‘La edad de la inocencia’, una pasión asfixiada por la represión

Un fotograma de ‘La edad de la inocencia’.

Un fotograma de 'La edad de la inocencia'.

Michelle Pfeiffer y Daniel Day-Lewis, en ‘La edad de la inocencia’.

Trío de lujo en la interpretación: Michelle Pfeiffer, Daniel Day-Lewis y Winona Ryder. Mano maestra en la dirección: Martin Scorsese. Y una gran historia que contar sobre un amor que no puede ser. Con el otoño, Antonio Bazaga retoma sus recomendaciones en la sección ‘Viernes de Cine’ de la mano de una película de enormes dimensiones en todos sus planos: ‘La edad de la inocencia’ (1993). Una pasión encerrada en la represión.

«Aquel era un mundo en un equilibrio tan precario, que su armonía podía hacerse añicos con un suspiro». Edith Wharton (The Age of Innocence, 1920).

La gran novela de la no menos grande Edith Wharton sobre el Nueva York de mediados de siglo XIX que resurge tras la guerra civil norteamericana y que pelea contra sí misma para dar a luz una nueva comunidad, en este caso protagonizada por la alta sociedad, es nada más y nada menos, la base, inmensa, en la que en 1993 el director ítalo-americano Martin Scorsese se apoya para realizar esta formidable película que no necesita de un título diferente del que alejarse intelectual o emocionalmente, La edad de la inocencia.

Distanciada de los cánones por los que caminaba hasta entonces el director, Scorsese se adentra sin miedos ni complejos, incluso con ciertos toques de originalidad y de sátira, en esta historia que navega con constancia entre el drama sentimental y el melodrama de época, y que va mucho más allá de lo imaginado; en la historia de una rancia sociedad dentro del círculo afortunado y endogámico de los privilegiados. Triste en general, agridulce en ocasiones como lo exige ese guión que Jay Cocks escribe junto al mismo Scorsese sobre una novela, editada por entregas en 1920 y que haría por primera vez a una mujer ganadora del prestigioso premio Pulitzer.

La historia, un amor que no puede ser. Los protagonistas, un triángulo amoroso, dos mujeres y un hombre, encarnados por Michelle Pfeiffer, Daniel Day-Lewis y Winona Ryder, debatiéndose entre la terrible y pretendidamente «social» maldición de lo que es y lo que debe ser, sea o no menester.

Elegante y tan moderna que es capaz de simular técnicas del pasado para solucionar muchas de sus secuencias, sin desmerecer por un sólo momento la capacidad cinematográfica ni la maestría del director de títulos mayoritariamente bendecidos como Taxi Driver, Toro salvaje, Uno de los nuestros o La última tentación de Cristo, tan grandes como distintas.

Enorme ya desde esos títulos de crédito en los que se entrelazan los grandes temas de la historia, la belleza en las flores abriéndose, la sociedad y el ámbito conservador en los tules y bordados que las engullen con naturalidad y la escritura, ejemplo salvador del cambio desde la revelación de unos usos y costumbres, de unas fuerzas desperdiciadas, de la frustración.

Porque si algo es La edad de la inocencia desde ese comienzo con la soberbia planificación y presentación de personajes e historia, acompañados por la representación operística del aria de Margarita del Fausto de Gounod -en cuyas reticencias amorosas se verán reflejados los protagonistas- hasta llegar al último de sus fotogramas, no me cabe duda de que es la historia de una pasión encerrada en la represión.

La lucha que supone la renuncia, la no expresión posible de una vida coaccionada, secreta, inmencionable, que se presenta sin haberla llamado y que resulta ser más fuerte que todo lo que hubo y que aquello que pueda estar esperando. El dolor de no causar dolor al otro. El sacrificio silencioso de lo injusto que se ha edificado para nosotros y que por nosotros sigue en pie, y, lo que es peor, cuyo futuro está abocado a caer, antes de que se pueda disfrutar.

Esa renuncia que se ejerce como quien no se da cuenta bajo la máscara de una «inocencia que cierra la mente a la imaginación y el corazón a la experiencia».

La comprensión de lo que les rodea y la necesidad de que la relación no se convierta en algo vulgar transita también con fuerza en la relación de los amantes, que, a pesar del dolor, aceptan la renuncia en la mediocridad que envuelve el escenario de su vida cotidiana. De ese país enorme y tan pequeño y miserable que les acorrala, con ataduras del costumbrismo y la falsa experiencia. «Esa ciega obediencia a la tradición, a una tradición ajena. Parece estúpido haber descubierto América para hacer de ella una copia de otro país».

