Gabriela Wiener: “Bajo a los sótanos de las casas para saber qué esconden”

Gabriela Wiener. Foto: Daniel Mordsinzki.

Gabriela Wiener. Foto: Daniel Mordsinzki.

Gabriela Wiener. Foto: Daniel Mordsinzki.

La intimidad grita con fuerza en cada párrafo de Gabriela Wiener (Lima, 1975). Es la materia con la que amasa su escritura, que entiende al mismo tiempo como curación y como herida. En sus textos también se escucha respirar la sexualidad, la maternidad o el miedo a la muerte. “El sexo puede ser un gran movilizador de muchas otras cosas, pero para eso hay que tener un poco de agallas, porque conecta cuerpo y emociones e intelecto y espíritu, y a veces uno no quiere asomarse a semejante abismo”, asegura la autora de ‘Llamada perdida’ (Malpaso), su último libro.

Llegó a España en 2003 y de las primeras cosas que hizo fue comprar Los detectives salvajes de Roberto Bolaño. “Estaba sola como un perro y no paraba de leer a Bolaño, por quien sentía algo así como una fraternidad”, dice. Le gusta citar a Gay Talese. Se identifica con el escritor francés Enmanuel Carrère. Vive una relación sentimental a tres bandas: chica-chico-chica. A veces piensa si no se estaría mejor sin etiquetas, sin compromisos, sin papeles, sin maridos.

Su literatura de no ficción, su periodismo narrativo, su mirada curiosa e incómoda se detiene y se hace preguntas sobre la doble moral “de una sociedad que discrimina y condena lo que está fuera de su control”, a la vez que analiza las intimidades contradictorias de la gente. “A mí me interesa bajar a los sótanos de las casas para saber qué esconden”, señala esta cronista de sí misma y poeta peruana, que el próximo año sacará nuevo libro, un volumen que se unirá a los ya publicados durante la última década bajo títulos como Sexografías, Nueve lunas o Ejercicios para el endurecimiento del espíritu.

Escribe Justo Navarro en su prólogo al libro ‘El pacto ambiguo’ de Manuel Alberca, que en algunas memorias, diarios y autobiografías, los escritores se aferran a una sola cara de su personalidad, normalmente a la más fatua y simple. Escribir desde el estatuto de lo autobiográfico sin un claro compromiso moral y estético por contar en el texto toda la verdad personal, ¿no es engañar al lector? 

Sí, yo creo que hay que huir de la autocondescendencia. Más aún si quieres hacer algo parecido a remecer íntimamente a un lector. El problema no es engañarlo –porque eso lo hacen los escritores todo el tiempo y al lector le gusta que lo hagamos bien–, el problema es hacerle pasar por un rato insufrible, vacuo, intrascendente. Y claramente es peor si es a causa del ego atroz del escritor. Por eso, lo peor es engañarnos a nosotros mismos. Eso nos delata como personas horribles y peores escritores. Decir “toda la verdad” es cosa de juzgados y de polígrafos. Yo no asumiría ese compromiso en ningún ámbito de la vida, tampoco en el literario. Y sin embargo, este tipo de escritura del que hablas no tiene sentido si no miramos fuera y dentro con el ánimo de transmitir algo de lo real, de pinchar globos y de arañar certezas. La vida, dice Sylvia Molloy, es siempre, necesariamente, relato, el que nos contamos a nosotros mismos y el relato que nos cuentan, así que en cierta forma nosotros ya hemos sido relatados por la misma historia que estamos narrando. Si nuestra vida es una construcción narrativa, yo prefiero vivirla bien vivida, la escritura viene entonces por añadidura, cae por su propio peso.

El escepticismo o el relativismo definen hoy el contexto de una cultura donde la fragmentación marca la identidad del sujeto postmoderno. ¿Vivimos en una sociedad que desprestigia la verdad y busca abrazar a toda costa la impostura? 

