Xavier Aldekoa, ‘Océano África’ sin tópicos ni dramatizaciones

Xavier Aldekoa. Foto: Rocío Gómez.

Xavier Aldekoa. Foto: Rocío Gómez.

Xavier Aldekoa. Foto: Rocío Gómez.

Explica en su web: “Me produce un sopor insoportable sentarme frente a un libro en un lugar hecho para leer”. Quizá por eso Xavier Aldekoa (Barcelona, 1981) ha escrito un libro que se siente y te zarandea. No todo es tragedia, ni mucho menos, porque lo que pretende ‘Océano África’ (Península) es romper con determinados clichés asociados a África; por eso no sólo se llora, también se ríe y se comprueba que gran parte de nuestra conmiseración es puro desconocimiento y prejuicio. Corresponsal en África del diario ‘La Vanguardia’, Aldekoa se estableció en 2009 en Johannesburgo tras años de viajes por el continente. Además, es miembro de la productora social e independiente Muzungu.

La fascinación por Tombuctú abre un libro que se cierra con las previsiones a medio plazo para el continente africano. Entre medias, una muy intensa experiencia personal y profesional. Toda fascinación corre el riesgo de la idealización. ¿En qué punto entre el realismo y la idealización está suspendida ahora la mirada sobre África de Xavier Aldekoa?

Espero que esté lo más equilibrada posible. Intento ser honesto y consciente de mi mochila, de la cultura, de la realidad que llevo encima. Es imposible ser objetivo, siempre se va a ser subjetivo, y yo le tengo cariño al continente, pero intento mantener esa mirada desde el respeto y la honestidad. También creo que es importante mantener esa sorpresa, esa mirada de fascinación, para que estén presentes todos los detalles y no perderse nada, aunque tampoco hay que pasarse y caer en el buenismo. Hay que intentar ser equilibrado y justo en la mirada.

“No me empujaba la sed de aventuras, sino la curiosidad”. Sin embargo, en África la aventura parece intrínseca a la curiosidad del periodista.

Quizá porque hay situaciones a las que no estamos tan acostumbrados, pero en realidad es nuestra mirada la que lo marca como aventura, porque para un somalí que atraviesa el desierto no hay nada de aventura en eso, sino más bien una necesidad; o para alguien que viaja en un autobús destartalado durante trece horas tampoco es una aventura, es probablemente su única manera de desplazarse de un lugar a otro. Es verdad que nosotros lo podemos ver desde aquí como aventura, pero yo prefiero llamarlo realidad. Sinceramente, no voy con sed de aventuras sino con ser de conocer y, sobre todo, más que esa aventura -que podríamos decir que es el envoltorio-, para mí la verdadera es la de conocer a la gente. Me dan el privilegio de escucharles, de que me cuenten sus problemas o sus alegrías, para mí eso es lo importante. Cuando digo que no voy por aventuras es porque realmente lo que me interesa es explicar las cosas. El viajero viaja por su experiencia, por su sabiduría, lo que está muy bien, pero el reportero tiene que poner la atención en los demás, por eso intento fijarme en ellos.

‘Océano África’, porque el continente es inabarcable. En ese sentido, ser corresponsal en África puede parecer tanto como intentar cruzar el océano en una pinaza. ¿Se puede abarcar lo inabarcable?

No, es imposible. De hecho, sólo dentro del territorio de África podrían caber los de China, Estados Unidos, México, Europa e India juntos, y me quedarían trozos. África es muy grande, demasiado grande, así que no tengo otro remedio que volver a la honestidad de la que hablaba antes. Trabajo como corresponsal en África porque hablamos de una convención geográfica, pero intento ser honesto, hablar de lo que conozco. Por eso viajo mucho e intento hacerlo varias veces al mes si puedo para conocer el máximo de sitios posibles, al mayor número de gente posible, e intentar explicarlo lo mejor posible. No intento dármelas de experto en todo un continente sino partir de mis limitaciones.

