Mauro Herce se estrena como director con un barco símbolo de la Humanidad

Un fotograma de la película

Un fotograma de la película

Un fotograma de la película ‘Dead Slow Ahead’.

Con su primera película, ‘Dead Slow Ahead’, Mauro Herce (Barcelona, 1976) ha sido seleccionado en la sección Cineastas del Presente del Festival Film de Locarno, en Suiza, una de las referencias en cine contemporáneo del mundo. Hemos hablado con él sobre este sobrecogedor trabajo en torno a la vida a bordo de un carguero: «No es solamente un barco ni los marineros nada más que unos marineros; para mí simbolizan toda la Humanidad».

En terminología náutica, Dead Slow Ahead significa un tipo de velocidad de navegación, “la más lenta posible sin perder velocidad de gobierno”, explica Herce. Durante dos meses y medio, este vecino del barrio barcelonés del Poble-sec viajó en un carguero de bandera maltesa, el Fair Lady, de siete bodegas, ocho pisos de altura y capacidad de 76.000 toneladas de carga y 93.000 metros cúbicos de grano, para construir esta película. Herce ha sido durante años director de fotografía, entre otras, en Arraianos (Eloy Enciso, 2012), Slimane (José Ángel Alayon, 2013), El quinto Evangelio de Gaspar Hauser (Alberto Gracia, 2013), A puerta fría (Xavi Puebla, 2012) y Ocaso (Théo Court, 2010). Con esta última película y el corto La sonrisa escondida (Ventura Durall, 2011) ganó los premios Madridimagen, que otorgan directores de fotografía españoles. Mauro Herce ganó también el Cáliz de Oro a la mejor fotografía en el festival de Shanghai con Los años salvajes (Ventura Durall, 2013).

En ‘Dead Slow Ahead’ también eres director de fotografía. ¿Cómo te planteaste el trabajo como fotógrafo?

Parte de la idea se definió antes de empezar, porque había podido subir a otro barco y esto me había dado la posibilidad de entender cómo funcionan, lo grandes que son, el espacio que ocupan las máquinas y el ruido tan impresionante que hacen. Pero esa incursión previa de dos días sirvió solamente para apuntar la idea, porque en realidad esta se definió in situ. Me gusta estar tiempo en los sitios que fotografío, porque me permite definir, subrayar y cambiar ideas. Cuando trabajo, entro siempre en una especie de trance extraño. Filmo de manera obsesiva durante mucho tiempo hasta que empiezan a pasar cosas que no estaban premeditadas. Es como una experiencia de vaciado, de despojamiento de ideas preconcebidas. En paralelo, empiezo a entrar en ósmosis con lo que estoy filmando. Es una experiencia performativa muy intensa y supongo que buena parte de las imágenes reflejan ese estado.

¿Ocurrieron cosas con las que no contabas?

Mi idea inicial era poner a hacer cosas delante de la cámara a los marineros filipinos, porque pensaba que tenían más tiempo libre. En este barco fue imposible. Así nació una película más observacional de lo que inicialmente buscaba. Ha acabado siendo la observación vivencial de una aventura, pero desde una escala no humana, como suspendida a algunos metros en el aire. El resultado es, creo, una mirada sorprendida, alucinada.

¿Qué te llamó la atención de la vida de los marineros durante el viaje?

En el poco tiempo libre que tenían veían muchas películas, en general bastante malas, comerciales norteamericanas de serie B, y entre estas había alguna de ciencia ficción. Yo tenía ganas de coquetear con este género y fue revelador descubrir que había muchas correspondencias entre lo que pasaba en esas películas de ciencia ficción y la vida de los marineros.

¿Por ejemplo?

