Razones (y muertes) por las que queremos que acabe 2016

Bowie

Los datos hablan por sí solos. Al margen de las vivencias y emociones personales, que serán definitivas a la hora de inclinar la balanza hacia un lado u otro, 2016 no ha sido un año bueno. Si pensamos en el asedio de Alepo, en el drama de los refugiados, en los atentados del Estado Islámico, en el Brexit, en la victoria de Trump, en las consecuencias de un año sin gobierno, en la destrucción del PSOE, por mencionar algunos titulares, solo nos viene a la cabeza un sentimiento: decepción. Pero también ha sido un año plagado de muertes de personas famosas que han herido la memoria de toda una generación. Y han desaparecido iconos del siglo XX como David Bowie, Fidel Castro, Muhammad Ali o Dario Fo.

Desear que acabe este año no resulta tan ingenuo como algunos creen. No somos tan necios como para pensar que nadie va a morir en 2017, pero las estadísticas confirman que este año que está a punto de acabar ha sido especialmente desolador en cifras de fallecimientos populares. La BBC ha comprobado que solo en el primer trimestre del año los fallecimientos crecieron en un 100%. La prensa generalista española ha publicado 74 obituarios. Pero a diferencia de otros años, en 2016 no solo han fallecido famosos; han desaparecido iconos del siglo XX como David Bowie, Fidel Castro, Muhammad Ali o Dario Fo.

Y observo con cierto estupor la evaluación de una parte de la sociedad ante esas muertes y la reacción de algunos de sus contemporáneos. He llegado a valorar seriamente desaparecer de las redes sociales ante la aborrecible imagen que recibo de mi comunidad y mis coetáneos. Cualquier tema es susceptible de provocar ataques furibundos de una parte de la sociedad que se considera superior por lo que piensa, creyéndose exenta de toda contradicción –cuando basta observarlos, escucharlos, para comprobar que habitan con ella exactamente igual que el resto-, frente a otro grupo de ciudadanos que lanza consignas pocas veces reflexionadas y canalizadas por un mimetismo viral muy propio no solo de estos tiempos sino también de la condición humana. Pero no es un enfrentamiento de posturas que alimente el debate. En absoluto. Ni siquiera lo persigue. Son casi dogmas, opiniones intransigentes que se manifiestan a través de un tuit, un estado de Facebook o un comentario puntual con absoluto desinterés por la razón, el sentido común y la convivencia. Siento que 2016 le ha asestado un gran golpe a los símbolos culturales que, en muchas ocasiones, apuntalaron nuestra personalidad. Y ante mi asombro he llegado a leer burlas, menosprecios y hasta ofensas contra esa valoración. Leí que había que llorar más a Siria y menos a George Michael. Y esa sola frase ya me parece un rotundo insulto a la inteligencia.

No sé si en aquellos que se burlan de esta presunta demonización de 2016 hay una superioridad emocional o simplemente responde a un ejercicio de frialdad casi envidiable. Pero, en cualquier caso, dejar entrever que las personas que han sentido la muerte de Carrie Fisher o de George Michael son seres a los que el terrorismo, el drama de los refugiados o el estremecimiento de Alepo les trae al fresco es, repito, un insulto. Primero porque plantea una visión de la sociedad unidimensional e insensata y alimenta la polarización, la injusticia y la hipocresía. Y segundo, porque ignora el enorme potencial que la cultura y los creadores tienen en nuestras existencias y personalidades, haciéndolos incompatibles con cualquier otro sentir.

Cuando focalizamos nuestro pesar en los artistas que admiramos y fallecen, estamos hablando de nosotros mismos. Porque ellos eran el sueño al que aferrarnos cuando la realidad se tornaba insoportable. Eran la esperanza, la calma, la rebelión, el deseo, la posibilidad, el reto, el descubrimiento, la fantasía, la fascinación, el compromiso, el incentivo. Y su muerte nos quiebra un poco en cada una de esas categorías. Y 2016 nos ha roto mucho.

Ha sido un año que ha golpeado con fuerza a la cultura y a mi generación. Porque, como todas las generaciones, crecimos pensando que aquellos creadores que despertaron nuestras inquietudes eran eternos. Desde David Bowie a Carrie Fisher pasando por Prince, Leonard Cohen, Chus Lampreave, Pete Burns, Manolo Tena, José Menese, Umberto Eco, George Michael, Harper Lee, Paco Nieva, Juan Gabriel, Zsa Zsa Gabor, Abbas Kiarostami, Emma Cohen, Dario Fo, Alexis Arquette, Tomaz Pandur, Debbie Reynolds y hasta La Veneno si me apuran. Y me dejo muchos. Precisamente ese universo, que es el que muchas veces nos salvó la vida -metafóricamente sí, pero nos la salvó; o nos la cambió, que es otra manera de salvar- es el que nos ayudaba a soportar los muchos Alepos que nos han ido arañando la esperanza durante todos estos años. Esa cultura que llegamos a sentir como imperecedera (en parte lo es) y que ahora se quiebra para materializarse rota ante nosotros. No solo para transmitirnos la conciencia de que los sueños también se despedazan sino para que nos enfrentemos a nuestra propia naturaleza finita.

No es un sentir general. Es un sentimiento generacional. O así lo siento yo. Hoy en día, un chaval de 15 años aún no entiende la dimensión de los acontecimientos, todos sus referentes y símbolos forman parte de su presente, como me sucedía a mí a su misma edad. Tenía 15 años cuando murieron Paco Martínez Soria, Fassbinder, Henry Fonda, Jacques Tati o Ingrid Bergman y les aseguro que me dio igual. Solo recuerdo dos muertes que me impactaron por puro mimetismo con mi entorno: la de Grace Kelly y la de Romy Schneider. En ambas jugó un papel importante el imprevisto y la edad. Grace falleció con 52 años en un accidente de coche. Romy tenía 43 cuando la encontraron muerta en su domicilio parisino. Con el tiempo, admiré la trayectoria profesional de todos ellos, entendí su influencia, su talento, pero en aquel momento no alteraron mi vida porque no los sentí parte de ella. Eso solo se consigue con el tiempo. Comprender a determinados artistas como parte de tu vida hace que su muerte se convierta en una señal de tu propia mortalidad. Por eso sientes que este año ha sido más cruel que cualquier otro. Porque fallecen aquellos que nunca pensaste que iban a morir; actores, escritores, cantantes que te han acompañado durante 50 años. Enfrentarnos a su adiós también supone encararnos a nuestra dimensión humana, a nuestros años vividos y a los que nos quedan por vivir.

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