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¿Por qué nos gustan tanto los zombis?

Por Luis Miguel Ariza, el 15 de febrero de 2015, en series

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Fotograma de la serie 'The Walking Dead'.

Fotograma de la serie ‘The Walking Dead’.

Regresa ‘The Walking Dead’ y Brad Pitt confirma una nueva entrega de la superproducción de muertos vivientes ‘Guerra Mundial Z’. ¿Por qué gustan tanto y están tan de moda las películas y series de zombis? Repasamos las mejores ‘zombificaciones’ en el mundo animal y en el cine. No olvidar ‘La serpiente y el arco iris’, de Wes Craven.

Con una recaudación mundial de 533 millones de dólares, la compañía de Brad Pitt, Plan B, ganó una apuesta más que arriesgada el pasado año con Guerra Mundial Z, superproducción en la que el mundo se ve literalmente infectado de no-muertos. Los zombis regalaron un curioso y nuevo comportamiento cinematográfico: carecen de la lentitud que los convierte en seres torpes y atolondrados, y además muestran una actitud colaboradora entre ellos, trabajando en colmena, como las comunidades de insectos. El propio Pitt ha confirmado que sus productores están trabajando sobre el guión de la secuela. Y ahora que nos asaltarán de nuevo las pantallas de la televisión con la nueva temporada de The Walking Dead, conviene que nos preguntemos: ¿por qué las películas de zombis tienen tanto éxito y qué tienen que nos atraen de esa manera?

Habría que decir «las buenas películas». Porque hay un montón de producciones infames de muertos vivientes que nunca abandonarán las catacumbas del peor cine, llenas de clichés. Pero una primera respuesta es que los zombis vienen a recordarnos que son un poco reflejo de lo que somos y lo que realmente nos importa. Los no-muertos se despiertan para convertirnos en filetes y ocupar su lugar en el mundo. Nos aterramos ante la idea de la sustitución distópica: una humanidad con el alma destruida, reducida a puro instinto animal, sin la belleza, la sensibilidad y el arte que regala la inteligencia. Pese a que el mundo de The Walking Dead nos pueda parecer profundamente pesimista, un túnel sin salida, un callejón donde ellos esperan al final de esa oscuridad, el arrasado campo de la batalla finalmente perdida resulta una reflexión sobre lo que somos, sobre lo mucho que hemos conseguido, sobre los dilemas morales que sufriremos ante la disyuntiva de tener que matar o morir; en definitiva, un hermoso homenaje a la especie humana.

Nos resistimos a convertirnos en animales, a perder los lazos de amistad, abandonar la familia, a olvidar nuestros códigos de comportamiento, pese a ese entorno hostil que nos empuja a ello. En estos tiempos distópicos de The Walking Dead es mucho más fácil ser un bárbaro y un depredador que mata o es matado, que un ser humano que quiere conservar los principios que nos han caracterizado. Podrán achacarme que la crueldad también es una característica del ser humano, a la luz de las ejecuciones terroristas, las guerras, los asesinatos y violaciones, el tráfico de personas y el uso de niños como esclavos, y son aspectos de los que nos avergonzamos profundamente. Pero la crueldad es un comportamiento rutinario que tiene mil formas de exhibirse en el mundo natural, que dista mucho de ser una postal idílica. Empezando por que los zombis y su comportamiento caníbal no es más que una idea prestada de esa misma ciencia de la naturaleza y codificada convenientemente para la gran pantalla.

Nos cuentan los editores de la revista Scientific American que la naturaleza ha inventado mucho antes los zombis que el director George A. Romero y su filme La Noche de los Muertos Vivientes. Hay una mosca parásita, Apochepalus borealis, que tiene la mala costumbre de poner sus huevos dentro de las abejas de la miel. La pobre abeja infectada empieza a dar tumbos como si fuera un zombi antes de morir. Otro gusano parásito anida dentro de los saltamontes y tiene por norma obligarlos a que salten al agua, para así salir de su cuerpo y nadar.

Tengo una cierta amistad profesional con Mark Plotkin, un etnobotánico que vive en Washington D. C., y tuve la suerte de cenar en su casa hace unos años. Es autor de historias fascinantes sobre chamanes. En uno de sus libros, Medicine Quest, narra el caso de un hongo depredador, Cordyceps, que vive en el suelo de la selva, esperando que algún insecto– y créanme, allí los hay en inimaginables cantidades– se ponga a tiro.

Una vez se pega al exoesqueleto del insecto, el hongo de marras secreta una sustancia corrosiva para entrar en su interior, y empieza a devorar todos los órganos que no son vitales para el pobre bicho. Pero aparte de eso, Cordyceps segrega un antibiótico y un insecticida para que su víctima no muera. La mantiene con vida, incluso alejando de ella a otros insectos depredadores que podrían zampárselo. Después, el hongo migra al cerebro del insecto, y se come una parte, lo suficiente como para alterar su comportamiento, logrando que el insecto comience a ascender por los troncos de los árboles hasta alcanzar el dosel arbóreo, a decenas de metros sobre el suelo. Una vez allí, el hongo devora completamente el cerebro del insecto, el cual se abre en pedazos. Las esporas de Cordyceps quedan libres para dispersarse por el aire y colonizar otras partes de la selva.

