Una Navidad sin nosotros

Dos niños miran el belén de San Lorenzo de El Escorial. Foto: Ana Esteban.

Este año nos hemos quedado como las figuras del belén, detenidos. Quietos en un limbo extraño para el que no nos habían preparado… Hace frío. Y los niños ríen sin parar de correr, escandalosos y sofocados, por la plaza de San Lorenzo de El Escorial, el sitio de los recreos de mi infancia. Esta navidad es distinta, nos repetimos para asumirlo. Y también nos decimos que por fin el mal año acaba, y que luego todo volverá a ser igual que antes. Esa convicción un poco inocente nos conecta de algún modo con aquella emoción perdida de flotar en lo alto de un instante feliz, olvidados de todo lo demás, como las cometas que volábamos de niños cuyo hilo asíamos con tanta fuerza en las manos, para que no se nos escapase.

No sé por qué todos los niños llevan hoy abrigos rojos. Al menos los que corretean alrededor del enorme cono iluminado en la Plaza del Ayuntamiento jugando a perseguirse unos a otros, vigilados por los soldados romanos que hacen guardia en los accesos con sus escudos de gladiadores y la lanza en alto. Si te fijas bien, el penacho que remata su casco es en realidad un escobón pintado de purpurina. Y los niños ríen sin parar de correr, escandalosos y sofocados, y más allá una pareja se fotografía ante un pesebre a tamaño natural cuyas figuras de cartón parecen vivas. En el aire se va espesando la respiración de la niebla, y bajo el cielo negro la plaza es como una acogedora habitación con luces amortiguadas. Hace frío, pero es como si el puñado de personas que deambulan por aquí se resistiera a marcharse; pasean indolentes, sacan fotos, charlan en pequeños grupos o saludan a alguien a quien hace mucho que no ven.

En años anteriores, las figuras del Belén Monumental de San Lorenzo de El Escorial ocupaban todas las calles del centro para recrear en cartón piedra escenas de un pueblo imaginario por donde circulaban los vendedores con turbante y sus burros, las mujeres con cestos de frutas y el pastor con sus ovejas, los centinelas del palacio de Herodes haciendo la ronda en lo alto de los Jardincillos, el alfarero, el molinero, las lavanderas, el herrero en su fragua, los carros de bueyes y los elefantes formidables de los Reyes en el pasaje de los soportales. Recuerdo un año en el que incluso el adoquinado se cubrió de arena rubia, y parecía que atravesabas un oasis cuyas palmeras brotaban del pie de cada farola. Desde 1996 un grupo de vecinos y voluntarios construye este belén que atrae a miles de visitantes, pero este año, para evitar las aglomeraciones peligrosas, se ha reducido al portal que acoge el Nacimiento en la plaza y a algunos personajes ataviados con túnicas que se adivinan en los balcones circundantes entre la niebla nacarada.

Gran parte de mi infancia transcurrió aquí en este pueblo y hoy la plaza, con menos gente y una decoración más modesta, me devuelve las navidades de entonces, cuando todo era menos estridente y más concreto: los belenes en las casas con ríos de celofán donde nadaban los patos de plástico, la estrella de cartón de todos los años con calvas de purpurina, las croquetas deformes de mi abuela, los ásperos verdugos de lana y la nieve sin pisar de los pinares, los escaparates orlados de espumillón y el olor del roscón en la pastelería de Claudio, que como todo lo demás ya no existe. Puede que me esté refugiando en la memoria para no pensar de nuevo cómo era nuestra navidad el año pasado, o el anterior, cuando sin saberlo teníamos lo que en esta nos falta; el decorado es igual, pero la navidad está transcurriendo sin nosotros.

Al llegar las vacaciones y casi como una tradición navideña, suelo leer con mis alumnos nuevos de escritura el relato A Christmas Memory (Un recuerdo navideño) que Truman Capote publicó en la revista Mademoiselle en diciembre de 1956, donde narra sus recuerdos infantiles en Alabama a través de prodigiosas escenas decoradas con los tópicos de una navidad perfecta: bosques de acebo y bayas, una casa con las habitaciones llenas de gente ajetreada, el fuego en la chimenea, papeles de colores para recortar adornos, el olor a canela y a tarta de frutas, cometas, pijamas y calcetines bajo el árbol. No importa si tus navidades no se han parecido nunca a la suya; el cuento representa todo lo que tiene que ver con ese excitante y misterioso universo paralelo en el que especialmente en navidad transcurren los días de los niños, tan luminoso y tan frágil que está siempre a punto de romperse o desaparecer de un soplo. Igual que el mundo de Buddy, el protagonista de esta historia, cuya perfecta metáfora es una cometa de papel que alza el vuelo perdiéndose en un cielo aterciopelado y azul. Tras los regalos, las protocolarias felicitaciones, los sorteos y los banquetes de nuestras celebraciones, al final la navidad no es más que la añoranza por todo aquello que dejamos en la infancia.

La FundéuRAE acaba de decidir la palabra del año entre las que nos han martillado durante tantos meses, que son tan feas: coronavirus, infodemia, conspiranoia, teletrabajo... La elegida finalmente ha sido confinamiento. Pero creo que la palabra de 2020, aunque no nueva, debería ser SILENCIO, porque el mundo que nos rodeaba parece haber enmudecido dejando un eco distorsionado de otro tiempo en nuestras calles vacías. El año pasado en estas mismas fechas la ciudad se me antojaba un gran caramelo ámbar, tan bulliciosa y despreocupada como siempre, con sus miles de luces de colores y centros comerciales con villancicos estridentes. Esta navidad es como si hubiésemos tenido que guardar la luz y la alegría en una bolsa y cargásemos con ella, resignados y pacientes. Sé que me dejo llevar otra vez por la nostalgia, pero tengo la sensación de que ese tiempo en el que nuestra vida quedó en suspenso, detenidos igual que las figuras del belén gigante, todo se marchó a nuestro alrededor para no volver. Como en el cuento de Capote.

Esta navidad es distinta, nos repetimos para asumirlo. Y también nos decimos que por fin el mal año acaba, y que luego todo volverá a ser igual que antes. Es algo que no sabemos, la verdad, pero esa convicción un poco inocente nos conecta de algún modo con aquella emoción perdida de flotar en lo alto de un instante feliz olvidados de todo lo demás, como las cometas que volábamos de niños cuyo hilo asíamos con tanta fuerza en las manos, para que no se nos escapase.

Del mismo modo que nos ocurre cuando miramos hacia atrás, ahora sabemos que después de pasar por este año ya no somos los mismos. Que los que éramos antes no van a volver. Vendrán otros años y quizá vayamos perdiendo la memoria de lo peor que nos ha dejado este, y nos quedemos con lo mejor que hayamos aprendido. Si eso sucede, 2021 será mejor, seguro.

Felices días navideños, feliz Año Nuevo a todos.

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