“Todos los niños del mundo son en realidad nuestros hijos”

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Siempre es un placer leer a Ricardo Menéndez Salmón; su prosa hay que degustarla, palabras que se almacenarán en nuestro cerebro como una amable digestión de la memoria, aunque hablen del mal, la belleza, el arte o la muerte.

No hace tantos años, el 15 de diciembre de 1949, en una Europa desangrada por el nazismo y en la que la izquierda de entonces aún miraba con benevolencia al estalinismo y confiaba en una pronta revolución, se dio el siguiente diálogo en un teatro parisino:

DORA

¡Espera! (A Stepan) ¿Tú podrías, Stepan, con los ojos abiertos, tirar a quemarropa sobre un niño?

STEPAN

Podría, si la Organización lo ordenara.

DORA

¿Por qué cierras los ojos?

STEPAN

¿Yo? ¿He cerrado los ojos?

DORA

Sí.

STEPAN

Entonces fue para imaginarme mejor la escena y contestar con conocimiento de causa.

DORA

Abre los ojos y comprende que la Organización perdería su poder y su influencia si tolerara, por un solo momento, que nuestras bombas aniquilaran niños.

STEPAN

No tengo bastante corazón para esas tonterías. El día en que nos decidamos a olvidar a los niños, seremos los amos del mundo y la revolución triunfará.

DORA

Ese día la humanidad entera odiará la revolución.

El diálogo pertenece a la obra Los justos, de Albert Camus, socialista libertario y de espíritu independiente para quien la libertad y la igualdad eran caras de la misma moneda (libertad, desigualdad y fraternidad, le diría su gran amigo el poeta René Char). El fin no justica los medios. Ninguna revolución justifica la muerte de un niño.

Ahora que ya no hay revoluciones a la vista, creo que las contrarrevoluciones (hay varias en marcha, el fundamentalismo religioso, el neoliberalismo económico y salvaje) tampoco deberían justificar la muerte o el padecimiento de un niño. Pienso en África, Siria, Palestina… El llamado Primer Mundo. Pero me detengo en una información que he leído esta semana. Según la ONG Save The Children, como consecuencia de los recortes y las recetas de FMI, el 33,8% de los niños y niñas en España viven en situación de pobreza y de exclusión social. Nos alejamos de la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos Humanos que hemos firmado.

España es un país con muchos patriotas en uno y otro lado, pero no veo que a Rajoy o a Mas (que cuenta con el apoyo de Esquerra Republicana), por poner un ejemplo, les importe demasiado el presente o el futuro de estos chavales. Si como decía Rilke la verdadera patria es la infancia, creo que la patria de estos niños no va a ser muy prometedora.

El mismo día del informe de Save The Children leo:

“Infancia: tesoro inextinguible, única verdad segura, hogar y cauterio. Te he regalado una infancia cualquiera sin otro ánimo que cierta justicia poética. Devolverte lo que otros negaron. O ignoraron. U ocultaron. Pero ahora te dejo ir, niño plausible, niño soñado, niño intolerablemente humano al que sentir como propio, pues todos los niños del mundo son en realidad nuestros hijos”. El niño de la cita es Jesús, un Jesús inventado, protagonista de Niños en el tiempo (Seix Barral), de Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971).

En su última novela Ricardo Menéndez Salmón (RMS), uno de nuestros grandes narradores, ha elaborado un tríptico memorable, tres historias entrelazadas en torno a la infancia, la paternidad, la muerte, el amor y la literatura como redención.

En la primera parte, La herida, un matrimonio sucumbe ante la muerte la de su único hijo. Quien sea padre, Menéndez Salmón lo es, sabe la valentía, el coraje y el arrojo que hay que tener para escribir sobre una tragedia así, un tema tabú para muchos escritores y lectores, entre quienes me cuento. Entre los que sí se atrevieron, Raymond Carver, con el relato magistral Parece una tontería, a quien RMS rinde un homenaje.

