Joaquín Araújo, el hombre-árbol que nos enseña a ver el bosque

El naturalista Joaquín Araújo.

Queremos que, como la vida, esta nueva entrega de ‘Bosques para siempre’ sea circular. Vamos a empezar este artículo como termina: “Los árboles son nuestra memoria. En sus raíces y en su radicalidad están la esencia de lo que somos. De lo que seremos… Y tenemos la suerte de que los árboles siempre nos estarán esperando con los brazos abiertos”. Nada más radical que un árbol. Lo dice un gran escritor, maestro y divulgador de la Natura, Joaquín Araújo. ‘El hombre emboscado’. Le hemos entrevistado a propósito de su nuevo libro, ‘Los árboles te enseñarán a ver el bosque’.

Mientras hablamos por teléfono, le imagino en su casa, en las Villuercas, rodeado de los árboles que él mismo ha ido plantando a lo largo de los años (uno por cada día que ha vivido), el bosque que le ha dado sombra y cobijo, que le ha ayudado a ser quien es, un maestro indiscutible de la literatura de la naturaleza, una corriente hoy en boga y que en España tiene una larga tradición, aunque no lo sepamos, me explica Joaquín Araújo. Basta leer a los autores de la generación del 98 o del 27 para ver en ellos el papel que tiene la Natura, como le gusta llamar a la Naturaleza, con mayúsculas.

Autor de decenas de libros y documentales, conferenciante, con varios premios que han reconocido su trabajo, Los árboles te enseñarán a ver el bosque (Crítica), su última publicación con prólogo de Manuel Rivas, es quizá su obra más personal, una suerte de “memorias”, diría yo. Nos cuenta por ejemplo que ha dedicado algunos de los bosques que ha plantado a su madre, a otros seres queridos o a personas que han sido importantes en su vida. No sé si algún día este escritor campesino, o campesino escritor (ambas facetas son equivalentes para él), narrará su vida, al modo tradicional.

Pero sí creo que Los árboles te enseñarán a ver el bosque es lo más parecido a una autobiografía que hemos leído hasta el momento de este naturalista. Y no solo porque a lo largo de las 300 páginas del libro se cuele su vida, sino porque, como leemos al final, Araújo elige llegar a ser un árbol. De ahí venimos. Son los árboles los que nos dan la vida. Y ahí volvemos, al humus, a la tierra que nos vio nacer, en un ciclo que garantiza la continuidad y, en cierta forma nos aporta una cierta trascendencia, aunque él mismo explica que no profesa ninguna religión, salvo la de la vida .

Estamos ante un libro contagioso. Araújo nos contagia amor por los árboles, por el bosque, por la naturaleza. Nos contagia amor por la vida y nos advierte de la necesidad de cuidar de esa vida. Nos contagia la idea de que otro modo de vivir es posible, ajeno a las prisas (que matan), al ajetreo de un mundo consumista, injusto y ensimismado, que se niega a detenerse. “No vivo en otro planeta, aunque tal parece cuando eliges serenidad y silencio en lugar de amontonamiento y ruido. La cuestión es que no solo me ampara un considerable número de árboles sino también la soledad”, escribe este escritor emboscado, que a veces sale de su refugio para intentar transmitir su entusiasmo y su verdad. “En el fondo es lo que se expresa con el término emboscado. Me dedico a estar en el bosque. He vinculado buena parte de mi vida a la defensa de la naturaleza”, me cuenta.

Una vida en soledad, un naturalista campesino

Una vida en soledad, como un Thoreau del siglo XXI. Mira a su alrededor y apenas ve congéneres. Pero no todo el mundo está preparado para esa soledad de la que habla el autor en el libro, escrito con esa prosa poética marca de la casa. “He pasado miles de días completamente solo. La situación afortunada de mi propio terruño, azarosa. Encontré un lugar y me di cuenta de que estaba solo. El primer núcleo de población está a 15 kilómetros. Son 300 kilómetros de paisaje. Soy muy sociable, pero he pasado miles de días completamente solo. La soledad es inspiradora, es una activador de las emociones, sobre todo por la contemplación. Al paisaje hay que merecerlo estando solo con el paisaje”, asegura.

“Yo soy un naturalista campesino. Llevo casi 43 años en esta tierra. Y vinculado con la naturaleza, 52. No entiendo vivir sin cultivar la tierra, cuidar de los animales, sin una militancia permanente activa”, apostilla. “Como los surcos que estoy regando son largos, cuento con unos diez minutos para que se llenen y tenga que levantarme a cambiar el agua al siguiente. Como he hecho esto cientos de veces en los últimos 42 años, he comprobado que cultivar o pastorear son actividades que en muchos momentos resultan compatibles y hasta sincrónicas con la pasión por la lectura, con escribir e incluso con la obtención de imágenes. No disocié jamás el trabajo de campesino con el de comunicador o como quiera que se llame esto de haber dedicado la mitad de mi vida a contar lo que me contó la VIDA a lo largo de algo más de la otra mitad de la mía. O lo que es lo mismo y, sin duda más importante: con todo lo que uno ha predicado y escrito, he escuchado mucho más”, escribe en este libro intenso y poético, híbrido, mezcla de varios géneros, un reflejo de la propia versatilidad del autor.

