Telémaco: Una epístola de perdón

Foto: Manuel Cuéllar.

Foto: Manuel Cuéllar.

Foto: Manuel Cuéllar.

La editorial Playa de Akaba lanza un libro para homenajear a todas las madres en su mes. Nuestro colaborador, el escritor Rafael García Maldonado ha participado con ‘Telémaco: Una epístola de perdón’, un magnífico relato homérico.

Para la madre de Ruy

Tiempo, madre, es lo único que tengo aquí, y tiempo hace que quiero marchar de Ítaca. Tú, mejor que nadie, sabes cuán grande es el sufrimiento con el que convivo en la isla, en un palacio sin rey, usurpado en buena parte por hombres a los que desprecio tanto o más que a mi mala fortuna, que pretenden arrebatar lo que más amo: el trono de Ulises y a ti, Penélope. Son muchos años sin padre, sin un referente, años enteros que he pasado mirando el mar, a un horizonte azul por donde sigo anhelando que retorne su bajel desde el oriente, de donde los dios Eolo seguro le ha infundido el viento necesario y propicio.

Me marcho muy pronto, madre, en busca del padre al que apenas conozco, y también en busca de un sentido, de una explicación de los dioses al porqué de mi sufrimiento, de la angustia que me oprime este pecho todavía flaco y no apto aún para la guerra, la misma que padre no supo ni quiso rehuir, tal era su deber como soberano, como líder de uno más de los gloriosos reinos de la Hélade. El mejor de todos ellos, qué duda cabe.
La calidad de estas letras no es la que yo querría, querida madre, pero escribo en la playa, ayudado por el fuego que el fiel Eumeo ha prendido a la espera de la nave que, al alba me llevará primero a Pilos, desde donde viajaré en carro hasta Esparta. No temas, estaré bien protegido, y si hube de tomar el dinero de palacio con el que pagar a estos fieles soldados y marinos, será repuesto a mi vuelta, cuando Néstor y Menelao puedan decirme algo que me conduzca a padre, a su presencia o al recuerdo digno de su ausencia en la lucha o en el mar, a la gloria de saber que fue el guerrero más valiente que luchó contra Héctor frente a la muralla de Troya, ayudado por el audaz y fornido Aquiles, bajo las lágrimas estólidas del cobarde rey Príamo. Quiero saber qué pasó, lo necesito, madre, tener la certidumbre de qué ocurrió con nuestro rey, cuán grande fue la guerra que por diez años transcurrió, saber de primera mano por qué sigo ayuno de verdad y de un padre al que imitar, amar y respetar.

Ignoro si los sueños que he tenido en los últimas noches significan algo, si es Atenea la que me habla a través de ellos, pero en las últimas noches he visto cosas que tú, madre, no creerías, circunstancias lamentables en las que puede estar envuelto Ulises, mi rey, tu hombre.

Hace frío en esta playa, y he de reconocer que tengo miedo. Temor de partir y no regresar, que al haber marchado de palacio si tu permiso no sea mi gesta aprobada por Zeus ni tenga Poseidón conocimiento de esta aventura que emprendo movido únicamente por el ansia de verdad y de sentido. Un año más mirando fijamente el mar podría dejarme ciego, como ese pordiosero al que tú das limosna cada día frente a palacio. No, madre, no quiero ser ciego, pero tampoco quiero vivir sin un motivo de orgullo, sin un orden ni una justicia claras para mi reino, merezco saber. Debo marchar, y es ésta mi fuga nocturna –facilitada por el bueno del porquerizo y una de tus doncellas mientras dormían tus bastardos pretendientes– uno de los hechos por los que quiero pedirte perdón, querida madre. No sé si volveré a verte, el mar en esta época del año es peligroso, y puede que sus olas me traguen y yo pase directamente al Hades, donde puede que esté ya padre, donde algún día, muy tarde, yo pueda volver a verte a ti, hermosa como siempre, llena de esperanza, tejedora de telares y de ilusiones para un niño que hace tiempo ha dejado de serlo. No tengo duda de que incluso allí, en un desconocido inframundo, tu seguirás destacando por todas las cualidades que te llevaron a ser la soberana más envidiada de Grecia. El viaje puede ser el fin, pero, ¿cómo no hacerlo? ¿Cómo no partir en esa nave?

