‘¡Absalón, Absalón!’, la dimensión abyecta de EE UU

El escritor estadounidense William Faulkner.

El escritor estadounidense William Faulkner.

Un ensayo de Richard Parra sobre  ¡Absalón, Absalón!, en el que desentraña los conflictos de la historia de EE UU durante la Guerra de Secesión a través de la novela de Faulkner.

POR RICHARD PARRA

¡Absalón, Absalón! de William Faulkner (1936) es simultáneamente una novela mítica e histórica, oral y libresca, polifónica e individualista, subjetiva y coral, capaz de contar con fría objetividad y radical ambigüedad la historia de un Sur en constante cambio, al tiempo que medita sobre sus formas literarias.

Tratando de responder la incómoda y dolorosa pregunta “¿Qué es el Sur?”, Absalón recrea la novela como acto, voluntario e involuntario, coherente e inconsistente, de la memoria. Básicamente, desde distintas generaciones, cuenta la formación, desintegración y renacimiento de un personaje mítico, terrible: Sutpen, la tragedia incestuosa de sus descendientes y su ideológico horror a la mezcla con los negros. Son más de cien años contados no sin olvidos, especulaciones y distorsiones por sus apasionados y rotos narradores.

Sin ser plenamente borgiana, por su sustrato mítico, político y social, con sus distintas voces en contradicción, con su fijación detenida en el detalle, teniendo presente el mural completo, Absalón medita sobre el tiempo y la literatura: no solo como genealogía, sino como formas expresivas antagónicas que fracasan al momento de explicar el pasado. Absalón, por desconfiar de sus numerosos géneros y poéticas, expone sus límites y convenciones, no oculta sus artificios.

Temporalmente, pareciera que nos encontramos ante un mundo detenido, caótico (tan así que Faulkner incluyó una cronología), donde sin embargo sus personajes y partículas se repelen y complementan. Repetidas relaciones incestuosas, fratricidios, necios orgullos y crímenes revelan la naturaleza cíclica del relato, su impronta temporal bíblica. Pero la repetición no aparece como redundancia, sino, como diría Marx, como farsa y tragedia. En sus mejores páginas, la densidad del pasado y la ruptura con él fagocitan en un solo periodo verbal como cuando el narrador señala sobre Quentin que “su propio cuerpo era como un salón vacío de ecos de sonoros nombres derrotados”. En efecto, cada personaje podría asumirse como solitario individuo y colectividad.

Es más, la noción del tiempo cíclico se curva como en una cinta de Moebius (porque lo que se repite invierte lo anterior) y donde los paralelismos especulares (Sutpen-Quentin; Ellen-Rosa; Henry-Bon) devienen en esferas concéntricas dentro de una estructura armilar que implosiona. Absalón, como arquitectura, es un curvo volumen en constante rotación, una constelación de historias.

Absalón problematiza la transformación violenta de los Estados Unidos por efecto de la guerra civil, sus nefastas bases políticas (esclavistas, genocidas, imperiales, pseudo-democráticas) y las consecuencias sociales y culturales de dichos antagonismos en el condado de Yoknapatawpha, aglomeración de cuerpos disímiles, de conciencias sintéticas y también de silencios impuestos: los negros solo aparecen bajo las anteojeras de la supremacía blanca.

Faulkner con pipa

William Faulkner.

Así Absalón es una novela sobre una nación imaginada desde el delirio de la tiranía. Pero, en el horror que relata, se expresa la dimensión abyecta de Estados Unidos, su peor ideología. Sin embargo, la irónica profecía final de Shreve, la de un país mestizo, expresa también su desintegración. Por lo tanto, no culmina como una tesis ni como un relato culposo o la edificante fábula del self made man.

Como en las tragedias antiguas, la densidad de los dramas históricos recae sobre los personajes, en sus destinos, su imaginario, su libertad y su relación con el colectivo. El libre albedrío e innegables determinismos se conjuran: la comunidad confronta la derrota del Sur confederado (no del todo desintegrado aún hoy) y, sobre todo, al sombrío y denso espectro de Sutpen, deformado héroe, al mismo tiempo esencia del pasado, anacronismo, herida abierta y un advenedizo creador continente de formas nuevas.

El peso totémico de Supten es tal que la novela puede resumirse como la rebelión de la horda de los hijos contra el padre cruel, castrante, empobrecedor. En efecto, lo asesina Wash Jones, un blanco pobre que lo venera. Pero Absalón también narra el retorno del espectro de Sutpen y su mayor horror: mezclarse con los negros en una relación distinta de la esclavista. Este horror también será el fuego que resuelva la trama homoerótico-incestuosa-patriarcal entre Henry, Judith y Bon.

La polifonía en Absalón no se trata simplemente de diferentes puntos de vista. Cada personaje expresa una visión del mundo, del amor, la violencia, las relaciones raciales, sociales. Rosa habla desde un puritanismo demonizante. Quentin y Shreve desde una visión romántica de un pasado de leyenda que en el fondo los inspira y amenaza. Compson desde un pragmatismo y aceptación irónica y fatalista del legado de Sutpen. El narrador omnisciente, por su lado, no aparece como mero ordenador. Comparte también la oscuridad del pasado y pareciera que se hibrida y padece con la materia que narra.

Dado que la entiendo como tragedia, ¿hay lugar para la libertad en Absalón? Aparecen determinaciones míticas, psicológicas, estructuras sociales y políticas, practicas ideológicas que limitan. La peor de todas: la esclavitud que literariamente se expresa como paternalismo, lenguaje de pura violencia, censura, falsificación y racismo.

Rosa y Quentin buscan un sentido en la tradición. Sutpen, más bien, a pesar de ser anacrónico, pareciera ser el único que va contra la historia. Su aparición modifica Yoknapatawpha, es un nuevo sujeto con un poder real e imaginario que opaca. Su ámbito es el de la guerra civil, la ruptura con el privilegio, la herencia aristocrática. Es un sujeto que en su ilegibilidad sintetiza los cambios históricos.

Como en Balzac, Benjamin y Pedro Páramo, Absalón emerge de héroes ambiguos que impulsan transiciones irreversibles. Que devastan el mundo previo y erigen uno nuevo sobre las ruinas del pasado, un ayer que perdura como nostalgia, endémico duelo, esquizofrenia y perenne fisura. Que expresan lo que se ha llamado modernidad.

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Richard Parra (Lima, 1976) es autor de la novela Los niños muertos (Demipage, 2015), del díptico de novelas cortas La pasión de Enrique Lynch / Necrofucker (Demipage, 2014) y del libro de relatos Contemplación del abismo (Borrador, 2010). En 2014, obtuvo el Premio Copé de ensayo con su libro La tiranía del Inca: el Inca Garcilaso y la escritura política en el Perú colonial (Copé, 2015). Se doctoró en NYU y ha publicado numerosos ensayos de crítica literaria. Escribe en Buensalvaje España. Es además co-editor de la revista Basuco: escoler@s de base. 

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