Página 38: “Aunque pasó de puntillas por los medios de comunicación españoles, fue un desastre descomunal”. Página 100: “Aquella emergencia descomunal no parecía importarle a nadie”. Son dos apuntes pero es un lamento extensible a gran parte de las historias que relatas en el libro. El desinterés por algunas realidades es una queja muy frecuente entre periodistas que cubrís determinadas regiones del mundo. ¿Es una cuestión de falta de sensibilidad?, ¿de saturación informativa?, ¿de racismo?

Creo que es más una cuestión de sensibilidad. Te cuento una anécdota de un amigo viajero: en 1982 estuvo en Bamako, la capital de Mali, y me contaba que se fue al cine a ver un documental sobre el Holocausto, él era el único blanco en el cine. Cuando salieron los prisioneros judíos -delgadísimos, con el uniforme de presidiario de rayas- todo el cine se puso a reír, porque no tenían ningún tipo de contexto de esa realidad. Nadie se reiría del Holocausto, nadie que conozca esa realidad, ese contexto y lo que supuso se reiría, pero si le quitas el contexto a eso no hay ninguna empatía, ninguna sensibilidad posible, y eso es lo que muchas veces nos pasa con África. Vemos al tipo con el machete persiguiendo a otro, o todo un reguero de muertos en algún sitio, pero como apenas tenemos contexto no hay una sensibilidad posible o es mínima, porque apenas hay información continua que vaya, sobre todo, al hueso de por qué está ocurriendo, a la raíz de por qué se ha llegado a esa situación. Creo que esa insensibilidad no es sólo respecto a África sino a todo lo que desconocemos, a aquello de lo que nos muestran una foto sin contexto, ahí la sensibilidad se pierde por el camino.

De hecho, ya lo apuntas en el libro: “Medios de comunicación de todo el mundo se aprestaron a etiquetar el conflicto como una guerra de religiones. Pero nada es tan sencillo”. Nada lo es, pero vivimos tiempos de tuits y ‘hashtags’, de simplificación extrema, de información masticada para ser consumida. Admitiendo que la pregunta es en sí misma una simplificación, ¿cuáles son las mayores simplificaciones enquistadas en los medios de comunicación sobre países africanos? Aquello que más altera a Xavier Aldekoa.

Son varias. Por ejemplo, esta que has dicho de las guerras entre musulmanes y cristianos. Eso es un factor, porque es un factor comunitario -cuando hay una guerra la gente se divide muchas veces en comunidades de autodefensa-, pero sólo es un factor y, en cambio, se señala como si fuera la raíz del problema. Esa simplificación la puedes ver en muchos otros lugares, con cosas menos negativas como que en Sudáfrica es sólo una cuestión de blancos contra negros, cuando entre blancos hay grandes diferencias entre los que tienen raíz bóer u holandesa y los que tienen raíz británica, y entre los negros hay varias etnias, hay zulúes, sotos, xhosas… O con la cuestión del ébola, había una desinformación brutal y parecía que cualquier africano pudiera tener la enfermedad; eso llegó incluso a provocar que se anularan reservas de viajes a sitios tan alejados como Kenia o Sudáfrica, que están más lejos que España de la zona donde hay ébola.

No sólo los medios, los ciudadanos también somos responsables de las simplificaciones con las que creemos explicar el mundo. ¿Cuáles son nuestros mayores prejuicios? Aquellos que Xavier Aldekoa tiene que confrontar cada vez que vuelve y asoma África en una conversación.

¡Bastantes! Claro, la mayoría de mis amigos y de mis familiares no saben mucho de África. Yo soy muy consciente de ese desconocimiento y parto de esa base para intentar explicar y contar. Lógicamente, es importante contar las barbaridades que ocurren –guerras, conflictos e injusticias-, pero me interesa mucho poner el acento en esa otra parte positiva. Hablamos de que en África hay sitios donde se vive bien, hay ciudades, hay gente educada –cada vez más, por cierto-, hay una clase media incipiente, se habla de que son entre 350 y 400 millones de africanos con capacidad para consumir, aunque sea limitada. Esa otra parte, esa África que se sale del cliché de la pobreza y de la guerra, es en la que quizá hay que poner más el acento, porque no estamos demasiado acostumbrados a pensar que esa gente, incluso la que es refugiada porque ha habido un conflicto, vive como nosotros; esa gente tiene una educación y una manera de pensar propia. Así que intento poner mucho el acento en eso, en la parte positiva de África. ¡Que la hay!