La naturaleza le ha enseñado a ser independiente, la autosuficiencia y la espontaneidad, valores que le han convertido en un conferenciante de referencia. Por eso, cuando da charlas, prefiere hacerlo en “territorio enemigo”. Recuerda una en la que fue invitado por directivos de Red Eléctrica de España. Les contó cómo gran parte de su vida en las Villuercas había transcurrido sin electricidad. “No me pasaba nada por no tener electricidad, por escribir a la luz de las velas. La felicidad era no tener electricidad, les dije, ante sus caras de asombro”. Los desarrollistas, me cuenta, “están convencidos de que la única verdad es la progresión, la comodidad, pero hay muchas más cosas, y algunas de ellas te permiten hacer y vivir otras cosas. Parece que solo tiene sentido vivir entre el ruido y la velocidad”.

Precisamente algo que le ha enseñado el bosque es a vivir más lentamente. En un hermoso pasaje, al comienzo del libro, recuerda la caída de una hoja de tilo, lo que esa caída esconde sobre el sentido de la vida. En este mundo apresurado y consumista en el que vivimos, ¿cómo podríamos hacer para parar, para ver la vida de otra manera? La prisa mata, ¿no?, le pregunto. “Es un acontecimiento absolutamente real. Duró apenas tres segundos, pero yo la describí en varios folios. La mirada puede generar muchas consecuencias. Los sinsentidos de los humanos son fascinantes. La mayoría de la gente no explora todas sus posibilidades sensoriales. Y sí, la prisa mata y mucho. Los últimos estudios hablan de once millones de vertebrados atropellados. Solo en España. Fíjate si mata. La prisa mata la comprensión y la ternura, la faceta más amable del ser humano”.

“El árbol es un monje zen”

El bosque como referencia ética, pues, donde podemos recuperar o encontrar algunos valores tan necesarios hoy en día. “El árbol es un monje zen que nada pretende y todo lo consigue”, leemos. “El árbol influye positivamente en tantas facetas de la vida, en la circularidad, en que haya vida en el planeta. El árbol es el ser menos egoísta. Es el que mejor administra el tiempo, regula el espacio hídrico, está constantemente haciendo cosas para los demás. De la famosa bondad que se le atribuye a los sistemas filosóficos, la cumbre de esa verdad sería un árbol”, me dice.

Uno de los momentos más apasionantes del libro y que tantas respuestas puede darnos en el mundo de hoy es cuando el autor compara a los árboles con el sistema sanitario. “El bosque es una medicina enferma. Lo que nos puede curar está acechado por las tres grandes pandemias: las talas, los incendios y las enfermedades que están padeciendo los árboles, entre otras razones por el calentamiento global”, explica a El Asombrario. El bosque sería nuestra mejor vacuna, pero es como si quisiéramos darnos un tiro en el pie, o en el corazón, cuando lo destruimos.

Los árboles te enseñarán a ver el bosque está lleno de referencias literarias, sobre todo de poetas. Como Ramón Margalef, también Araújo cree que hay aspectos de la biología que solo puede explicar la poesía. “El lenguaje de la naturaleza es poético. Si no atiendes a la belleza de la vida animal, del paisaje, te has quedado muy corto”, asegura. “Plantar es como escribir un poema. Yo escribo con los ojos, los oídos. Realmente está todo mezclado. No tengo fronteras. Al final uno se parece al bosque”.

Árboles enfermos por la catástrofe climática

Sobre la situación en España, Araújo piensa que es paradójica. “Hay más arboles que en las últimas décadas. Incluso el control de los incendios ha mejorado respecto a los noventa. Pero tenemos otro problema muy grave. Los árboles están más enfermos que nunca, entre otras cosas por la catástrofe climática. Yo he visto morir muchos árboles. He tenido que replantar. Nos falta un cambio de criterio básico, destinar menos dinero para autopistas y subvenciones a las eléctricas, y poner el foco en la vivacidad, en una economía ecológica. Los árboles son nuestro sistema inmunitario”.

Los árboles, en fin, son nuestra memoria. En sus raíces y en su radicalidad están la esencia de lo que somos. De lo que seremos. Y tenemos la suerte, dice este gran maestro, “de que los árboles siempre nos estarán esperando con los brazos abiertos”.

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