Me temo que hay que usar palabras como Verdad solo y exclusivamente para arrancársela de la boca a la Iglesia o a gente que la usa para pontificar sobre la existencia, el periodismo o lo que tenga a mano, y que por esa razón han desprestigiado muchas buenas palabras. El resto del tiempo habría que usar palabras más pequeñas e inofensivas. Es cierto que la postmodernidad nos ha quitado cualquier grandilocuencia, cosa que se agradece porque son de muy mal gusto, pero también nos ha hecho pasar por grandes periodos de cinismos y postureo, de hispertismo e histeria. Ahora, llámame ilusa pero veo que estamos en 2015 ante asuntos muy distintos de los que nos aquejaban en el 2000, y siento que la vulnerabilidad política y económica en la que está sumido gran parte del mundo nos ha hecho abrazarnos un poco entre nosotros.  Pero aún falta y mucho.

En tu último libro, ‘Llamada perdida’, aseguras que la intimidad es la materia de tu escritura, tu método literario-ensayístico. ¿Crees que la privacidad ha desaparecido definitivamente en una sociedad donde hay una ansiedad permanente por exhibir a los demás los detalles más personales de nuestra vida?

En el postcapitalismo nos movemos exhibiéndonos, pero es una ilusión que la exhibición sea total. Nunca se muestra todo. La tensión entre lo público y lo privado es una problemática contemporánea pero entre el selfie ideal y el pillado sensacionalista, es decir, en medio de cómo quieres verte tú y cómo te ven los demás, hay un sinfín de matices. El arte, la literatura, van a esos lugares intermedios, aún demasiado incómodos, ahondan en otro tipo de conocimiento, para desenmascarar o para hacerse con revelaciones más profundas, que no encajan en el Facebook ni en una revista del corazón.

Gay Talese decía que ser un escritor de no ficción es dar cuenta de la corriente ficticia que fluye en los túneles subterráneos de la realidad. ¿Qué te interesa extraer y contar de esas galerías interconectadas que conforman lo social y en la que día tras día nos movemos?

Me gusta citar a Talese porque es un observador acucioso de la experiencia humana. Y nunca se ha preocupado por hacer ficciones porque encuentra lo potable en la realidad. Talese tiene un libro que se llama La mujer de tu prójimo, en el que hace algo que a mí me gustaría estar haciendo o hacer algún día y es levantar el césped artificial sobre el que se ha construido América, todas las casitas perfectas de los suburbios, y sacudirlo con la fuerza de un tornado. Él hace eso y entonces ya podemos ver lo que pasa de verdad dentro de esos hogares puritanos: los adulterios, las masturbaciones alocadas y todas las guarradas de las que son capaces. Esa puede ser una historia de América, pero hay otras, la del cadáver de JonBennet Ramsey, la pequeña reina de belleza, en el sótano de la casa de sus padres. O en Inglaterra, todo lo que había debajo del jardín de los esposos West en su casa de Gloucester (oh, en esa increíble crónica de Gordon Burn). A mí me interesa mucho más eso, bajar a los sótanos de las casas para saber qué esconden. O ver cómo se están diluyendo las identidades y corroyendo las sacrosantas instituciones en el siglo XXI, hacerme preguntas sobre la doble moral de una sociedad que discrimina y condena lo que está fuera de su control, penetrar en las intimidades contradictorias de la gente para averiguar cómo lo están haciendo y por qué lo están haciendo. Creo que es importante reconocernos en estos caminos diversos en los que vamos a volver a perdernos.

Asistimos a una literatura donde las fronteras entre lo real y lo imaginario, entre lo autobiográfico y lo ficcional no están del todo claras o han desaparecido. ¿Es esta hibridación, este estatuto ambiguo de escritura consecuencia de un fuerte desencanto por las formas tradicionales narrativas, una manera de ruptura con los parámetros estancos de lo novelístico? 