La manera de comunicarse, a través de Skype o con teléfonos vía satélite, como los astronautas; el tiempo que pasaban fuera; la voz de los mensajes de alerta que se oyen en el barco, que parecen los del ordenador HAL 9000 de 2001. Una odisea en el espacio (Stanley Kubrick, 1968). Me hacía gracia cruzar documental y ciencia ficción, algo que no se había hecho. No sé cómo se vivirá en esas naves del futuro que nos enseñan las películas. Lo que sí sé es que la nave ya existe y es un monstruo que hay que alimentar y aplasta a las personas.

El director Mauro Herce.

El director Mauro Herce.

En ‘Dead Slow Ahead’ hay dos viajes, el del barco y tu propio viaje interior. ¿Has aprendido con tu película?

Mucho. Me interesan las películas de miradas. Es un cine que tiene que ver con actitudes respecto a las cosas, que responde a cuestiones de deseo, a la necesidad de vivir experiencias. El aprendizaje es parte del proceso. Pensaba que la vida de estos marineros podía parecerse a la mía. Se pasan mucho tiempo fuera de casa, como yo; imaginé que podía haber un componente de búsqueda romántica, como ocurre en el cine. Pero me di cuenta de que la razón de la mayoría es que les pagan bien y eso les permite hacer otras cosas después. Aislado en el carguero, pude reconocer también mejor esa voz interior que todos llevamos con nosotros y no hace más que dar vueltas a las cosas como un sinfín. Esa voz es el motor de la película y de la hélice del Fair Lady.

¿Qué simboliza esa pesada máquina rotando del final?

Es el émbolo que hace girar la hélice del barco bajo el mar. El barco no es solamente un barco ni los marineros nada más que unos marineros, para mí simbolizan toda la Humanidad. La hélice es algo subterráneo y muy profundo que mueve las cosas. En el universo hay una especie de inercia que hace avanzar las cosas, el hombre en su pensamiento tampoco puede parar. La película no solo es la violencia que ejercemos sobre el mundo (en la medida en que no paramos de transformarlo), también es la violencia que la naturaleza ejerce sobre nosotros. Esos mares inhóspitos, vastísimos, sobre los que se desliza el barco, no son bonitos, sino sobrecogedores. En la naturaleza también hay algo realmente angustioso.

¿Lo más difícil de la película fue lograr con el sonido esa sensación de monstruo de acero flotante de la embarcación?

A medida que fuimos montando, iba eliminando sonidos que remitían a una realidad más cotidiana, por ejemplo la voz, y afianzaba esa idea del punto de vista suspendido que decía antes. En la medida en que eso sucedía, recuperaba los sonidos industriales que se producen en el barco. El imaginario sonoro de esos espacios es impresionante, cómo suenan las enormes bodegas de metal cuando se golpean o la chapa del mamotreto cuando se encienden los motores. Fuimos con unos micrófonos piezoeléctricos para captar la vibración auténtica de las cosas. Estos, junto con los micros habituales, nos daban una variedad muy amplia que durante el montaje decidimos reforzar para obtener esa apariencia de sinfonía, cine puro, imágenes y sonidos que sobrecogen y transmiten ideas.

Me gustó ese marinero haciendo footing por el barco. Establece una sutil relación de complicidad, de cercanía con el espectador.

Mantener un tono alejado lleva la película a un lugar más universal. Ese hombre se pasa muchas horas del día dando vueltas alrededor de una pasarela circular de unos 80 metros de largo. Quise que la película fuera un viaje de la máquina al hombre. Los puntos de vista del principio y el final cambian. Los hombres empiezan siendo fantasmas, sin rostro ni identidad, a medida que avanza la película los va haciendo corpóreos, con el karaoke, las llamadas de teléfono felicitando el Año Nuevo. Espero que emocione o conmueva darse cuenta de que son personas concretas, que sacrifican sus vidas por eso.

¿Qué ha supuesto para ti la selección en el festival de Locarno?

Una gran alegría. Los festivales son las personas que los llevan y, a diferencia de otros que siguen caminos trillados, Locarno arriesga en la búsqueda de formas nuevas y no se suele equivocar mucho. Es un festival que, además, abre la puerta a que otros muchos se interesen por la película.

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