También desconozco la naturaleza del dolor que esta mañana se ha apoderado de ti, al ver que en tu palacio, cercado por ebrios y encolerizados pretendientes, ya no estoy yo. No, no está tu hijo Telémaco, y me hago cargo del sufrimiento que ocasiono, un pesar que sólo habrá de cesar cuando el buen Eumeo –no le riñas, es un gran hombre y está de parte de la verdad– te entregue este legajo de notas de perdón. Porque el auténtico perdón que yo te imploro, madre, es el del hijo que se ha hecho adulto bajo el recuerdo de Ulises y de su grandeza, un adulto que no se ha percatado de que todo lo que tiene, siente y ama es obra tuya. Sólo hoy, aquí frente a un mar que ruge bajo un cielo desprovisto de dioses favorables, he sentido el fogonazo de lucidez necesaria para saber que, si soy algo, si llego a ser un buen rey o a conocer los últimos años gloriosos de la Ítaca de Ulises, es gracias a ti.

Los sueños en los que Atenea penetra como una serpiente en madriguera de conejo me han hecho saber lo que nunca he tenido presente: que tú has sido mi padre también, mi guía, mi verdadera reina y ejemplo. No sé cómo es mi padre, ni he tocado su barba rubia ni los músculos de piedra con los que tan fácilmente tensa el arco cómo él sólo sabe, ni lo he visto navegar, ni cazar jabalíes con Argos, ni impartir justicia. No sé nada y quiero saber, quiero saberlo todo. Pero madre, lo sé todo de ti y no ha sabido apreciarte lo suficiente hasta hoy, la noche que puede ser mi última noche en el reino de los vivos.

El primer recuerdo que tengo de mi vida son tus ojos, madre, seguro que tú también recuerdas cómo te miré ese día, cuando me bañabas en ese estanque cristalino frente a la casa del abuelo Laertes. Argos era todavía un cachorro, y chapoteaba de un lado a otro, salpicándonos ante las risas de los sirvientes, que nos esperaban fuera con un paño para secarme. Una de las ahogadillas que me hacías para divertirme debió de durar más de la cuenta, y te asustaste tanto al verme enrojecido y con un ataque de tos que te pusiste a llorar. Yo recuerdo tu mirada perfectamente, anegada por las lágrimas de terror y ese fugaz pensamiento de que algo grave podía haberme ocurrido. Fue ése el primer día que te abracé de forma consciente, pero no tengo duda de que fueron muchos los abrazos que nos dimos, me diste, antes de que mi conciencia brotase en ésta, la isla del rey Ulises, el fecundo en ardides, y que ahora es el epicentro de la injusticia y de la vileza. Nadie te vio nunca separarte de mí en mis primeros años, sé también que no aceptaste nodriza, que padre no entendió nunca tus afectos excesivos. ¿Cómo yo, tan ingrato, nunca te he dado las gracias por todo ello? ¿Por qué esta cobardía de hacerlo ahora? Perdóname, madre, por no haber sabido que decías en serio que no tuve hermano porque todo el amor posible lo habías guardado para mí sólo, para engrandecer mi futuro y mi corazón, del que algún día habría de reinar. ¿Qué clase de confusión ha reinado en mí, oh hermosa Penélope? ¿Por qué soy capaz de ver claro en esta noche aciaga, gélida y oscura? ¿Es demasiado tarde?

Espero que no, y que mientras tejes y destejes –y lloras– habrá un momento de tus pensamientos para el perdón y la gratitud. Has sido la mejor madre posible, y sólo los dioses lo saben como lo sé yo: quiero darte las gracias por ser quien soy, madre. Todo te lo debo. Después del día que supe que existíais tú y el mundo no he hecho más que dejarme llevar por tu sabiduría y buen hacer. Bien sabías tú, y yo sé ahora, que el hijo de un rey no es igual al resto de los mortales, pero, sin embargo, inculcaste en mí también la virtud de la humildad, y me diste una educación como a los demás hijos de la nobleza de Ítaca. Preferiste mi convivencia con otros niños, que descubriese solo la amistad, el compañerismo y la generosidad. Grato es el recuerdo de la época de mi instrucción, de Boadrio el tutor, de Céstor acompañándome siempre en mis lecciones sobre la virtud y el arte de la guerra. Qué infancia tan maravillosa, madre, tan protegido, tan feliz. No quería crecer, ni ser mayor, ni sé si quiero hacerlo todavía.

