‘No es un túnel, es un pasillo’

El árbol de la vida. Primera mitad del siglo XVII. Foto: Metropolitan Museum of Art, New York.

‘El árbol de la vida’. Primera mitad del siglo XVII. Foto: Metropolitan Museum of Art, New York.

Con este estremecedor texto que surge de la pandemia, nueva entrega de nuestra serie ‘Relatos de un Extraño Verano’, en colaboración con el Taller de Escritura Creativa de Clara Obligado, la autora quiere rendir un homenaje: “Para mis compañeros del Servicio de Neumología. Para todos los sanitarios en todos los hospitales”. 

POR ISABEL CIENFUEGOS  

Es un pasillo, te dices, nos decimos. No un túnel. No es un túnel, seguro. Pero como en la casa de tu infancia, el mal puede aprisionarnos los tobillos si no lo atravesamos rápido. La luz no viene del fondo, sino del suelo. Una luz blanca, potente, que difumina los contornos. Está demasiado iluminado. Quieres, queremos cerrar los párpados, dejar de ver.

Avanzas, avanzamos con cautela. Ni siquiera tapándose los ojos desaparece esta luz. No hay sombras donde se puedan esconder los demonios. Las puertas a uno y otro lado están cerradas. Tememos que se abran, ver lo que esconden. La luz cansa, el aire es denso. Hay que seguir adelante, llegar al final. Un final que no se ve, todo lo borra el resplandor.

Estás sola. Estamos solos. O no. Cada uno es, a la vez, otro. Te abrazas a ti misma. Qué consuelo, el roce de la piel te sostiene. Pasan ambulancias camino de los hospitales. Aúllan, se dilatan sus gritos a lo lejos. Qué extraño escucharlas aquí, como si este corredor fuese la calle que atraviesan. Aferras tu propia mano. Quieres, queremos, que se apague esta luz, pero crece y abre la puerta más cercana. Se ven uno, dos, tantos escáneres que no se puede llevar la cuenta, pulmones donde la oscura trasparencia del aire está velada. Algo inocente; apenas se dibuja un vidrio deslustrado. Enseguida los lóbulos a derecha y a izquierda son ya opacos. Se escucha un ritmo que intenta sostenerlos, el empuje de los respiradores, a quince, a dieciocho, a treinta veces por minuto. No lo interrumpe el pitido de las alarmas, el soplo del oxígeno es continuo. Alguien gime, pero tan suave. Un suspiro. Luego nada. Imaginas pequeñas flores de aligustre, alas de mariposa abiertas en vuelo, el ritmo de un molino, la brisa entre las hojas de los chopos.

Tenemos que seguir y te empujas. Empujas ese cuerpo que sigue siendo tuyo, pero apenas lo mueves. Apenas nos movemos. Se oye lo que viene de otra puerta. Una letanía o un mantra: papel higiénico / lejía / levadura / cerveza / lejía / harina / chocolate / guantes de goma / lejía / chocolate.

Duele pensar que se sigan abriendo puertas. Si por lo menos alguien bajase un poquito la luz. Adelantamos, como a cámara lenta. No huele a nada. ¿No hueles a nada? Tienes muy seca la garganta. ¿Has tosido? Hace un calor de fiebre. Quizá afuera ya vendan fresas y cerezas. Su sabor se ha borrado y casi lloras. Pero no lloras. Los gemidos que se escuchan, las lágrimas que ruedan lo hacen por otra cara, en ese otro lugar, al otro lado. Un médico conduce por la M30. No querría hacerlo, pero llora. El pelo le blanquea, ya no es joven. Viene del hospital. Se reprocha ese llanto. ¿Por qué precisamente ahora si está llegando a casa? Ha dormido tres horas en las últimas veinticuatro de guardia. No es la primera vez. Pero sí es la primera vez de los trajes de plástico, la envoltura del miedo, la impotencia, y el siniestro furgón en la puerta de atrás, esperando a diario su carga desmedida. Llora mientras aparca el coche. Con mucho esfuerzo, se controla. No abrazará a sus hijos, no va a besar a su mujer. Un gesto de saludo y se encierra en la ducha. Caerá rendido en otra habitación donde se aísla por cariño.

En el mismo pasillo, deslumbrados, seguimos. Y son las ocho de la tarde. Alguien aplaude, alguien canta, alguien grita. Tarda en llegar la noche algo más cada día. Ya no hay oscuridad, ni descanso, ni sueño. Es un pasillo, no un túnel, repetimos. El aire sigue enrarecido. No puedes, no podemos respirar. Sería delicioso correr al aire libre. Alguna de estas puertas debe dar a un jardín. Un lugar con aroma a jazmines, con laureles y cenadores escondidos, rincones y besos y caricias, y abrazos. Hierba fresca. Y en el centro una fuente. Hay que encontrarlo, es preciso llegar, sentir las risas jóvenes entre los laberintos y los setos. Y escuchar y contarnos historias. Cada día una historia diferente a la hora de la siesta. El vino moscatel y los pasteles almendrados harán deliciosa la tarde. Entonces, a la sombra, vas a poder, podremos, por fin, cerrar los ojos.

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