The Walking Dead mezcla el habitual componente de terror –el elemento gótico de los muertos que resucitan para atormentarnos, como muestra de la dolorosa e incompleta deuda que tenemos con el pasado– con la ciencia y la ficción. Funciona tan bien porque las razones de esa zombificación resultan verosímiles. En la primera temporada, hay una explicación por parte de un científico que se mantiene a salvo en un laboratorio de alta seguridad. Muestra una película en la que un agente infeccioso, un virus, mata e invade toda la corteza cerebral, pero deja intactos los centros nerviosos básicos del cerebro, responsables de los mecanismos automáticos y del instinto de alimentarse. El virus destruye nuestra personalidad y nos convierte en una carcasa sin alma. Por ello los disparos sólo son efectivos si atraviesan el cerebro. La ilusión de la explicación está tan bien conseguida que pasamos por alto el hecho de que el cerebro necesita ser alimentado por la sangre, con lo que bastaría un tiro en el corazón. Pero vemos cuerpos cercenados por la mitad que siguen vivos, y lo aceptamos. Así se hace buen cine.

Ahora bien, ¿puede transformarse una persona en zombi? ¿Qué hay del vudú y de Haití?

Confieso que mi película favorita sobre el tema es, además, la mejor de este irregular director llamado Wes Craven. Me refiero a La Serpiente y el Arco Iris, inspirada en el título del libro del antropólogo Wade Davis. Pero tengo que admitir que la película es un bulo, dado el respeto que siento por Davis, el cual renegó públicamente del tratamiento que Hollywood dio a su libro.

Los guionistas siguieron la tradición de considerar el vudú –una religión– como la práctica de la magia negra por la que los zombis atacan a la gente. Todo ello, nos cuenta Davis, deriva de una invención de Estados Unidos, y en especial de la ocupación militar de Haití por parte de los marines entre 1915 y 1936. Sus mandos les proporcionaron novelas en las que se decía que los sacerdotes vudúes -los hougans– criaban niños para cocerlos en calderos, practicaban el canibalismo y decidían el destino de la gente atravesando muñecos con alfileres. Con estos relatos tan particulares, el cine encontró un filón para fabricar malas películas de terror.

Davis investigó lo que había de real detrás de los zombis. Logró identificar un compuesto tradicional -cuya existencia se reconocía incluso en el Código Penal del Gobierno haitiano- que lograba que una persona pareciese muerta. Se trataba de una tetrodotoxina presente en un pez, un anestésico 160.000 veces más potente que la cocaína, que bloquea los canales de sodio de los nervios (también un veneno mil veces mayor que el cianuro). El individuo siente una parálisis facial total mientras que su metabolismo se reduce al mínimo, hasta que fallece.

Por tanto, la zombificación existe. Pero en Haití es algo muy raro, un castigo social que algunas sociedades secretas imponen a ciertos individuos por transgredir las reglas, envenenándolos. Haití no es una fábrica de zombis, indica Davis. Ahora bien, ¿qué guionista de Hollywood puede resistirse a meter algo de zombie y de vudú en una película de terror rodada en uno de los países más pobres de la Tierra? Cosas del cine.

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Comentarios

Hay 2 comentarios

  • 16.02.2015
    vicent 195 dice:

    Debo de ser extraterrestre, pero los zombis me aburren
    Tal vez mi aversión me venga de sufrir a los muertos vivientes. Tales como el Rajoy, el Rubalcaba, el Aznar, la Aguirre. el Florentino …y toda la corte que sigue andando
    devorando a los no muertos

  • 18.02.2015
    katakroker dice:

    Yo creo que los zombis son los sustitutos de los nazis. Los nazis están muy trillados y además no cuadran en estaépoca, los zombis o aliens son un enemigo del que no sabemos nada por lo que podemos meter todos los atributos que queramos. Además, hay tal sensación de seguridad en el primer mundo que no pensamos que nadie nos pueda hacer frente militarmente. Y lo atractivo del tema es ver el comportamiento de personas en situaciones límite. Ver que hacen miembros que podríamos ser nosotros en un escenario radicalmente distinto, primitivo, donde toda la parafernalia en la que estamos metidos se cae y quedamos solos con nuestras circunstancias. Ese dramatismo creo que le da autenticidad a las historias. Por otro lado creo que la intención de evadirse del mundo actual, que tiene unos problemas que no son vitales pero que su complejidad hace que en ocasiones no estemos preprarados para lidiar con ellos. Frente a eso, el problema de encontrar agua parece es realmente un problema, no es un problema inventado, y por lo tanto merece la pena el esfuerzo, es más real y nos lleva a los orígenes de esto que llamamos humanidad. ¿Esto es un comentario o un libro?

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