No me hagas repetir aquello de que en El Quijote ya estaba Pynchon porque ya huele de tanto que se ha dicho. Me parece una discusión sin sentido. Si hablamos de novela, esta siempre se ha caracterizado por ser un género en el que cabe casi cualquier cosa, tanto en el plano formal como en el de la historia. Por ejemplo ¿se puede dudar después de Flaubert de lo «autobiográfico» de toda literatura? Yo creo más bien que la forma tradicional de la narrativa ha sido la expansión y sí, en ese sentido también la búsqueda de lo híbrido y del estatus ambiguo que señalas. Los artefactos estáticos, narrativos o de cualquier índole, no son los más interesantes.

Te identificas con el escritor francés Enmanuel Carrère, autor de excelentes obras donde se manifiesta esa desilusión por la ficción y donde asistimos a una escritura híbrida. En su obra ‘Limónov’ encontramos un relato original, valiente y desgarrador, uno de los grandes libros de los últimos años. Esta novela biográfica o biografía novelada traza la vida de ese escritor-gamberro, el guerrillero acosado, vagabundo, comunista llamado Eduard Limónov…, al tiempo que muestra una historia de la Rusia de los últimos 50 años. Carrère investiga, conoce al personaje. Hay que fundirse con la realidad para escribir libros así…

Sí, es lo que desde la crónica se conoce como periodismo de inmersión, pero que, trasladado a una forma de relato novelesco o novelado, adquiere otras connotaciones. Finalmente creo que es un asunto de ambición, de los objetivos que se marca el autor de una investigación o una experiencia como la de Limónov. Si Carrère se identificara como periodista y hubiera concebido su libro como una crónica y este hubiera sido leído como periodismo narrativo, ¿el resultado sería menos literario?

En ‘Llamada perdida’ citas también al escritor noruego Karl Ove Knausgard y su libro ‘La muerte del padre’, obra que inicia la saga autobiográfica ‘Mi lucha’. En este volumen leemos: “Escribir es sacar de las sombras lo que sabemos”. ¿Para qué escribe Gabriela Wiener?

Estoy muy de acuerdo con esa frase de Knausgard, que creo conecta muy bien con lo que te decía al principio de los sótanos y los fondos de armario. Yo escribo por algo parecido. Porque no tengo otra manera de decir las cosas y porque tengo una relación con la literatura casi mística, creo en su poder movilizador, vital, vírico. Aunque a veces pierda la fe. Escribo para buscar, aunque no siempre lo encuentre, el sentido a lo que pasa. Recuerdo que Alfonso Armada –quizá el señor sabio que más ama la crónica periodística en este país– recomendó a todo el que quiera contar el mundo que leyera un poema de Szymborska, Falta de atención, en el que la poeta polaca habla de un día en su vida en el que se portó mal en el cosmos, porque vivió todo el día sin preguntarse nada, sin sorprenderse de nada, solo aspiró, espiró, cumplió con sus obligaciones pero sin pensamientos, fue y volvió de su casa, trivialmente, “como un clavo superficialmente clavado en la pared”. Es un poema sobre poner atención. Eso es estar bien con el cosmos. Pues así me gustaría escribir, poniendo atención, me gustaría ser como un clavo que se clava cada vez más profundamente en las cosas. Y quisiera no ser ni cortés, ni cortesana en nada, menos en mi escritura. Así que también escribo para joder un poco.

Llegaste a Barcelona en 2003 y ahora vives en Madrid desde hace unos años. Una de las primeras cosas que hiciste al llegar a España fue comprar la novela ‘Los detectives salvajes’ de Roberto Bolaño. Además luego conociste a la familia del escritor chileno que había muerto precisamente en julio del año que llegaste a la Ciudad Condal. Defines al autor de ‘2666’ como tu héroe. Bolaño es el escritor total, un clásico para quien la literatura no era un oficio sino su propia vida.

