Alejandro Zambra: “Se acabaron esos años de optimismo publicitario”

El escritor Alejandro Zambra. Foto: Rodrigo Fernández.

De pequeño, el escritor chileno Alejandro Zambra se inventaba gripes para quedarse en casa leyendo. Esta entrevista tuvo que posponerse varias veces porque Zambra estaba griposo. ¿Sería solo una más de sus enfermedades imaginarias? No lo sabremos nunca. Lo cierto es que al escritor, como le pasaba a Nicanor Parra, las entrevistas se le hacen cuesta arriba. “Una entrevista es lo contrario a una conversación”, dice. Y añade: “Me gusta la posición del entrevistador. Es genial”. Acaba de publicar ‘Poeta chileno’.

Durante la pandemia, Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975) ha visto cómo su hijo ha aprendido a hablar. “Ser testigo de ese aprendizaje ha sido la experiencia más hermosa de mi vida”, comenta el autor de Formas de volver a casa, que ha publicado recientemente Poeta Chileno (Anagrama), una novela de más de 400 páginas que se aleja de los libros ligeros, portátiles, más breves, que ha venido publicando en las últimas décadas. A Zambra le cuesta cerrar sus libros, ponerle fin. “Publico cuando siento que el libro ha dejado de pertenecerme”.

En la primera parte de tu nueva novela, ‘Poeta Chileno’, Gonzalo, uno de los personajes, camina al ‘minimarket’ y piensa que ha dejado a Carla, su novia, encerrada en la habitación de casa, pero el narrador aclara: “No estaba encerrada, estaba durmiendo, y alguien que duerme es alguien que está libre, de algún modo”. Me gustaría detenerme en el concepto de libertad. En un mundo que anda desmoronándose, en un sistema que nos empuja a estar produciendo sin descanso, a autoexplotarnos y a competir con los demás, ¿ya solo podemos ser libres, dueños de nosotros mismos, cuando dormimos, cuando conseguimos huir de todo eso que quiere dominarnos?

Por eso hay que escribir, ¿no? O dibujar. O bailar. O tocar el charango. Yo soy más obsesivo que disciplinado, la verdad. Mi abuela materna, a quien nunca vi con un libro en las manos, insistía siempre en que cantáramos y escribiéramos. Le hice caso, porque era la única persona adulta a la que quería parecerme. La única persona divertida. Así que escribir se volvió un hábito. Y ojalá fuera eso para todos, un hábito masivo, común. Al menos más común que ir al gimnasio. No todos los que van al gimnasio entrenan para alguna maratón, y no todos los que escriben lo hacen para publicar. Igual es cierto que yo debería haber escrito menos y haber ido al gimnasio un poco más… En fin. Escribir y publicar son cosas tan distintas… Escribir es balbuceo, búsqueda. Publicar es siempre medio brusco y vanidoso, demasiado mundano, tristemente afirmativo. Qué cosa menos elegante que decirle al mundo ¡léanme! Al menos antes yo tenía la delicadeza de publicar libros cortos…

Estamos asistiendo a uno de los años más extraños de nuestras vidas. Meses de incertidumbres, de confinamientos, de distancia social, de aprender a estar con nosotros mismos más de lo que podríamos haber ni siquiera imaginado. Hemos venido leyendo y escuchando voces optimistas que decían que de todos estos acontecimientos íbamos a salir reforzados como personas, como humanos, que sería posible empezar de nuevo de otra forma, que sería posible menguar nuestra ansia y nuestra ceguera, y ganar en empatía, en tolerancia, en compasión, en comprensión y en respeto. ¿Es posible albergar alguna esperanza sobre estos vaticinios o vamos, como casi siempre, rumbo a peor?

La desesperanza es tan necesaria como la esperanza, yo no renunciaría a ese vaivén, a ese movimiento, aunque la desesperanza me interesa cada vez menos, porque suele aliarse con el derrotismo y con la cobardía. Para Chile la trama ha sido especialmente cruel, porque del fervor colectivo de octubre pasamos a la reclusión ya casi eterna del virus y con ello a la obligatoriedad de confiar en autoridades en las que nadie confía, responsables incluso de crímenes de Estado. Vienen tiempos tanto o más duros, pero sí creo que se ha producido, en estos meses, un contacto más honesto. Yo he pasado el encierro lejos de mi patria, pero con mi esposa y mi hijo, que ha aprendido a hablar en plena pandemia. Ser testigo de ese aprendizaje ha sido por lejos la experiencia más hermosa de mi vida. La pandemia no me quitó la alegría de verlo nombrar el mundo.

