Orson Welles: la decadencia de lo viejo y el poder arrasador de lo nuevo

Fotograma de ‘El cuarto mandamiento’

Fotograma de 'El cuarto mandamiento'

Fotograma de ‘El cuarto mandamiento’

Una obra maestra decapitada en el montaje final y rematada en el título con que se exhibió en España. Aun así, en ‘El cuarto mandamiento‘ (‘The Magnificent Ambersons’, 1942), Orson Welles supo transformar una historia digna de un culebrón a la hora de la siesta en un intenso, ágil y conmovedor relato de familias, de egoísmos y renuncias, de sacrificios y amor irrealizable, de vínculos sociales y afectivos a punto de desaparecer bajo las garras portentosas del cambio de época y el devenir social. Proyecta la decadencia de lo viejo y el poder arrasador de lo nuevo.

No sé en qué gravedad debería incluir lo acontecido con la cinta de la que hablaremos hoy. Podríamos definirlo de profanación, de deslucimiento, de deshonra o, en otro sentido, de mutilación, manipulación o sacrificio. Les explico el por qué de tamañas clasificaciones, pues no se refieren a la obra en sí, sino al proceso a través del cual, el montaje final de la misma, ha llegado a nuestros expectantes ojos.

Tomemos al autor, Orson Welles, a los estudios cinematográficos, en este caso la RKO, a un contrato firmado por las partes y a una obra, la película que les recomiendo, El Cuarto Mandamiento.
Pasaremos por alto un par de cosas. La primera, este retorcido título que las pantallas patrias exhibieron en sus carteles y en sus copias (creo que podríamos escribir un tratado entero plagado de suposiciones y argumentos), título español en detrimento del original, The Magnificent Ambersons, o del más que correcto conocido en otras latitudes de habla castellana, La ambición de los Amberson.
La segunda, que pertenece más al apartado de anécdotas, aunque no sé si Welles me cortaría la cabeza por calificarlo así, se refiere a los acontecimientos temporales que alejaron físicamente al autor del corte final de su obra y que seguro que si les interesa encontrarán en decenas de libros escritos sobre el asunto.

En fin, sólo ponerles en el siguiente antecedente. El caso es que incumpliendo lo pactado en el contrato de la RKO en el que se daba libertad absoluta por dos películas al director -la primera fue Ciudadano Kane-, tras montar la película según las órdenes de Welles (133 minutos) y un pase en una ciudad de provincias después de que los espectadores hubieran visto una sesión de cine familiar, la pésima acogida de estos individuos hizo que el estudio decidiera, digamos, pasarse el contrato por el arco del triunfo y asalariar a otro director (Robert Wise) para elaborar un nuevo montaje (45 minutos menos) y rodar una añadida escena final que fuese del gusto happy end del público de la época. O eso supusieron.


Y es así la forma en que nos llegó la película y seguramente la que tendrá eternamente, pues el productor de la cinta hizo desaparecer para siempre los cinco rollos de material desechado del trabajo del autor. Pero el arte es el arte y aquella obra, cual Venus de Milo, conservó a pesar de sus brazos mutilados, la belleza imperecedera de su origen maestro.

En 1941, Orson Welles da comienzo el rodaje de su segunda película, rodaje durante el cual los EE UU se vieron inmersos en el bombardeo de Pearl Harbour y su inclusión en la Segunda Guerra Mundial. El guión, obra del propio director, se basaba en la novela del mismo nombre de Booth Tarkington, galardonada en 1919 con el premio Pulitzer y de la cual Welles había hecho ya una adaptación radiofónica para su exitoso programa.

La película, al igual que la novela, contaba la historia de los Amberson, dueños de la casa más fastuosa de Indianápolis a finales del siglo XIX. Isabel (Dolores Costello), la bella hija del dueño avergonzada por ciertas actitudes no dignas de una chica de su clase por parte de su amado pretendiente Eugene Morgan (Joseph Cotten), decide abandonarlo y casarse con el aparentemente pusilánime Wilbur Minafer. El único hijo del matrimonio, George (Tim Holt), se convertirá enseguida en un niño malcriado y consentido, cuya arrogancia y desdén hacia los demás le harán digno de una mala reputación entre sus conciudadanos. Con el paso de los años, Eugene, que desapareció tras el matrimonio de Isabel, regresa a la ciudad con su hija Lucy (Anne Baxter). George el arrogante se enamora de ella, y Eugene, tras la muerte de Wilburb, intentará volver a conquistar a Isabel bajo la mirada de su triste y solterona tía (Agnes Moorehead).

En manos de Welles, esta historia, digna de un culebrón a la hora de la siesta, se convierte en un intenso, ágil y conmovedor relato de familias, de egoísmos y renuncias, de sacrificios y relaciones profundas e inalcanzables, de amor irrealizable, de vínculos sociales y afectivos a punto de desaparecer bajo las garras portentosas del cambio de época y el devenir social. La decadencia de lo viejo y el poder arrasador de lo nuevo, bajo diferentes costumbres y posiciones frente al mundo y a los convencionalismos. Una nueva forma de acercarse a la vida y a los sentimientos donde el submundo aristocrático, privilegiado y fosilizado, no puede tener cabida sin una actitud de disposición al cambio, a la evolución no sólo de las actitudes sino de la cultura y del progreso social y económico.
Todo ello impregnado por la innovadora y magnífica forma de narrar de un director, o mejor digamos un artista, como Welles. La incorporación de la atmósfera como un protagonista más, escaleras, suelo y techos que se iluminan o envejecen con el ánimo, el físico y los sentimientos de sus habitantes. La maravillosa utilización de la profundidad de campo y el plano secuencia. La perfecta utilización del travelling acercándose y rastreando a los personajes. La iluminación de una fotografía rozando el impresionismo, obra de Stanley Cortez (La noche del cazador) y secuencias de encuadres imaginativos y precisos, de puesta en escena asombrosa junto a una dirección de actores soberbia.
Una narración que, a modo de serial de radio, comienza y acaba con la voz en off del director, contando la historia e incorporando a los vecinos de la ciudad como segundos narradores que a modo de acotación presentan los actos.

La belleza de cada una de las imágenes conservadas en este montaje mutilado, la genialidad de la descripción en sus secuencias sobrevivientes será lo que les hará olvidar esos huecos, esos extraños tirones que saltan frente a nuestras retinas, fruto del navajazo pretendidamente comercial; imágenes que ,aunque a veces confusas, no podrán dejar de admirar. Un arte que llega más allá que sus profanadores.

No se la pierdan, quizás esto que les he contado sirva para que disfruten de una película inolvidable y tal vez para reflexionar sobre la importancia de no quedarse en lo que pensemos que el público podrá o no entender; siempre es capaz, aunque muchos no lo crean, de ir más allá. Ejemplos los hay todos los días en las calles o incluso, a su pesar, en los telediarios.

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Comentarios

  • Jesus G.

    Por Jesus G., el 13 febrero 2015

    La importancia de un montaje coherente y aún así es una deliciosa película! Muy interesante.

  • Juanjo

    Por Juanjo, el 15 febrero 2015

    Maravillosa película a pesar de sus cortes, es increíble el ambiente que consigue Orson Welles, es una pena no poder ver nunca cómo habría sido su montaje original, gracias por el artículo.

  • Olga

    Por Olga, el 22 febrero 2015

    Lo que vemos nos gusta, lo que pudimos haber visto sin mutilaciones… Los artículos nos descubren todas esas cosas que desconocemos y nos queda con ganas de más. Gracias.

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