindió y, deseoso de acabar con todo, se alzó, caminó con cuidado por el tejado de su iglesia, se aupó al campanario y le soltó a la campana un martillazo descomunal. Encendimos todos los farolillos, lentos y en desorden, y durante unos instantes no pasó nada y todos nos limitamos a parpadear, súbitamente cegados por las luces. Pero justo cuando el padre Steven abrió la boca para decirle algo reconfortante a la Loca Rosa escuchamos, allá en lo alto, un rumor que pronto fue rugido, y luego los cielos se abrieron y, en mitad del pueblo, sin tocar un solo tejado, se nos vino encima un Boeing 747 con los cuatro motores en llamas, y ya ven ustedes si no fue un milagro, aterrizar así, en el agua, a ciegas, salvo por dos hileras de farolillos, cuatrocientos pasajeros, todos vivos, sin más rasguño que el que se hizo el padre Steven al caer sobre su tejado empapado, con el cuerpo de la Loca Rosa abalanzado sobre el suyo, luchando con sus ropas, con su boca, con su pasmo.

 

Aroa Moreno ha publicado el libro de poesíaVeinte años sin lápices nuevos Y David Ruiz, Manual para Coyotes

Puedes leer las anteriores entregas aquí:

‘Calderilla’ de Ana Esteban

‘La Caja de Urías’ de Alberto Chimal

‘Explicación no pedida’ de Ovidio Ríos

‘Palabras y sonrisas’ de Andrés Barrero

‘El recado’ de Raquel Castro

‘La puerta blindada’ de Rafa Ruiz

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