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Manuel Arias: «Nunca hemos sido racionales, aunque nuestro orden institucional lo sea»

Por Antonio García Maldonado, el 15 de diciembre de 2016, en libros málaga

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El profesor y teórico político Manuel Arias Maldonado

El profesor y teórico político Manuel Arias Maldonado

“No somos lo que parecemos”, afirma en esta entrevista el profesor y teórico político Manuel Arias Maldonado (Málaga, 1974). Esta sentencia resume una de las tesis esenciales que defiende en su nuevo libro, La democracia sentimental, que Página Indómita acaba de poner en librerías y que hoy se presenta en Málaga, a las 20.00. Frente al sujeto racional que creíamos ser, que toma decisiones tras calcular los pros y los contras, y sobre el que nuestros sistemas políticos se fundan, la neurociencia (y los resultados electorales) confirman nuestra dependencia de unas emociones denostadas en la deliberación pública.

Las redes sociales, el auge de las telecomunicaciones o el progreso científico-técnico, lejos de atenuar este hecho y llevarnos hacia el sujeto volteriano, incrementan el “giro afectivo” del que habla el autor. “Hay una relegitimación de las formas emocionales de expresión en la esfera privada y la expresión artística”, afirma en el libro, y era de esperar que esto tuviera consecuencias en nuestro comportamiento social. Algo con importantes implicaciones para la democracia, el debate político y las estrategias electorales. Sobre todo esto conversamos con mayor seriedad (y serenidad) de la que el parentesco que el apellido indica y la intensa amistad nos permiten hacer casi a diario.

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¿Este “giro afectivo” en la relación del ciudadano con la política explica a Trump o el Brexit?

Lo explica, sin duda. Pero a condición de que no creamos que se ha producido una transubstanciación repentina del ser humano que lo hace pasar de la racionalidad a la emocionalidad. Lo que cambia es la mayor conciencia que estamos ganando sobre el peso de nuestra afectividad; o sea, sobre los límites de distinto tipo que afectan a nuestra racionalidad.

Parece que hemos sobrestimado al sujeto racional sobre el que se asienta el liberalismo político. Hablas de “sujeto postsoberano”.

Así es. El sujeto del liberalismo o la ilustración podría describirse como un sujeto autónomo que atiende a razones (aunque la ilustración anglosajona, con Hume como estandarte, siempre albergó dudas al respecto); en ese sentido, es un sujeto que ejerce soberanía sobre sus decisiones. Ahora estamos aprendiendo que esa soberanía no es tal: nos influyen las emociones, las sensaciones, los demás… y una buena parte de los procesos de decisión no son conscientes o son, como dice Kahneman, rápidos e intuitivos, más afectivos que racionales. No somos, en fin, lo que parecíamos.

Dices que “el dominio de lo afectivo, de aquello que nos “afecta” en sentido propio, es cada vez más amplio”. ¿Esto es algo nuevo o algo que se descubre, gracias a la ciencia y a estudios sociológicos más amplios, ahora? Hablas de un “giro afectivo”.

Sí, este giro afectivo se da en las ciencias sociales y las humanidades desde hace al menos una década. Es una reacción al agotamiento del giro cultural característico de los 80, que define al sujeto como un producto de los discursos y la cultura. Pinker con su tabla rasa inicia el contraataque de quienes creen que hay aspectos innatos del ser humano que merecen reconocimiento. Y, desde ese momento, el debate se dispara en múltiples direcciones, algunas de ellas insospechadas. Por ejemplo, la representada por aquellos que encuentran en el ámbito de lo preconsciente el espacio para la libertad humana, el lugar donde puede crearse algo «diferente» por no estar sometido al imperio del lenguaje. No deja de ser paradójico, pero decirse se dice.

¿Y qué consecuencias, cambios, tendría esto en nuestra concepción como “consumidores” de ofertas políticas?

Mientras no desarrollemos técnicas eficaces para explotar esas fallas de la racionalidad, las consecuencias no serán demasiado llamativas; no, al menos, en comparación con lo que ya se venía haciendo hasta el momento. En ese sentido, quienes hacen campaña habían comprendido intuitivamente hace mucho tiempo lo que ahora vamos averiguando: que un discurso racional y sofisticado es mucho menos eficaz que un candidato que despierte en los votantes los sentimientos adecuados. Parafraseando a Bruno Latour, nunca hemos sido racionales. Aunque nuestro orden institucional, por suerte, lo sea.

Hablas del conflicto entre las libertades y las exigencias colectivas, y de que la solución pasa por la democracia representativa. Sin embargo, esta parece en desventaja pública frente a la directa. ¿Por qué es mejor la representativa? Esto no parece muy popular hoy.