“La sencillez de las costumbres y el modo de vida de algunos pueblos africanos, que en algunos casos roza la pobreza y avanza al margen de la civilización o la modernidad, se suelen confundir con un supuesto atraso cultural”. ¿Cuántas veces te has encontrado haciéndote esta reflexión? ¿Cuántas veces la vivencia in situ ha despertado un debate interior entre lo que estabas viendo y viviendo confrontado a lo que culturalmente uno da por absoluto, por consolidado?

¿Sabes qué pasa? Que a veces a mí también me cuesta porque, sin quererlo, voy con unos prejuicios. Recuerdo cuando estuve varios días conviviendo con los san, con los bosquimanos que viven en el desierto del Kalahari, en Botsuana. Yo los veía como normalmente nos los muestran, que es un pueblo que vive de la caza, de la recolección de frutos, y apenas sin ropa…, para que nos entiendan, en una especie de edad de piedra. En cambio, cuando llego allí me doy cuenta de que esta gente lleva viviendo allí más de 20.000 años y que además no se ha estado rascando la barriga, tienen una capacidad de distribución social espectacular, con códigos muy diferentes a los nuestros pero muy interesantes. Por ejemplo, no hay nunca una confrontación. Cuando hay un problema entre ellos lo que hacen es separarse. Hay gente que se separa de la aldea y otros que vuelven a encontrarse después de meses o años en el desierto, para entonces el problema ya se ha solucionado. Otro ejemplo, que nadie posee nada. Si tú necesitas un cuchillo y sabes que en la otra aldea hay alguien que lo tiene, vas y lo coges porque lo necesitas. Ves que hay gente que tiene otras formas de relacionarse, incluso de jugar. Los niños bosquimanos no juegan a ningún juego que tenga ganador o perdedor. Era muy curioso porque, por ejemplo, si jugaran a fútbol -que lo que harían es chutar a algo redondo-, nunca habría portería porque nadie gana, no entienden que se pueda ganar y perder. Ves que hay códigos de otras sociedades, de otras culturas, que son interesantes y de los que incluso podemos aprender sin esa mirada de superioridad que tenemos normalmente desde arriba. Deberíamos tener algo más de humildad para aprender también de los demás.

La capacidad de adaptación a espacios con unas condiciones extremas es admirable. La capacidad de resistencia y lucha por la supervivencia en situaciones límite deja sin palabras. El libro me transmite también una sensación no sé si de fatalismo, pero sí de resignación ante lo aparentemente inevitable, que no sé hasta qué punto está ligada a la superstición y la espiritualidad. Antes que culpar al humano, parece asumirse el designio divino.

No siempre. De hecho, intento huir un poco de mostrar esa África negativa y por eso también combino con cosas del día a día, de la cotidianidad, también positivas, claro. Depende un poco de las culturas. Más que pensar que es inevitable o adaptarse a eso, es que hay gente que vive en una situación que está enquistada en el tiempo. Pienso, por ejemplo, en Somalia, que lleva más de 20 años en el desgobierno y en el caos, o en gente que ha huido y es refugiada en Dadaab, en la frontera de Kenia con Somalia, donde hay 500.000 personas en un campo de refugiados construido en 1990 para 90.000. Hay gente que ha nacido allí y no puede salir, porque el gobierno de Kenia no les deja. Más que fatalismo es que se han tenido que adaptar a esa situación injusta y muy complicada. No sé si es una manera natural de resistir, una manera humana de adaptarse cuando no hay otro remedio.