Nos han educado para conseguir el éxito a toda costa, para correr detrás de la ‘felicidad’ sin descanso. No estamos preparados para el fracaso, por nimio que éste sea. Me gusta ese discurso a contracorriente que tiene Gonzalo, volviendo a ‘Poeta chileno’, cuando le dice a su hijastro Vicente eso de que repetir de curso no es tan grave (…) “Me crié en un mundo en que no se podía repetir. Y tú puedes repetir. Es casi como un premio”. No digo que el fracaso sea bueno, pero ¿no nos humaniza, no es una forma de recordar nuestra fragilidad, de poner nuestros pies otra vez en el suelo, un modo de huir de la “odiosa ansiedad del éxito”, como afirmas en tu nueva obra?

Sí. Aunque no creo que el pensamiento acerca de la felicidad haya sido muy masivo o frecuente. Aprendimos todo de memoria y luego lo recitamos y lo olvidamos. No nos dimos cuenta que era mejor demorarse, repetir. Y luego el mundo se volvió oficialmente complejo. O sea siempre lo fue, pero de pronto esa complejidad se volvió visible incluso para quienes se resistían a verla. Y para quienes no querían que la viéramos se hizo ya imposible intentar ocultárnosla. Se acabaron esos años de optimismo inducido, implantado, publicitario. Yo prefiero la conciencia de la crisis. El problema es que intimida a quienes ya no quieren pensar en nada más. Por eso de pronto aparece un imbécil diciendo que tiene todas las soluciones y van y votan por él.

El pictograma chino del descanso evoca a una persona que está bajo la sombra de un árbol. En algunas etnias y culturas siempre enterraron a sus mayores bajos los árboles. Esa generosidad de los árboles, esa sabiduría, conocimiento y serenidad que transmite la naturaleza la hemos ido dejando de lado, le hemos ido dando la espalda. “Una sociedad no es mejor que sus bosques”, aseguraba el poeta Auden, que también recomendaba a los escritores que aprendieran varias lenguas, mitologías, que criaran a una mascota y que cultivaran un huerto. Recuperar la armonía con nuestro entorno natural, ¿no sería la única revolución necesaria?

Sí. Creo que la valentía coincide con la humildad. La verdadera valentía es estar dispuestos a aprenderlo todo de nuevo.

En 2001 te regalaron un bonsái y, para cultivarlo, cogiste manuales, consultaste a expertos e incluso te suscribiste a la revista ‘Bonsái Actual’. Pero el bonsái, después de irte un año a Madrid, se secó. En 2006 publicaste un libro con el título de ‘Bonsái’ y luego ‘La vida privada de los árboles’. ¿Cuidar un bonsái o un árbol enseña a vivir?

Un árbol sí, pero no un bonsái. Un bonsái es un árbol humillado, violentado, reprimido.

En uno de tus artículos recogidos en ‘No leer’, dices que escribir es sacar y no agregar. “Escritor es el que borra: cortar, podar, encontrar una forma que ya estaba ahí”. Esto me ha recordado a lo que respondía Miguel Ángel cuando esculpía: “La escultura ya estaba dentro de la piedra. Únicamente quité lo que sobraba”. ¿Se escribe como se borra?

Entiendo la angustia de la página en blanco, pero a mí de pronto, de la noche a la mañana, como a los 30 años, se me pasó. Tal vez me tomé algo y ya no me acuerdo… También sirve re-alfabetizarse, cambiar de costumbres o de lengua o, por último, de procesador de texto. Yo a veces escribo así, pero también escribo asá. Hay un cuento hermoso de Heinrich Böll, Los silencios del Dr. Murke, que algo tiene que ver con todo esto. En realidad no tiene nada que ver, pero aprovecho este espacio para recomendarlo.