Supongo que no es popular, pero las ejecuciones públicas eran populares y eso no es razón suficiente para preservarlas; si lo popular fuera un criterio decisivo… De hecho, las democracias representativas ya se diseñan como tales en gran medida como respuesta al shock que supuso la «voluntad popular» en la Revolución Francesa, lo que incluye los célebres «checks and balances» que permiten dividir el poder para evitar su abuso, filtrar las demandas populares a través de los órganos representativos, asegurar la independencia de los tribunales y los medios de comunicación, o crear instituciones contramayoritarias (como los Tribunales Constitucionales o los Bancos Centrales) que excluyen determinadas decisiones de la competencia electoral. En definitiva, se trata de que la democracia se proteja de sí misma, introduciendo contrapesos liberales que limitan el alcance del gobierno popular. Hay implícita aquí una cautela contra todo tipo de creencias, incluidas las racionales, frente a la confianza desmedida que los positivismos exhibieron, incluido el comunista.

¿Qué papel han jugado las Nuevas Tecnologías de la comunicación y los medios audiovisuales en este predominio de lo emocional en lo que estaba llamado a ser estrictamente racional?

Un papel destacado, en la medida en que facilitan la relación directa de los ciudadanos entre sí, de los ciudadanos con los actores políticos y, de paso, la difusión de las noticias falsas o las creencias menos razonadas. Digamos que no inventan nada que no existiera, pero le dan una nueva dimensión. Hay que tener en cuenta que hay muchos más usuarios de redes sociales que lectores de periódicos, siendo el caso que ni siquiera éstos carecen de sesgos o inclinaciones emocionales. Pero en el libro trato de mostrar cómo las redes sociales son intrínsecamente emocionales, o en todo caso más emocionales que persuasivas, y crean de manera espontánea públicos afectivos que encuentran recompensa en la pura expresividad, en el narcisismo de la propia opinión por banal que sea. Las redes han saturado el debate público de formas emotivas y con ello han ayudado a desordenar la esfera pública, que por otro parte nunca fue ni podrá ser demasiado ordenada. Puede así decirse que son un fenómeno democratizador, para bien y, claro, para mal.

Hablas de que “esto implica […] que no somos agentes soberanos”. Parece una afirmación muy contundente. ¿Cómo definirías entonces al votante, al consumidor político actual? A su vez, dices que “el sujeto postsoberano no deja de ser una propuesta razonable”. ¿No estamos tan mal entonces?

No somos soberanos en el sentido clásico, cartesiano o kantiano, pero saberlo nos empodera; es lo que llamo «paradoja del sujeto postsoberano». ¿O es que somos más libres y racionales experimentando la ilusión de que lo somos aunque no lo seamos? Y podemos decir que es una propuesta razonable si atendemos a las alternativas que se dibujan en los extremos: la idea de que somos contenedores vacíos que rellenan los discursos dominantes o la de que somos pura genética sin libre albedrío.

Dices que “una verdad solo lo será si es sentida como tal por el ciudadano o grupo social en cuestión”. ¿Es esto la postverdad? ¿No es esto más bien la embaucación política de toda la vida?

Me refiero con ello a que la lucha política es hoy en día, más que nunca, una lucha por la percepción del público: por hacer que un número suficiente de ciudadanos vea los asuntos como nosotros queremos que los vean, a través de las lentes que nuestro discurso gradúa. Y en ese sentido la verdad objetiva se ve desplazada por la verdad sentida o percibida. Salvo, claro, en el caso de sucesos de hecho que no pueden refutarse, como la caída de Lehman Brothers o los atentados del ISIS. Y aun en estos casos, la disputa se desplazará hacia la interpretación de esos hechos; su interpretación «sentida» o percibida.

¿Qué nos dicen los nuevos estudios científicos sobre los procesos neuronales en relación a la política? ¿El avance científico echa por tierra al sujeto que creemos que somos desde la Ilustración?

Puede decirse que el avance científico, que tampoco es en este campo todavía unánime ni definitivo, emborrona el autorretrato ideal que habíamos pintado de nosotros mismos. Aunque, todo hay que decirlo, ha sido necesaria mucha presencia de ánimo para mantenerlo colgado de la pared tras el sanguinario siglo XX. En realidad, aquí tenemos encerrada la clave del asunto: el siglo XX demuestra la peligrosidad del ser humano para con el ser humano y, con ello, la absoluta necesidad de facturar mejores seres humanos aspirando a la autonomía y la racionalidad, a sabiendas de que estos principios son ideales regulativos que no podemos realizar plenamente. Pero, ¿qué podemos hacer? ¿Proclamar la irracionalidad humana y renunciar a toda forma de orden social? Eso no es una salida. Y, en todo caso, los estudios neurocientíficos aún no han logrado iluminar la relación entre procesos neuronales y estados mentales, ni explicar el funcionamiento de la conciencia; queda trabajo por hacer. Mientras tanto, podemos esforzarnos por ser más racionales o, como mínimo, reflexionar sobre nuestras emociones a posteriori, una vez que han influido sobre nuestras decisiones y conductas.