En la segunda parte, La cicatriz, un novelista narra la infancia de Jesús. “Hay que hacerlo. Tenemos que regalarle una infancia a este niño. Cómo, si no, alguien podrá algún día creer en él. De qué hablan esos amanuenses, qué palabras vacías pronuncian, si ninguno mencionó jamás cómo le dolían los dientes, de qué color eran sus deposiciones, quién le hizo su primer rasguño.

Infancia y vida oculta. ¿Por qué?, embaucadores”

Si las Sagradas Escrituras son una rama de la literatura fantástica, se pregunta el narrador, “por qué no postular una forma distinta de propaganda”. Este Jesús imaginado tendrá una amiga y con ella aprenderá a descubrir y a disfrutar del mundo, de lo cercano y  lo lejano, de los insectos y las estrellas, de lo eterno y caduco. También conocerá el amor y la muerte. Ya que mencionábamos a Rilke, estoy seguro de que a este Jesús le habría gustado lo que escribió muchos años después el autor de las Elegías de Duino.

Mira, los moribundos, ¿no han de sospechar acaso cómo

todo lo que aquí realizamos es, completamente,

un pretexto? Ninguna cosa es ella misma. Ah, horas

de infancia, cuando detrás de las figuras había algo más

que el mero pasado, y delante de nosotros, ningún futuro.

Cierto, crecíamos, y a veces nos empeñábamos en hacernos

mayores demasiado rápido, en parte por amor a aquéllos,

que ya no tenían otra cosa que el ser mayores.

Y sin embargo, cuando estábamos en nuestra soledad

nos divertíamos con la permanencia y perdurábamos ahí,

en la brecha entre el mundo y el juguete, en un lugar

que desde el principio se había establecido para

un acontecimiento puro.

La tercera parte, La piel, la más breve e intensa, una mujer embarazada busca refugio y soledad en Creta, el origen de la civilización occidental, donde tal vez encuentre respuesta a la decisión que ha de tomar.

Con economía de recursos (no confundir con el minimalismo), las tres historias dialogan entre sí para crear un relato mayor, con múltiples aristas, como si Menéndez Salmón colocase al lector dentro de un panóptico (que diría el propio autor), en un punto desde el que pudieran leerse las tres narraciones al mismo tiempo. Me atrevería a afirmar que desde ese punto el lector asiduo del escritor asturiano casi podría leer el resto de su obra, una de las más singulares de la narrativa actual en España (Gritar, por ejemplo, es uno de los mejores relatos que se han escrito en las últimas décadas).

Siempre es un placer leer a Ricardo Menéndez Salmón, su prosa hay que degustarla, palabras que se almacenarán en nuestro cerebro como una amable digestión de la memoria, aunque hablen del mal, la belleza, el arte o la muerte.

Maestro de la novela como género híbrido, en Niños en el tiempo RMS nos habla de la niñez y de su “reverso”, la paternidad. Ser padre supone amar incondicionalmente. Es una apuesta por la vida. De ahí que sea tan difícil, casi imposible, levantarse después de haber perdido a lo que más se quiere, a lo más frágil. Con estos mimbres podríamos pensar que Niños en el tiempo es una novela fatalista. Todo lo contrario. Uno sale conmovido y decidido a vivir tras su lectura, que recomiendo. Seguimos adelante, a pesar de todo, cada uno a su manera, con sus tiritas particulares. El narrador de La cicatriz lo consigue gracias a la literatura, a las palabras. Son incapaces de devolver la vida a un ser querido, la palabra y la imagen no dejan de ser un fracaso, sí,  “son condena, cierto, con sepelio, sin duda, pero también son, sí, son parte siempre y desde siempre, sí, son en la pobreza y en la riqueza, en la salud de la enfermedad, en la soledad y en la compañía, han sido, son, serán siempre el último, el único, el irremediable equipaje”.

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