Pocos relatos como el del ‘Edén contaminado’ nigeriano ponen de manifiesto la obscena desigualdad de una élite millonaria frente a una mayoría social terriblemente empobrecida. Recursos naturales explotados por Occidente en connivencia con una élite corrupta y sin escrúpulos, un relato que se repite y se repite, no sólo en tus textos sino en la historia africana.

Sí, la verdad es que eso sí que es denunciable. Me acuerdo del delta del Níger, en el Sureste de Nigeria; es una vergüenza lo que está pasando allí. Ves situaciones de contaminación brutales, pescadores que han perdido su forma de vida por ese intento de enriquecerse de las compañías petroleras con la connivencia de gente local que es corrupta. Ves realmente cómo les afecta. Y podríamos seguir, podríamos decir en Congo, en Sudán del Sur, donde hay otra vez una guerra después del pequeño periodo de paz, donde hay petróleo en disputa. Podríamos ir a cualquier otro lado, la gente que se aprovecha de la tala de árboles en Camerún y que afecta directamente a los pigmeos o a los himba, que no quieren que los echen de sus tierras porque quieren construir una presa. Los avances, la modernidad y, sobre todo, el negocio van en contra de los derechos de la gente. Estoy de acuerdo en que tiene que haber un equilibrio, pero siempre que sea por decisión de la gente que está allí. Demasiadas veces, cuando hay dinero de por medio, también hay abuso.

En ese relato recoges una escena apocalíptica que me recordaba al libro ‘Cosmópolis’ de Don DeLillo: cuando llegáis en un gran coche a un hotel de lujo rodeado de miseria, de una fila de gente mendigando.

Nunca me muevo en hoteles de lujo y en ese caso nos habían invitado e íbamos a hacer la entrevista allí, pero cuando llegamos a la puerta y vemos no sólo la fila sino la desesperación… Recuerdo a un anciano llorar para ver si le podíamos dar algo de limosna, y ahí ves la desesperación tan grande y la obscenidad de que a un lado de la verja esté la gente tan desesperada, sin ropa alguna, y al otro lado… Me acuerdo de que se gastaron 200 euros en una botella de vodka. Uno de los locales más chic de la ciudad, de Port Harcourt, está en ese hotel; además, había un dj de Alemania, si mal no recuerdo, y todo lleno de prostitutas de lujo para los clientes blancos o para nigerianos ricos. La verdad, una obscenidad.

África es un “puzle prefabricado” de países producto de un diseño que no tuvo en cuenta su realidad política y cultural. La progresiva independencia de los países africanos en la década de los 60 se hizo mediante un trasplante del “sistema de derechos y libertades europeo a sociedades que no tenían instituciones de Gobierno preparadas o, a veces, ni siquiera una concepción similar del mundo. La democracia debía imponerse”. Como reflexionaba el periodista Eugenio García Gascón, “imponer la democracia puede llevar a perder libertades”. De nuevo, generalizar es obviar las diferencias específicas de cada país, ¿pero cuáles son los riesgos de la democracia en África?

Bueno, de la mala democracia en África. Creo que ese es el problema principal, el abuso de poder. Cuando tú das poder a una parte y esa parte no respeta… La democracia no es sólo decidir quién debe gobernarte, sino un pacto tácito de que el gobernante, quien llega a la victoria, no aplasta a su contrincante, respeta al perdedor y a la oposición. Ese es uno de los problemas principales. Cuando le das poder a un gobierno estás también creando un pacto del Estado respecto a la seguridad y, por ejemplo, vemos abusos de poder brutales de la policía en Nigeria, o ahora mismo se acaban de descubrir abusos brutales, con ejecuciones sumarias, con asesinatos, de la policía de Kenia para combatir en lo que ellos consideran siempre una causa justa, como puede ser el terrorismo de Boko Haram o el islamista de Al-Shabab. Pero con esa «causa justa» se cometen atrocidades brutales que lo único que hacen es alentar más el radicalismo. Así que si se hace mal la democracia lo único que haces es dar poder a gente que a lo mejor no es la indicada, y si además son corruptos engordas y engordas sus bolsillos y debilitas cada vez más las redes sociales de los países.

