Frankenstein sigue ahí. Un acercamiento a nuestros miedos

frankenstein

Un fotograma de ‘El doctor Frankenstein’ de James Whale.

Algunos sucesos intrascendentes se aferran a los pliegues de tu memoria sin que sepas muy bien por qué, y resisten ahí agazapados la embestida de los años. Mientras recorro la exposición ‘Terror en el laboratorio: de Frankenstein al doctor Moreau’ en el Espacio Fundación Telefónica, me ha asaltado una escena nítida de la infancia con textura de foto vieja, con sus colores pálidos bajo una pátina anaranjada. Contemplando estos iconos del terror de entonces, trozos de papel y celuloide ya un poco amarillentos, añoro aquel escalofrío infantil y la simpleza de su lógica. Porque mis miedos van envejeciendo conmigo y se han endurecido…

En la escena aparezco con unos siete años, sentada en el suelo del patio escolar entre un pequeño grupo reunido en torno a alguien que va a contar una historia: un relato de miedo. En el relato hay una niña que vive cerca de una casa altísima, muy estrecha, con una sola puerta gigante sobre la que un cartel con gruesas letras negras advierte: PELIGRO DE MUERTE. Todos los días cuando va al colegio la niña pasa frente a la casa. Todos los días se pregunta qué habrá dentro, pero sabe que no debe mirar. Lo sabe. Y sin embargo, uno de esos días la curiosidad puede más que ella. Y se acerca a los pies de la casa, donde las sombras son tan densas que parecen ir a engullirla. Y sin atender la fúnebre advertencia del cartel, su manita temblorosa abre esa puerta gigante.

Nuestros miedos siempre acuden a la llamada de la ignorancia. Hay un panel en la exposición que ilustra la popularidad de la que gozaron hasta el siglo XIX teorías científicas como las de Giovanni Aldini y Andrew Ure, que quisieron demostrar la existencia de un fluido eléctrico en el cerebro que al activar nervios y músculos provocaba el movimiento, y para ello realizaban en público experimentos en los que aplicaban corriente galvánica a los cadáveres de reos ajusticiados. Las convulsiones de los cuerpos sobrecogían a los espectadores, creando la macabra ilusión de un regreso a la vida. Un siglo antes Erasmus Darwin ya había especulado con la posibilidad de reanimar cadáveres, y el tema fue objeto de largas conversaciones entre Lord Byron y su amigo Percy Shelly en el verano de 1816 durante su estancia en Villa Diodati, a orillas del lago Leman. Lo cuenta Mary Wollstonecraft en el prólogo a la edición de 1831 de Frankenstein o el moderno Prometeo. La idea para su famosa novela se gestó en esas veladas estivales en las que con su esposo Percy y con George Byron, John Polidori y su hermanastra Claire Clairmont, pasó el tiempo leyendo y jugando a inventar historias de miedo en aquella casa junto al lago. En la mente de Mary cobró vida el personaje del doctor Frankenstein y su criatura, que luego resucitó una y otra vez en cientos de ediciones y más de cuarenta adaptaciones cinematográficas; y de la cabeza de Polidori surgió El vampiro, que inspiró después Drácula a Bram Stoker. Este mes de junio se han cumplido 200 años de aquel prodigioso encuentro, y la plataforma cultural Hijos de Mary Shelley (www.hijosdemaryshelley.com), creada por el escritor Fernando Marías para conmemorarlo, también participa en la exposición con representaciones, lecturas, interesantes charlas y talleres.

Contar historias para asustarnos era algo que en mi infancia hacíamos habitualmente, jugué a eso muchas veces. Cuando la niña de aquella escena abría la puerta de la casa alta lo que salía en tromba era un miedo irracional, y su escalofrío duraba hasta la hora de dormir cuando se apagaban las luces y alrededor de mi cama presentía muchas sombras que acechaban como lobos. Naturalmente, al otro lado de la puerta había un hombre enorme, con zapatones y tornillos en la cabeza como en las viejas películas de James Whale, que había estado esperando el momento de ser liberado. Me fascinaba esa estampa de maldad pero a la vez quería librarme de su recuerdo, y no dejaba de preguntarme por qué esos científicos del cine con los pelos erizados tenían que pasarse el día fabricando monstruos, robots malignos o seres deformes en probetas humeantes y circuitos accionados por palancas. Ese terror de laboratorio que presenta la exposición tiene en aquellas viejas películas un aire a la vez acartonado y tierno, quizá porque vienen desde el espíritu de un siglo en el que los asombrosos descubrimientos de la ciencia parecían trucos de magia. Antes del cine, la literatura había metido el dedo en sus zonas oscuras para tocar asuntos de profundidad filosófica como en La isla del doctor Moreau, de H.G. Wells, o El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde, de Stevenson, que escarban en el turbio revés de la condición humana; o como hizo E.T.A. Hoffmann en El hombre de arena, sin duda para mí la más inquietante, que araña el concepto del miedo hasta las raíces de su naturaleza obsesiva y sus conexiones con el amor, la propia identidad o la familia.

Como aquella escena del relato que me contaban en el patio escolar, hay otra que sigue intacta en mi memoria: estoy mirando en una televisión panzuda la secuencia en blanco y negro () de la película de Whale en la que el Frankenstein que interpretaba Boris Karloff irrumpe en la orilla de un lago, donde una niña coge margaritas con su gato en los brazos. Tras un breve sobresalto, la niña le toma de la mano —y su mano en la del monstruo es tan liviana que él se detiene a observarla de cerca para comprobar que es real— y le va ofreciendo flores para arrojarlas juntos al agua. Hay ternura en la sonrisa del monstruo, y ese gesto desbarata de golpe mis arquetipos infantiles con una lección acerca del miedo que solo se aprende años después: el mal, lo horrible, muestra también un rostro amable. Es lo que humanizaba al personaje de Mary Shelley frente a esos remedos planos de las películas que los niños de entonces vimos después en tecnicolor. Tenían los ojos vidriosos y había salsa de tomate por todas partes, por eso a veces te daban risa aunque fuera de puro nervio en la oscuridad de la sala, donde comíamos regaliz y pipas hasta reventar echando las cáscaras al suelo. En la exposición se muestran también antiguos fanzines, muñecos de colección, carteles de películas donde las mujeres son rubias, llevan la ropa hecha jirones y tienen cara de pérfidas o gritan, y donde a los monstruos les han puesto un potente foco bajo la barbilla.

Cuanto más abstracto, intangible, más terrorífico es el miedo, más difícil es contarlo. Contemplando estos iconos del terror de entonces, trozos de papel y celuloide ya un poco amarillentos, añoro aquel escalofrío infantil y la simpleza de su lógica. Porque mis miedos van envejeciendo conmigo y se han endurecido, y las escenas de lo que hoy temo se proyectan desde ciertas afirmaciones o dogmas, ilustran los noticiarios o caminan tranquilamente por la calle, y aunque se queden igual en la memoria son, la mayoría de las veces, inenarrables.

‘Terror en el laboratorio: de Frankenstein al doctor Moreau’. Espacio Fundación Telefónica. Fuencarral, 3. Madrid. Hasta octubre 2016.

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