Mi encuentro con el legado de Bolaño y con algunas personas que lo conocieron y lo amaron ocurre en las primeras semanas de mi desembarco en España y supone para mí un rito de paso que relaté en El gran viaje, uno de los relatos de Llamada Perdida. Yo acababa de llegar a Barcelona, estudiaba alguna chorrada que no me iba a servir para nada, no podía trabajar porque nadie me contrataba, se me estaba terminando el dinero, estaba sola como un perro y no paraba de leer a Bolaño, por quien sentía algo así como una fraternidad, porque él era latinoamericano, poeta maldito, se había muerto de hambre en esa misma ciudad y había conseguido ser un enorme escritor, aunque luego, me temo, se había muerto de verdad. Antes que comer yo prefería comprarme sus libros. Bolaño recuperó la adolescencia y el romanticismo literario para treintañeros como yo. Los lectores de Rayuela, de Cien años de soledad, pensábamos que esa emoción ya no existía hasta que volvimos a leer Los detectives salvajes. Bolaño había sido coherente con ese espíritu adolescente al morir pronto y dejar un cadáver hermoso. A pesar de sus casi 50 años olía a espíritu adolescente y aventurero. Uno lee Los Detectives y siente que tiene que escribir por cojones. Y la soledad no importa porque en realidad ya no estarás nunca más solo. Como dice Villoro, te sientes parte de una hermandad, de una tribu, de gente que entiende el mundo de un modo distinto porque quiere cambiarlo. Sus personajes son unos experimentadores, investigan en la experiencia, son gente que no deja de moverse por el mundo y que hace de su búsqueda algo transformador. Creo que siempre he querido que mi literatura sea eso.

Decía Rilke que la belleza no es sino el principio de lo terrible. Aseguras que te deseas otra, como señalaba Pizarnik. ¿Es la belleza interior un concepto ya desfasado en un mundo hiperconsumista y materialista? 

No, creo que es la belleza normativa (que solo puede ser exterior) la que está en crisis. A poco que tengas algo de lucidez te das cuenta de eso. Ahora, que ese desfase llegue a ser leído por el consumidor global es algo improbable. Por otro lado, lo de la belleza interior es una reflexión más ética que estética, tiene más que ver con un sentido moral que con una armonía consensuada de las formas, y por lo tanto es más difícil de mesurar.

En algunos autores encontramos una clara diferencia entre la voz que emplean en la construcción de su discurso novelístico, marcado por lo ficticio, y la que luego utilizan en sus artículos periodísticos, donde prima la autenticidad de los hechos. En su caso, hay solo una sola voz indivisible donde pones la ficción al servicio de la reflexión periodística y literaria para contar lo íntimo y lo real…

Creo que eso es así. Sobre todo porque, por el momento, no me he movido demasiado del mismo registro: la experiencia narrada y sometida a constante (y autoflagelante) revisión. Esto vale tanto para mi trabajo como periodista como para mi poesía, en la que también hago de cronista de mí misma, quizá aún más interior. Pero ahora mismo estoy trabajando un tema de largo aliento, con una forma que no es ni poesía ni crónica y se acerca más a la forma de una novela, así que veremos si esa voz se mantiene en sus trece o se modula parcialmente.

En tus artículos periodísticos eres bastante crítica con tu país, Perú, y su aberrante tradición política. Recientemente apelabas a la necesidad de que los peruanos rompan con sus muros mentales que los atomizan y los separan, al tiempo que señalabas: «Pagar la multa duele, mejor sobornar al policía; colaborar en la mejora de la educación para evitar que los jóvenes se hagan delincuentes es muy caro, mejor chapa tu choro y quémalo; trabajar para redistribuir la riqueza cansa, mejor levantamos un muro». ¿Es posible creer en un despertar de Perú en los próximos años? 

Es posible, pero el problema es el timing. Para ser sincera, no sé si mi generación verá consolidado un proceso de maduración social en mi país. Lo dudo. Pero quiero pensar que estamos despertando de un profundo letargo y que empezamos a pensar en el desarrollo como algo diferente a la capacidad de consumo. Para eso es imprescindible la reagrupación y modernización de la izquierda, y en esas estamos.

¿Cómo ve hoy América Latina?

Como un territorio fértil y fuerte, como un espacio en el que se sigue intentando una revolución social, como un continente que intenta dejar atrás la violencia que nos definió durante décadas. No creo en esa paz adormecida del capitalismo, pero sí en una en el que el ruido de las armas no impida nunca más el desarrollo de la verdadera creatividad. Si logramos eso, el futuro estará en América Latina.