En este último caso de Kenia, ya lo advertías en tu cuenta de Twitter, la formación de la policía la proporcionan socios que les pueden resultar sorprendentes a muchos: Israel y Reino Unido.

Sí, pero con las noticias que nos llegan de las torturas en Estados Unidos u otras cosas, la verdad es que te sorprendes menos. Ves que la supuesta superioridad moral del primer mundo se difumina demasiado cuando estamos hablando de combatir por algún tipo de causa o, sobre todo, cuando llega a otros países más pobres donde el control aún es menor. Por suerte, la sociedad creo que cada vez tiene más educación, aunque tardará un tiempo en tenerla como para poder exigir esos derechos de una manera más fuerte, con una voz que se oiga más. Algunos países lo están consiguiendo más, otros tienen un largo camino, pero la responsabilidad del primer mundo en no facilitar eso, e incluso en favorecer esos abusos de una manera subterránea, es deleznable y denunciable. En ese sentido, la responsabilidad de lo que ocurre debe ser compartida y debemos señalar hacia casa, hacia lo que hacen mal los del supuesto moralmente primer mundo.

Cooperantes y congregaciones religiosas. Puede sonar paternalista, ¿pero qué sería de África hoy sin ellas? Para lo bueno y para lo malo, claro.

Depende, porque yo aquí en las ONG he visto de todo, gente que actúa de una manera heroica y gente que hace un negocio del drama, de la necesidad, ganando unos sueldos que son obscenos. No creo que sea de recibo ganar un sueldo brutal cuando estás ayudando a gente que no tiene nada para comer. Aunque se tenga que pagar bien, hay un límite. Sin embargo, veo a gente que trabaja muy bien y está invirtiendo parte de su vida y de su economía –porque allí apenas ganan lo que ganarían en otros lados- y lo hacen por amor al prójimo. En el caso de los religiosos, ves a gente que no se va cuando las cosas se complican más. Lo hemos visto en el ébola o en República Centroafricana; cuando realmente su vida pendía de un hilo, no se dejaban amedrentar porque sabían que si se iban ellos ya no iba a quedar ningún testigo y podía haber una matanza mayor. Con su valentía salvaban vidas. Pero no sólo ellos, también mucha gente local. Nos olvidamos muchas veces de ellos. Médicos, enfermeros y enfermeras, gente que ayuda a los demás, locales que, pudiendo irse a otros sitios por su formación, llevar una vida cómoda, se quedan a trabajar y deciden quedarse. En eso nos fijamos menos porque, como son del mismo color de piel de los que sufren, parece que es su obligación y no, esta gente se podría ir, vivir una vida mejor, pero decide quedarse arriesgándolo todo.

¿Es cómoda para esas malas democracias de las que hablabas, incluso para las dictaduras, la presencia de las ONG y de las congregaciones religiosas? ¿Les cubre esa parte que debería ser de su responsabilidad?

Este es un debate largo y antiguo: si ponen tiritas a los desmanes de los dictadores o son necesarias. Personalmente, sin ser un experto en temas humanitarios, a mí me da la sensación de que la ayuda humanitaria urgente es necesaria, por ejemplo en catástrofes como la sequía tan grande que hubo en 2011, la peor en 60 años, en la que había lugares en los que no llovía desde hacía dos años; o en la epidemia del ébola, que afecta a sistemas muy empobrecidos con redes sanitarias o educativas muy frágiles. Ahí creo que sí son necesarias y hacen un trabajo inestimable. En otros lugares perpetúan una situación de dependencia que no es positiva. Habría que poner más el acento en la exigencia a los gobiernos para que cumplan y no tanto en la tirita, por decirlo de alguna manera. Ya digo que es un debate largo y mi opinión es que debería ser una cuestión de emergencia, cuando pasa algo extraordinario esa ayuda sí es necesaria, pero no hay que mantener el status quo y, sobre todo, el desdén o el desmán de los dictadores.