Me estoy acordando ahora –la oscuridad es terrible aquí– de cómo me consolabas en tu cama las noches en las que el miedo me invadía y necesitaba tu calor, el que requería un huérfano sin norte, sin guía.
Por qué no te he dicho nunca, oh reina Penélope, cuánto te debo, cómo de grande es el amor que te tengo. Crecí, aprendí a ser noble, sabio y justo; a cazar y a fijarme en las jóvenes bellas que tan interesadamente se me acercaban en palacio, y tú fingías entre risas y ausencias que nada ocurría, sin yo saber que en esas artes también eras experta, como en todo lo que tuviese relación con mi vida y con mi futuro regio. Seguías tejiendo y destejiendo ese infinito telar, alargando la promesa maldita a los execrables usurpadores, y yo mientras tanto no te veía, pero tú a mí sí, siempre estuviste ahí, en cada momento y circunstancia que me ocurrió.
Eumeo aviva el fuego y los guardias que me acompañan se desentumecen paseando por la orilla mientras comienza a clarear el cielo de amanecida. No debe de tardar ya la nave con destino a Pilos, desde donde luego me conduciré a Esparta. No me dirán gran cosa Néstor y Menelao, oh valientes sitiadores de Troya, pero tengo que buscar esa información sobre padre. Ambos la necesitamos. Ítaca y su pueblo también.

Me he quedado dormido apoyado en e lomo del viejo Argos, el perro de padre, que se resiste a morir sin verlo de nuevo, tal es su semblante de tristeza. Parece que él, como nosotros, anhela ver la vela de su negro bajel aparecer en el horizonte. Pobre, está cansado, apenas puede andar, y aunque ya no corra tras los jabalíes nadie podrá ganarle nunca en fidelidad y nobleza. Madre, he vuelto a tener un extraño sueño, y creo que Atenea, la de los ojos de lechuza, vuelve a insertar fantasías en las cabezadas que doy aquí, esperando en la fría playa. En los sueños he visto a padre navegar, enfrentarse a extraños peligros, he visto gigantes, hombres convertidos en cerdos por una mujer muy hermosa, sirenas maléficas y un bondadoso mendigo que quiere derribar la injusticia y la tiranía. También, a los lejos, tras una inmensa muralla, he visto un inmenso corcel de madera, desde el que, en la silenciosa noche iluminada por antorchas, han bajado a luchar los más valientes aqueos. También he visto a Ulises en el Hades, y luego vivo otra vez, en la isla de Ogigia, rogándole a la ninfa Calipso que lo deje volver a casa. He visto su rostro, su fortaleza, su pericia, y pronto volverás a verlo tú también.
He vivido todo eso, madre, y no sé cuál es la causa.

Un círculo anaranjado, casi rojizo, asoma en el horizonte, acompañado del graznido de las hambrientas gaviotas, mientras el fuego se apaga ayudado por la brisa suave que ha calmado el oleaje. Al fondo, a los lejos, una vela blanca asoma. Es la hora de partir. Apenas queda tiempo, madre, sólo me resta pedirte también esperanza. No he sabido apreciar tu obra para conmigo, tu abnegado sacrificio, pero quiero pedirte fe en mí, en el que soy ahora, y que sueñes que volveremos juntos a Ítaca Ulises y yo. No sé cuándo, ni cómo, pero Atenea y la hermosa Circe posibilitarán esa hazaña. Volverá el tiempo del bendito en ardides, el de los muchos caminos, el genial navegante. A la hora precisa de tensar el arco como él sólo sabe hacerlo, para impartir justicia y orden, y para reconocer entre lágrimas a quién más le quiso en este mundo. Que Zeus lo permita.

Tu hijo, Telémaco.

Rafael García Maldonado es boticario y escritor, nacido en 1981. En 2013 publicó El trapero del tiempo (Almuzara), con notable éxito de crítica y público, y en 2016 Tras la guarida (Anantes), reedición de una obra de Playa de Ákaba con la que cosechó excelentes reseñas y elogios. Ha participado en diversos libros colectivos y desde hace años escribe un diario titulado Diario de cabotaje.

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