Su padre, Raúl Wiener, un importante periodista y columnista político en Perú, ha fallecido recientemente. ¿Qué lección le ha dejado de tantos años ejerciendo el periodismo?

Mi padre fue un luchador. El periodismo que hacía era un periodismo de denuncia, combativo, militante, que llamaba a la acción. Persiguió y señaló siempre a los poderosos, a los corruptos, a los traidores del pueblo. Defendió las causas de los más vulnerables. Nunca se amilanó ante nadie y fue consecuente con sus ideas hasta el final. Lo vi en las últimas semanas de su vida escribiendo con el poco aliento que le quedaba, cada frase que salía de sus dedos le dejaba exhausto pero no se detuvo, porque sentía que se lo debía a sus lectores, que esperaban cada día sus opiniones. Esa es una gran enseñanza. Lo único que le preocupaba en la clínica en la que murió era tener wifi para poder seguir conectado con el mundo y escribiendo sobre la actualidad. Si consigo ser la mitad de apasionada, radical y productiva que él habrá valido la pena.

Escribes que en tu infancia te intoxicaste de poesía confesional. En tu libro de poesía ‘Ejercicios para el endurecimiento del espíritu’ hablas de ejercicios para desinfectar el alma o para destruir a los que odian. ¿La poesía como curación?

En realidad, la escritura es curación pero también herida. No es algo que se ponga encima de nada para taparlo como un apósito, más bien profundiza, hurga y hiere, incluso en zonas en las que aparentemente todo estaba bien. Es una curación más lenta, si quieres.

Uno de tus versos dice: la poligamia es mi debilidad orgullosa. La supuesta monogamia que rige hoy las vidas en pareja, ¿no es ésta una restricción más, un límite social y personal, un verdadero autoengaño que va a contracorriente de nuestra propia naturaleza?

Para mí sí, pero es fácil afirmarlo, lo difícil es hacerlo, cambiar nuestras prácticas, desaprender todo lo que nos han metido en la cabeza desde que nacemos. Cuesta romper con la norma, así que prefiero no pontificar acerca de nada que tenga que ver con los acuerdos que tiene cada cual en sus relaciones y sus respectivos procesos. No creo que haya una sola naturaleza humana, hay gente que se reconoce uniamorosa y vive feliz así, otra que se siente más bien libreamorosa y puede amar a más de una persona. Lo que ocurre es que una gran mayoría de los segundos viven como los primeros muy a su pesar, porque hay un tinglado montado para hacerte creer que es la única alternativa. Así que reina la doble vida, porque pocos pueden vivir sin amor y/o sin buen sexo. No creo que denote demasiada salud mental follarse un solo cuerpo durante toda la vida. Lo que no se puede bancar es amar sin pensar, no podemos ser unos zombies del amor, no podemos seguir enamorándonos y emparejándonos inercialmente, sin cuestionar todo lo que ya nos viene dado e impuesto, por ejemplo la monogamia obligada, las relaciones nauseabundamente estables en las que ni se folla, la propiedad privada del otro, amando como en el capitalismo, dejándonos dominar por celos enloquecedores…, son amores que asesinan.

El sexo es uno de los temas centrales de tu prosa. Tu libro ‘Sexografías’, tus artículos en el ‘Tentaciones’ de ‘El País’ o algunos pasajes de tu última obra, ‘Llamada perdida’, abordan el sexo sin tabúes y muestra tus experiencias sin matices, tus tríos con tu pareja y amigas (chica-chico-chica). ¿Es el sexo una manera de ser otro, de romper las barreras de lo cotidiano, de la pura rutina?