Cooperantes, religiosas… y las mujeres. A ellas dedicas un breve pero significativo capítulo en el libro.

Para mí la mujer es un pilar, pero no sólo africano. Hablo de África porque es donde trabajo sobre todo. La mujer africana me muestra siempre que es la parte más fiable de ese motor africano, no sólo porque se desloman desde primera hora del día yendo a buscar agua, leña, haciendo fuego, comida, cuidando a sus hijos…, sino porque también son las más fiables. Por poner un ejemplo muy visual: en Lesoto -que es un pequeño país que está dentro de Sudáfrica-, como era un país pobre, la mayoría de hombres debía irse a trabajar a las minas de Sudáfrica y muchas veces pasaban varios meses fuera de casa, incluso a veces algún año, porque estaban en época de apartheid y tampoco se les permitía viajar tanto. ¿Qué ocurre? Cuando la mujer está al frente de la educación de sus hijos, enviaba no sólo a los niños, a sus hijos varones, a la escuela, sino también a las niñas. Y ahora mismo Lesoto es uno de los diez países con más igualdad de género del mundo, por encima de España y de otros muchos países, está más o menos al nivel de Dinamarca, Noruega, Canadá… Allí la responsable de la policía es una mujer. Pese a todas las dificultades que hay de educación, de sanidad, la mujer tiene una voz y se la escucha en Lesoto. Cuando le das una oportunidad a la mujer, normalmente suele mirar hacia el futuro de sus hijos, mira más hacia el futuro y, cuando no hay ninguna otra oportunidad de salvar a los suyos, la mujer normalmente no te decepciona.

Escribes que “la mujer africana es el héroe olvidado de África” y constatas que China es el gran inversor e importador. ¿Futuro en femenino y bajo tutela china?

Habrá que ver cómo se desarrolla. Hablamos de la presencia de China en África como si fuera a evolucionar de una manera homogénea, pero yo creo que cambiará según los países. Hay países que ya han empezado a legislar, incluso hay comunidades y sociedades que protestan por lo que consideran injusto, también otras que no tienen posibilidad de hacer frente a eso. Recuerdo que en Ghana hubo unas empresas chinas que empezaron a hacer trabajos en una especie de mina y contaminaban el río de manera brutal, porque lo hacían sin ningún reparo, y la comunidad se levantó contra ellos y el gobierno acabó echándoles. Es verdad que China ha entrado como un elefante en una cacharrería, sin importarle demasiado los derechos humanos -al menos de una manera no tan cínica como en el pasado las colonias o actualmente el primer mundo-, pero habrá que ver cómo evoluciona. Creo que tenemos muchas cosas que ver y que van a ocurrir en el continente.

El periodista Mikel Ayestaran comentaba hace poco que cuando se acercaba a un palestino para preguntarle algo, su respuesta era ‘la’ respuesta, a su vez una pregunta: ¿esto me va a servir para algo? El hartazgo por denunciar miles de veces lo que nunca cambia. En un campo de refugiados de la República Democrática del Congo se te pusieron en fila para explicar su dolor. ¿Esperan todavía algo del periodista o te has encontrado en alguna ocasión con la misma respuesta que Mikel en Palestina?

Esa es la pregunta. Con Mikel, al que conozco, lo he hablado alguna vez. Sí, tienes la sensación de que lo que ellos te están explicando probablemente no les vaya a servir, no les vaya a cambiar la vida, y hay gente que te lo pregunta o que no quiere hablar contigo por eso. Sinceramente, creo que las cosas pueden ir cambiando poco a poco. Yo no considero el periodismo como un punto de llegada sino como uno de los puntos de partida. Todos los cambios sociales se dan gracias a que hay una sociedad que empuja hacia allí: antes las mujeres no podían votar, antes no había derechos para los homosexuales –y hablo de España, pero podríamos hablar de otros países-, y es la sociedad la que poco a poco empuja y, como parte de esa sociedad –porque el periodismo no deja de ser una parte, una herramienta, al igual que lo son los políticos o la gente que lucha por los derechos humanos o los profesores a nivel más local-, creo que si todo el mundo empuja hacia una dirección más justa, las cosas cambian. Es verdad, cuando te preguntan eso intento ser honesto con ellos: probablemente no cambie nada ahora, pero esperemos que esto no se vuelva a repetir, que tus nietos, que tus hijos, no vuelvan a pasar por esto porque no se permita. La única manera de que no se repita, o al menos intentarlo, es que la gente lo sepa y señale suficientemente fuerte para que no se le deje a nadie volver a repetir algo así. Pero es una pregunta que a veces duele.

