Historia de España, #MejorNosHubieraIdo

Escena de la obra ‘Trágala, trágala’. foto: Javier Naval.

Escena de la obra 'Trágala, trágala'. foto: Javier Naval.

Escena de la obra ‘Trágala, trágala’. Foto: Javier Naval.

No es la primera vez que hablo en alguna de mis columnas del despropósito histórico que se destila cuando nos situamos, sin prejuicios, ante la historia de nuestro país. España es un catálogo de oportunidades perdidas. Somos consecuencia de nuestra historia y, mientras otros países han logrado crearse un prestigio y reponerse a sus errores, nosotros los arrastramos durante siglos. Lo irresponsable es que o bien ignoramos esos errores o bien transformamos el defecto en virtud.

Hará una semana que vi una producción del Teatro Español que unía el talento de dos compañías (Yllana y Ron Lalá) trabajando un texto del siempre polémico dramaturgo y marqués Iñigo Ramírez de Haro; ya saben, el cuñado de Esperanza Aguirre. En este país polarizado en el que o eres de Podemos o eres pro PP y pro corrupción, que eres del Madrid o del Barça, que tienes que estar a favor de la independencia o eres un fascista, que tienes que comulgar con ruedas de molino cuando detestas cualquier sacramento, andamos confusos a la hora de ubicar en nuestro cuadriculado organigrama mental a una personalidad tan compleja –o quizá tan oportunista- como la de Ramírez de Haro. En cualquier caso, no es esta una columna para ensalzar, defender o evidenciar la trayectoria profesional y personal del autor de Me cago en Dios. Yo de lo que quiero hablar es de la función. La obra se titula Trágala, trágala y es una farsa, a modo de sainete, que evidencia hasta qué punto somos consecuencia de las decisiones que tomamos en nuestro pasado. Al comienzo de la representación, el rey Fernando VII –inmenso Fernando Albizu- se levanta de entre los muertos y pretende poner orden en este su país. Los hechos históricos que se narran a partir de ese instante, contados con texto, palabra y actitud valleinclanesca –si es que existe ese adjetivo-, les mostrarán que siempre que hemos tenido la oportunidad de progresar como nación, de crecer, hemos echado mano de nuestros instintos, de nuestros valores caducos, de la cruz y el garrote, para conservar, para no cambiar e, incluso, en más de una ocasión, agravar lo que ya teníamos.

Hay algo en la propuesta de Ramírez de Haro que me provoca rechazo. Es esa especie de elitismo intelectual, un iCloud de conocimientos supraterrenales, que le empujan a pecar de un despotismo ilustrado, ese que trabaja para el pueblo pero sin el pueblo. Esa expresión histórica siempre me pareció que destilaba un paternalismo que estaba directamente relacionado con el ínfimo nivel cultural de un pueblo que, en el siglo XVIII, no era capaz de razonar y que solo actuaba como una turba enfurecida. No sabían exponer argumentos, ignoraban el significado de la palabra diálogo, pero eran unos números uno en el uso de la estaca y la guadaña. Y encontrarme con alguien que tiene esa misma visión del pueblo en el siglo XXI me incomoda.

Pero, a su vez, me invade un sentimiento contradictorio. En ocasiones, cuando veo que la mayor parte de este país lo único que quiere es Gran Hermano Vip y un partido de fútbol –si es posible, un Madrid-Barça- y que no es capaz de movilizarse ni cuando le roban lo que es suyo, se me filtra un venenoso pensamiento que algo de despotismo sí que aloja. Detesto a la masa y valoro al individuo. Pero en un sistema como el nuestro, la masa es la mayoría y la decisión de la mayoría es vinculante. En ese instante es cuando me pregunto: ¿Qué es la mayoría? Si hay cinco millones de espectadores que ven cómo Belén Esteban gana Gran Hermano Vip, ¿es eso la mayoría? ¿Y qué están haciendo los 42 millones de espectadores restantes? ¿No son esos mayoría? Entonces comprendo que no basta con ser mayoría; debe ser una mayoría visible. Ojalá muchos comprendieran eso cuando llegan las elecciones.

Cierro los ojos ante el desagradable berrido de los comisarios políticos que pretenden sembrar el miedo para mantenernos quietos, asustados, para que saquemos al conservador que llevamos dentro porque todos, quien más y quien menos, tenemos algo que deseamos conservar. Y apelar a eso es apelar a un pensamiento de 1814.

Pienso en qué sería hoy España si nos hubiésemos dejado influir por la Ilustración francesa en lugar de volver a reivindicar valores caducos amparados por la bendita madre Iglesia. Tal vez nos hubiese ido mejor si hubiésemos apostado por Pepe Botella y no por Fernando VII. Al fin y al cabo, la historia es vengativa y, al final, ya ven, en Madrid hemos tenido que tragar con una Botella impuesta de la que nadie quería beber. Eso de “lo nuestro ante todo” aunque ‘lo nuestro’ sea una basura, me parece algo tan primitivo como la llamada la sangre. Ensalzamos a Agustina de Aragón cuando deberíamos admirar a Rousseau. Padecimos los desvaríos ominosos de Fernando VII como ahora tragamos con una ley mordaza y un gobierno absolutista –porque una mayoría absoluta parlamentaria es lo más parecido a un absolutismo democrático-. Trágala, trágala, perro. Seguimos presumiendo de lo ejemplares que somos cuando, si algo nos caracteriza, es la ausencia de actitudes ejemplarizantes. Cuanto antes asumamos que todo lo modélico de nuestro discurso forma parte de la utopía que hemos creado sobre nosotros mismos quizá podamos empezar a cambiar nuestra realidad.

El pasado martes, 14 de abril, no pude evitar pensar qué hubiese sido de España si no se hubieran levantado los golpistas contra la II República o si el bando republicano hubiese ganado la Guerra Civil. Y no les miento si les cuento que intuí una España con más valores, con más dignidad, con mejores principios. No soy de los que ensalzan la república en sí misma, como modelo de Estado. Rajoy podría ser un legítimo presidente de la República y estaríamos exactamente igual de jodidos y reprimidos que ahora. Soy de los que antepone los valores éticos, los principios progresistas, la libertad y la educación por encima de la represión y el miedo. Y no me importa si esos valores llegan ratificados por una república o por una monarquía. Ese es el menor de nuestros problemas cuando habitamos un país en el que, aún hoy, España, Dios y Patria siguen siendo argumentos válidos.

Tal vez tenga razón Ramírez de Haro cuando dice que las dos españas están hoy más vivas que nunca. Tal vez tenga más en común con él de lo que pensaba. Nunca pensé tener vínculos con un marqués. Prejuicios proletarios. Pero si el propio cuñado de Esperanza Aguirre ha sido destituido de su cargo como diplomático en la Embajada de España en Belgrado por el texto de Trágala, trágala, tal vez esos vínculos no sean tan ajenos. Como los lazos que nos permitieron escribir nuestra transición. Había un objetivo final y un enemigo común. No se crean que los tiempos han cambiado tanto. El ministerio de Exteriores argumentó que la decisión de cesar a Ramírez de Haro se basaba en sus críticas a la monarquía y a la Iglesia católica. Todo muy 1814. Piénsenlo.

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