El sexo en sí mismo no es nada. Puede ser una puta mierda. Es lo que tú quieras hacer con él o el lugar desde el que lo practicas lo que le da potencialidad. El sexo puede ser un gran movilizador de muchas otras cosas, pero para eso hay que tener un poco de agallas, porque conecta cuerpo y emociones e intelecto y espíritu, y a veces uno no quiere asomarse a semejante abismo. El sexo es otra de esas dimensiones de la vida por las que podemos simplemente pasar por encima o puede ser un lugar para el encuentro total, el sitio de las revelaciones, por el que transitar desnudo y vulnerable, pero también salvaje y poderoso. Para mí el sexo es algo cotidiano, sola o con más gente, pero podría, como todo lo demás, convertirse en algo rutinario, si no cuido esa parcela. Es una actividad que puede volverse igual de mecánica que ir al baño si no la remeses, la interpelas día a día y la expandes. Le dejo la autoayuda sexual a otros, yo solo creo que es imprescindible vivir el sexo en constante revisión y expansión, cambiando de prácticas, indagando en nuestras posibilidades emocionales y físicas. Pero es algo muy personal. Puedes vivir en trío y en poliamor y tener un sexo pésimo o tener muy buen sexo monogámico, pero no es la regla. Lo que abunda es la infelicidad sexual. Renovar los acuerdos en la pareja, abrirla, compartir la alegría sexual de las personas que amas cuidando al otro o a los otros, hacen saltar la rutina en mil pedazos y son revulsivos en planos que van más allá de lo sexual. Las convenciones que hay en ti pueden ponerse patas arriba, puedes incidir en la forma en que se relaciona tu entorno, puede cambiar hasta lo que se entiende por familia y las relaciones económicas dentro de ella. El sexo es una cosa muy seria pero también es algo lúdico, me gusta pensarlo como la posibilidad de ser otro u otra, o ser múltiples. Cuestionar los límites identitarios y relacionados con el género y la subjetividad es subversivo, excitante y divertido. La vida es transformación o sin transformación la vida no es vida.

La simultaneidad es la utopía del trío…

Bueno, eso está en mi texto Tres, de Llamada Perdida. Y creo que me refería a algo más que a hacer un Kamasutra entre tres personas. Y aunque puedan correrse tres al mismo tiempo no es lo usual. No todo pasa igual y simultáneamente para todas las partes. Hablaba de que es utópico pensar que puedes dar lo mismo y al mismo tiempo y distribuirlo de manera equilibrada entre las personas que quieres. El amor no es como el PIB (Producto Interior Bruto) de Suiza. Cada amor tiene su momento.

Otros temas que encontramos en tus obras son la maternidad o la muerte. De hecho participas durante un fin de semana en el taller ‘Viva tu muerte’. Dices que desde que tuviste a tu hija Lena tienes miedo a morir de cualquier cosa. ¿Cómo ha cambiado, a partir de tu maternidad, la visión de los grandes temas metafísicos sobre los que siempre estamos dando vueltas? 

Escribí Un fin de semana con mi muerte precisamente porque me atacaban los miedos y las paranoias acerca de la enfermedad y la muerte. Después de ser mamá esa sensación se había intensificado, pues uno, que se ha pasado la vida jugueteando con el peligro y dándole la razón a algunos suicidas, descubre con la ma/paternidad que puede ser necesario para alguien, por momentos hasta absolutamente imprescindible. “No puedo morir ahora”, es una frase que me repetía para adentro cada vez que me subía a un avión. Y esa declaración, en su precariedad, en su falacia, provoca grandes dosis de ansiedad. Lo decía cuando mi hijita era más pequeña, ahora que tiene 9 años la frase que me repito es: “No puedo morir ahora”, pero porque no puedo perderme todo lo alucinante de nuestra vida juntas que está por venir, ¡qué pérdida sería! De repente, así como cuando se apilaron los libros sobre maternidad en mi mesa durante la creación de Nueve Lunas, así también empecé a darme cuenta de que en los últimos años, coincidiendo con cierto boom de la narrativa del duelo, había devorado sobre todo series, películas y libros sobre muertos y viudas y viudos y huérfanos, y amigos que perdieron amigos. Últimamente creo –ya te dije que tengo cierta relación espiritual con la literatura– que leí esos libros preparándome para algunas experiencias que me tocaría vivir. Con la vejez te pones cada vez menos racional.

 

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