Decía Kapuściński: “Los cínicos no sirven para este oficio”. Escribes tú en el libro que “el buen periodismo ayuda a crear buenas personas, empezando por el periodista”. Vaya, con la de cínicos y malas personas que abundan en el gremio, ¡qué mal está entonces la profesión!

[Ríe] La verdad es que en algunos casos más, cuando hay mucha bufanda de por medio. Pero sí que creo que ser buena persona -y cuando digo buena persona me refiero a empatizar, a sentir rabia, dolor, alegría, a emocionarte o enfadarte- es importante, porque nosotros trabajamos intentando transmitir lugares, escenarios, pero también sensaciones. Yo quiero que ese mensaje llegue lo más afinado posible. Así que si no eres empático, si no tienes la capacidad de sufrir con el otro… No al mismo nivel, yo no estoy poniéndome al mismo nivel que quien sufre, pero sí al menos que si ves a alguien que se acaba de empapar por la lluvia al menos que te salpique un poco, y poner el acento en que el otro está mojado, no en esos pequeños salpicones que tú tienes en la piel. Si al menos te salpica, creo que probablemente te mereces más contar esa historia que si no lo haces. Cuando digo buena persona, al menos implicarse, intentar que las cosas vayan un poco mejor y no ese periodismo cainita o más egoísta para enriquecerse, el periodismo egocéntrico que hace más mella en la profesión y que al final no mira a quien tiene que mirar, que es al protagonista de la historia, sino al que está detrás de la cámara o del bolígrafo.

Además de compañera, en tu vida tienes una cómplice profesional como es Júlia Badenes. Habrá que convencer ahora a Lena de los futuros viajes.

Habrá que convencerla. De momento es pequeña, tiene meses, pero la verdad es que tener a alguien que entiende el trabajo que haces… Júlia ha estado conmigo, yo he estado con ella, en Somalia, Congo, Angola, Sudán del Sur… Ella me ha enseñado una gran sensibilidad. El hecho de ser mujer le permite hablar mucho más con las mujeres africanas, porque hay algunas sociedades donde es muy difícil que la mujer hable con los hombres o las mantiene en un lugar secundario; para una mujer como Júlia era más fácil y me ha enseñado muchas cosas, como la manera de acercarse a la gente. Creo que la sensibilidad de la periodista mujer es muy importante en todos los lugares, también en África. Y a ver Lena, a ver cómo nos sale, no sé si querrá viajar tanto o no. De momento es muy pequeña, vamos a aguantar y que no se pegue esos viajes tan raros que hacen los padres.

Una curiosidad. Cuando uno consulta el currículum vitae de Xavier Aldekoa se encuentra con otro nombre en el pasaporte: Javier Morales Medina.

Es curioso que lo preguntes, nunca me lo habían preguntado. Es un homenaje a mi abuela. Tengo muy buena relación con ella, tengo familia en el País Vasco, y mi abuela, que tiene 90 años, es Aldekoa. Desde pequeño siempre decía que quería ser periodista y justo cuando empecé a publicar en los medios, en La Vanguardia y en otros, mi abuela se quedó prácticamente ciega, ve un 10%. No fue nada muy planeado. Vino mi jefe y me preguntó cómo quería firmar y le dije que como Xavier Aldekoa, así le hago un homenaje a mi abuela.

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