Parece que somos incapaces de concebir propuestas políticas atractivas sin esa dicotomía paraíso/infierno de las religiones. ¿Tiene algo que hacer el sujeto liberal ante esta realidad insistente? ¿Cómo?

Somos seres simbólicos y narrativos, poderosamente atraídos por las promesas de redención situadas en el futuro, ya sea ultramundano (religiones) o intramundano (ideologías políticas). Es algo inevitable, dada la imperfección que por definición aqueja al presente, en contraste con los contornos dorados que presentan el pasado (recuerdos) y el futuro (representaciones imaginarias). Seguramente la única respuesta ante la presión que esta estructura psíquica y afectiva ejerce sobre la vida política resida en las instituciones: la representación política, el imperio de la ley, la división de poderes. Son la línea de defensa de la civilización frente a nuestras peores tendencias.

Dices que “los tiempos de crisis hacen florecer sistemas de creencias más extremistas”, ¿es el populismo entonces coyuntural? ¿O en cambio han entendido sus líderes mejor ese “giro afectivo” del que hablas?

Es un dilema interesante. Desde luego, el populismo es vocacionalmente afectivo: descree de la razón como fundamento de las sociedades humanas. Y en ese sentido, podríamos decir que está en línea con las renovadas sospechas sobre los límites de nuestra racionalidad. Pero hay que hacer algunas matizaciones. La primera es que también puede hacerse una lectura constructiva de las emociones como aquello que nos hace humanos; aquello sin lo cual carecemos de motivaciones para hacer y elegir. Desde este punto de vista, como sostienen autoras como Martha Nussbaum y Victoria Camps, las emociones serían elementos del juicio humano, poseerían un componente cognitivo. Y es cierto, pero no sin la ambigüedad que las distingue: las emociones pueden también nublar el juicio y llevarnos a cursos de acción contrarios a nuestros intereses; piense en el envidioso. En segundo lugar, supongamos que el populismo explota hábilmente el giro afectivo: ¿qué clase de sociedad puede edificarse sobre esa premisa? Para esa pregunta, el populismo no tiene respuesta.

¿Sirve de algo entonces la persuasión electoral basada en razones y promesas racionales?

Feministas y comunitaristas vuelven a poner este asunto sobre la mesa en la teoría política de la segunda mitad del siglo XX: la pregunta sobre si nos hacemos o somos hechos que atraviesa la historia del pensamiento occidental. Ni nos hacemos del todo, ni somos hechos a secas: la respuesta es una combinación de ambas posibilidades, existiendo también diferencias entre individuos en función del grado de reflexividad y autoconciencia de que hace gala cada uno. Dicho esto, la influencia del grupo y el entorno es notable: por medio de los demás recabamos información y pistas sobre cómo actuar y cómo votar, al tiempo que experimentamos una mezcla de envidia y presión conformista que no deja de tener lógica, porque queremos estar de acuerdo con las personas que tenemos cerca. De ahí al tribalismo moral que separa el «nosotros» del «ellos» solo hay un paso. Pero también esto tiene su lógica, porque de esa manera clasificamos rápidamente a los otros sin perder el tiempo en cosechar información.

Hablas en la parte final del libro de un «ironista melancólico» que propones como tipo ideal para navegar por el terreno cenagoso abierto por el giro afectivo.

Sí, lo hago después de repasar el conjunto de antídotos que la democracia puede utilizar para lidiar con la sentimentalización de la política: hablo del paternalismo libertario que recomienda el uso de nudges o empujones que nos ayudan a decidir mejor, hablo del agonismo que sugiere organizar la democracia alrededor del conflicto, de la empatía como complemento a la deliberación, de la promoción pública de las emociones políticas democráticas… Pero no hay una solución institucional unívoca. Por eso, en la última parte del libro hago una «defensa apasionada de la razón escéptica» y desciendo al plano individual, a la tarea que cada uno debe acometer para ser mejor ciudadano.

¿Cómo definirías a ese ironista melancólico?

El ironista melancólico es un tipo ideal de subjetividad, una meta deseable para el ciudadano del siglo XXI: alguien que toma distancia respecto de su concepción del bien, porque comprende que hay muchas otras formas de ver el mundo que merecen respeto y con las que es necesario convivir pacíficamente, algo que solo la democracia hace posible; y alguien que sabe que los órdenes individual y colectivo jamás lograrán alinearse de manera satisfactoria, porque es imposible que eso suceda: es una brecha trágica que aconseja no depositar demasiadas esperanzas en la política; de ahí la melancolía anticipada. Ahora bien, lo que me interesa es ordenar la relación entre el sujeto postsoberano y la polis; hablo del ciudadano en relación a su comunidad política, no del individuo que puede -en su vida privada- ser tan apasionado como quiera. Faltaría más.

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