Pla señalaba que había que escribir como se escribe una carta a la familia, pero con un poco más de cuidado. En ‘Tema libre’ explicas que escribes mucho a mano y después en ordenador e, incluso, pasas a mano lo que escribes en la pantalla. Tu proceso de escritura, añades, es lentísimo, al tiempo que expresas tu incapacidad para dar por terminado un texto, una sensación que encontramos al final de ‘Poeta chileno’, donde parece que acabas porque tienes que acabar, pero que te gustaría seguir escribiendo una especie de libro infinito, irte con los personajes a ver cómo transcurren sus vidas…

Son movimientos o momentos que salen al ruedo y luego los edito o no. Creo que me salen medio naturales, porque vienen del deseo de contacto. Tiendo a eso también al hablar, por eso se me hacen cuesta arriba las entrevistas. Cuando escribí el final de Poeta chileno por supuesto ni sospechaba las circunstancias en que se publicaría mi novela. A veces pienso en esos personajes y me pregunto en qué andarán. Me cuesta cerrar los libros y cuando los recibo impresos mi alegría es ambigua, porque se mezcla con la sensación de que no podré escribirlos nunca más. Publico cuando siento que el libro ha dejado de pertenecerme. Pero esa sensación no siempre sucede. También estoy dispuesto a no publicar, hay muchas cosas que me guardo o que dejo descansar o que destruyo.

Al poeta Nicanor Parra tampoco le gustaban las entrevistas. Le sonaban a interrogatorios. “Toda pregunta es una impertinencia, una agresión”, comentaba. Se murió Nicanor en 2018 con más de 100 años. También los inmortales se mueren…

Estoy de acuerdo con Nicanor. Una entrevista es lo contrario de una conversación. Formalmente se parece mucho, pero es lo contrario. Aunque me gusta la posición del entrevistador. Es genial. Preguntar, preguntar, preguntar. Eso me gusta. Las tres o cuatro veces que he sido entrevistador lo pasé muy bien. Si me ofrecieran tu trabajo, no lo rechazaría.

Tengo anotado, en uno de tus libros, que el 5 de noviembre de 2019 estaba en una cafetería, frente al Museo Británico de Londres, leyendo uno de tus artículos, concretamente el que se titula ‘Sobre la espera’. Casualmente, estaba esperando, no a los tártaros, como en el libro de Dino Buzzati, sino a familiares que salieran del museo. ¿Cómo se imagina un escritor a sus lectores?

A mí me encanta este verso tan preciso y tan sentimental de José Emilio Pacheco: «No nos veremos nunca, pero somos amigos».

Eras de los que te inventabas gripes para quedarte en casa leyendo libros, novelas largas. ¿Se lee para que la realidad no nos moleste?

Claro, asociaba las gripes –las verdaderas y las falsas– a las novelas largas. Casi todos los mamotretos de la adolescencia los leí gracias a enfermedades imaginarias. Aunque luego siempre me enfermaba de verdad. Podía más la sugestión. Leer es resistencia pura, no creo que sea una costumbre evasiva, más bien al contrario. Creo que la literatura ratifica el compromiso con la búsqueda de alguna especie de verdad. Y claro, construyes otro tiempo. Los lectores sabemos estar solos, aprendemos a relacionarnos sensatamente con la soledad. Leer y escribir son cosas que se hacen en soledad, pero luego se comparten. Me gusta ese ir y venir del aislamiento al bar o a la plaza. Aunque también siempre me ha gustado la lectura colectiva. Y me gusta mucho leerle a mi hijo. Seguro que él siente que lee a través de mí. Yo me creo su interlocutor, su compañero de juegos, pero seguro que él me concibe más bien como un medio para acceder a la lectura, una especie de ayudante.

Quiero acabar con los gatos, de los que decía María Zambrano que eran la perfección de algo. Precisamente a María y a su hermana Araceli la echaron de Roma por tener muchos gatos. Los felinos ilustran la portada de ‘Poeta Chileno’ y ‘No leer’ en las ediciones de Anagrama. Oscuridad es el gato que aparece en ‘Poeta Chileno’, donde se alude al poema de Wislawa Szymborska titulado ‘Un gato en un piso vacío’: ‘Morir, eso no se le hace a un gato. / Porque, qué puede hacer un gato / en un piso vacío’. ¿Y qué podemos hacer nosotros sin poesía y sin gatos?

La gata que sale en la portada de Poeta chileno era mi gata Oscuridad. Su presencia es lo único verdaderamente autobiográfico de la novela.

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Comentarios

  • Kontxeta

    Por Kontxeta, el 23 noviembre 2020

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