Y comprender que la soledad conduce a la desesperación y que saltarse ese convencionalismo maldito y enfrentarte a él te puede vencer como lo hace en este caso el poder de esa inocencia, falseada a conveniencia por quien te rodea, capaz de conducir a alguien que está dispuesto a enfrentarse a ellos a ser vencido por el poder social y castrador de emociones. Porque estar más allá es demasiado duro, y el adulterio contra la aparente falsa moralidad puede destrozar no ya tu vida sino la de aquellos a quienes quieres. ¿Existe mayor sufrimiento?

Podría estar horas hablándoles de esta película, pero no quiero aburrirles, tan solo empujarles a que la vean y más tarden no deseen otra cosa que lanzarse sobre la novela.

El resto, la ajustada y hermosa música de Elmer Bernstein, la imagen de sobrecogedora belleza, retratando el Nueva York de la época con deliciosos toques decimonónicos alejados de cualquier violencia expresiva y sin embargo agarrada hermosamente a la historia, la belleza de sus decorados, el vestuario de Gabriella Pescucci (que obtuvo el Oscar) y… Se lo dejo para lo disfruten a solas y que con el tiempo lo recuerden, quién sabe, quizás como Archer, nuestro protagonista a su condesa Olenska, como «… la versión acumulada de todo lo que le había faltado».

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Comentarios

  • Auri

    Por Auri, el 14 octubre 2016

    Me han encantado las reflexiones Antonio: «la lucha que supone la renuncia, la no expresión posible de una vida coaccionada», aparte claro está, del análisis crítico que siempre haces y el toque especial a esos films que imprimes. Qué bien volver a verte por aquí.

  • Olga

    Por Olga, el 14 octubre 2016

    Es que Martin Scorsese todo en lo que pone la mano, lo transforma, lo ensalza. Y qué decir del reparto. Ya de vuelta con estos artículos y estas propuestas que tanto nos atraen y nos suscitan.

  • Juan

    Por Juan, el 18 octubre 2016

    Enorme peli, precioso articulo!

  • Roberto

    Por Roberto, el 19 octubre 2016

    Película maravillosa, el artículo nos descubre cosas interesantes y sin duda anima a volverla a ver.

  • Nashella

    Por Nashella, el 26 noviembre 2021

    Yo creo que es una historia con un final feliz. Porque tan superficial era las razones por las que el quería casarse con May como superficiales eran sus deseos de huir con Ellen.

    La pasión es genial, ese sentimiento de volar al descubrirte enamorado de alguien deslumbrante como le sucede al protagonista. Todos nos identificamos en cómo se intenta automesurar en sus contactos con ella, sólo para correr detrás de la oportunidad de un nuevo encuentro en la escena siguiente.

    Pero Archer es un hombre de principios y compromisos, y dejarse llevar por la pasión que siente seria también traicionarse asi mismo y convertirse en algo horrible, la paradoja de su historia es que en el momento que el renuncie a su honor por estar con ella, también renunciara a aquello que hace que Ellen se enamore de él. Y vemos al personaje dentro de su mente desear la muerte prematura de su esposa, cosa que nos muestra como su deseo de estar con Ellen, podía llegar al macabro sentimiento de desearle la muerte a alguien «inocente», por lo que ella no lo hace una mejor versión de sí mismo sino lo incita a la peor.

    Finalmente May conocedora de su tormento le provee la excusa perfecta para dejar ir finalmente a la condesa, un hijo y la oportunidad de una familia, de algo real y estable. May no era una mosquita muerta, era una mujer consciente de su papel en la sociedad, sabía perfectamente que pieza mover y cuando y como, y así lo hizo.

    Años después, en Europa lejos de la sociedad que castigaba su «amor» y siendo un hombre libre nuevamente, se presenta ante el, la oportunidad de volver a verla, de intentar quizás tener un poco de lo que se negaron en pos del bien de los demás y de sí mismos. Pero, Archer se va diciendo que es un hombre anticuado. Quizás May lo conocía mejor de lo que él se creía conocer y le proveyó la vida que lo haría feliz. Porque un hombre anticuado jamás huiria con una amante, o dejaría a su joven prometida por su prima.

    Casi diría que May como instrumento divino, obliga a Archer a sacrificar aquello que más quiere, para obtener algo más valioso.

    Porque estimados, los que estamos casados, sabemos que la pasión es un fuego abrasador que se consume rápido y a veces junto a él se consume la relación. Nunca sabremos que destino le esperaba a Archer a lado de Ellen, pero me cuesta imaginar que ella hubiera sido capaz de proveerle uno mejor que el que obtuvo con May.

    Así que es un final feliz, un sólido final feliz, cosa que pocas historias entregan.

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