Luis Landero y la gente que no está dispuesta a dejarse derrotar

El escritor Luis Landero. Foto: © María Antonia Landero.

El escritor Luis Landero. Foto: © María Antonia Landero.

El escritor Luis Landero. Foto: © María Antonia Landero.

La última novela de Luis Landero, ‘El balcón de invierno’, da pie a la reflexión sobre el mundo rural, en serio peligro de extinción, y toda esa gente que ha estado dispuesta a luchar por salir adelante contra frío, tiempos, viento y marea; por no dejarse pisar, por no perder la dignidad, por no dejarse derrotar.

De todas nuestras pérdidas, quizás de la que menos hablamos sea de la del mundo rural. Ni cuando pensábamos que vivíamos en un país rico, ni tampoco ahora, lastrados por un cambio de modelo que ha derrumbado todas nuestras expectativas, nos interesa demasiado lo que ocurre más allá de nuestras fronteras de asfalto y hormigón. Asistimos a la muerte, lenta, del mundo rural, sin inmutarnos. Al fin y al cabo, es una víctima inevitable del progreso. En el mejor de los casos la contemplamos como turistas en un decorado de cartón piedra.

Pero la desaparición del mundo rural, de su cultura, podría equipararse a la quema de la biblioteca de Alejandría. Lo aseguraba hace años Luis Landero en una entrevista, poco después de publicar Juegos de la edad tardía, la novela inaugural que le valió el reconocimiento unánime de la crítica y de los lectores y que le situó como una de las voces más sorprendentes y exquisitas de la narrativa española. Junto a otras lecturas y experiencias, la cita alienta el espíritu con el que escribí mi primer libro de relatos (y perdón por la autocita), La despedida (Editora Regional de Extremadura), en el que quise rendir un homenaje al mundo rural desde una óptica moderna, alejada del costumbrismo zafio.

Vuelvo a leer la cita de Landero en su último libro, El balcón de invierno (Tusquets), una obra de no ficción en la que el autor rememora su niñez en el campo extremeño, su paso por un internado en Madrid, el traslado de la familia a la capital en busca de un futuro mejor, la difícil relación con su padre, los oficios que desempeñó antes de sentar la cabeza, un momento que coincidió con su decisión de convertirse en escritor, su tabla de salvación. Ya conocíamos la vida de Landero a través de la ficción, pero ahora la conocemos de primera mano. Los hechos que narra son reales, aunque El balcón de invierno podría leerse también como una novela, como una obra de ficción. En el libro habita la misma verdad literaria que en sus anteriores narraciones, y también aquí la literatura y la vida son las caras de una misma moneda.

La escritura es una batalla perdida y quizás este sentimiento anticipado de derrota es el que tenía Luis Landero un día de septiembre en el que empezó a escribir una nueva novela, quizás la última, pues percibía la fatiga de la ficción. En un momento dado, abandona el trabajo, un tanto desmoralizado, y se asoma al balcón de su casa. Afuera bulle la vida, mientras en el interior, en su escritorio, sólo habitan personajes de ficción, que acaso no merezcan salir a la luz. Apesadumbrado, Landero se lanza a la calle, dispuesto a no perder ni un minuto más de la vida que aún le queda por delante, pero no tarda en volver, más confuso aún que cuando salió. “¿Qué hacer? ¿Dónde está en verdad la vida?, pensé, y me quedé así, dudoso entre las voces que llegaban de fuera y el rumor de las palabras escritas, que aún seguían resonando en mi mente”, nos cuenta en El balcón de invierno.

Un rumor que, alejándole del plan inicial (escribir una nueva obra de ficción), le lleva a indagar en su propia vida, en la de su familia, en los avatares de la emigración y en la búsqueda de la identidad, una identidad que de alguna manera siempre será deudora del mundo rural, también en su faceta como escritor.

En El balcón de invierno, Landero actúa como testigo de un mundo a la deriva que se desvanece con el devenir de los tiempos. Un mundo donde la vida humana, erigida sobre los pilares de la austeridad y una cultura milenaria, se confundía con el paisaje, con la naturaleza, en una simbiosis quizás irrepetible. “Los tiempos eran sombríos, es verdad, pero aquella gente no estaba dispuesta a dejarse derrotar por los tiempos”, escribe Landero, mientras recuerda el coraje y el afán vital de su madre. ¿Acaso vamos a rendirnos nosotros?

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