Lo que se hace por amor está más allá del bien y del mal

Foto: Pixabay.

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RELATOS / UN AMOR DE VERANO

Amo tus pies, y me lo dice casi con indiferencia, sentado en la cama mientras come fresas y las lleva a la boca con la rapidez propia del dios Mercurio. Mi joven dios. Yo le abrazo por la espalda, me gusta su cicatriz, casi inapreciable, sobre la sien derecha. Nos miramos en el espejo del armario frente a la cama, su cuerpo grande tapando el mío. Enlaza nuestros dedos y nos contemplamos unidos. Soy veinte años mayor que él”… Una nueva entrega de nuestra serie de relatos ‘Un amor de verano’.

POR CONCHI GONZÁLEZ  

“Lo que se hace por amor está más allá del bien y del mal” (Friedrich Nietzsche)

Algunos meses después de nuestro primer encuentro, me dice que son mis pies lo que más le gusta, mis pequeños pies con sus uñas esmaltadas, los mismos pies que yo detesto y que trato de olvidar bajo sandalias de tiras anchas. Los que él besó un lunes soleado de marzo antes que cualquier otra parte de mi cuerpo. Apenas nos hemos visto cuatro veces desde entonces. Amo tus pies, y me lo dice casi con indiferencia, sentado en la cama mientras come fresas y las lleva a la boca con la rapidez propia del dios Mercurio. Mi joven dios.

Yo le abrazo por la espalda, me gusta su cicatriz, casi inapreciable, sobre la sien derecha. La beso, la recorro con mi lengua, absorbo cualquier resto del mal que la provocó. Nos miramos en el espejo del armario frente a la cama, su cuerpo grande tapando el mío. Enlaza nuestros dedos y nos contemplamos unidos. Soy veinte años mayor que él, pero nos negamos a que esa sea nuestra seña de identidad. Lo que nos hace fuertes son nuestras semejanzas.

Su móvil nos avisa de que quedan quince minutos para que regrese a su rutina de estudiante. Recojo del suelo la sudadera de Harvard, los calcetines maltrechos, mi carísima ropa interior cuya marca él no conoce. Sé que me observa mientras camino por la casa, su primera mujer desnuda. No odio su partida. Sé que él no querría irse, sabe que yo deseo que se quede. Por el contrario, hemos asumido con naturalidad estos huecos accidentales en los que podemos desnudarnos y conectar nuestros cuerpos. Evitamos lo que pudiera ser. Nuestra gloria es lo que sucede.

Una hora más tarde me escribe que ya llegó a casa. Le imagino saludando a sus padres, abrazando uno por uno al tropel de hermanos, removiendo el cacao en polvo en un vaso de leche templada. Me arropo entre las sábanas que aún tienen su olor, duermo.

No es el sexo lo que justifica esta relación. Ni la sensatez, me dicen las pocas personas que conocen nuestra historia. Me lo dice mi amiga de la infancia, tan liberal. Tomamos la cerveza del viernes noche, hace un calor insoportable para este mes de junio, si fuera mi hijo te cruzaría la cara. Me apena. Me cabrea. Una mierda la liberación. Seguimos siendo una sociedad de formalismos, de límites que no nos atrevemos a sobrepasar, ni siquiera los vemos. Tienes razón, le digo, todos los días aparecen razones para vivir con sensatez. Mi sensatez soy yo misma. Cambia de tema y me habla de las virtudes de una crema para pieles de cuarenta años que acaba de comprar.

No le cuento más. Por ejemplo, que ya no me preocupo por lo que él pueda aprender de mi experiencia vital, esas cosas que tardaría años en saber si nuestros caminos no se hubiesen cruzado. No le cuento qué siente cuando estoy triste porque una lágrima le brota en medio de nada, que mi piel se eriza de frío cuando se sienta bajo el aire acondicionado de la biblioteca donde estudia. No le puedo contar que hoy sobrevivo con desánimo desgarrándome el intestino, un desánimo que no es mío sino de él, él que está en este mismo momento en un lugar donde no quiere estar. Así es nuestra relación. Nos donaremos a la ciencia, nos decimos, para que estudien qué le pasa a nuestros cerebros. Mi amiga sigue hablando, de los preservativos que compra a su hijo, de los colores con los que han pintando las vallas del parque infantil. Niños encerrados en colores. Mi malestar va en aumento. Le escribo. El último trago de cerveza me arde en el estómago. Me retuerzo de dolor.

Somos dos devoradores de vitalidad, intercambiamos más de doscientos mensajes al día, alguna llamada. Todo es susceptible de conversación, el trabajo de fin de grado, las guerras comerciales de China y Estados Unidos, México y los inmigrantes, el concepto de intimidad, la vida social que no podemos compartir. Escribimos las mismas frases, palabra por palabra. Sincronizados. Esta conexión nos asusta, nos fascina. No somos pareja, ni amantes, ni amigos. Hemos jurado no enamorarnos y evitamos las etiquetas. Somos confidentes, psicólogos, consejeros espirituales. Somos un primer amor, todos lo son.

Vuelve a mi casa semanas después. Nos desnudamos sin el temor de las primeras veces, su inexperiencia, la madurez de mi cuerpo. Me instalo sobre él, que me dobla en peso. Me gusta tenerte así, confiesa. Imagino que es un útero y yo su creación. Así, tumbados, nos hablamos hacia el espejo, te estoy amando en formas que nunca imaginé, me dice, ni yo, le respondo, y sabe que es verdad. Nos enredamos en un diálogo sobre si se puede usar el verbo amar sin estar enamorados, sobre cuánto va a durar esta locura, si debemos anticiparnos y darnos un final compasivo, sin dramas ni lágrimas, que sea solo falta de voluntad. La misma falta de voluntad que rige el mundo, que hace amanecer a los hombres a la misma hora, caminar con una prisa estúpida por las calles de todas las ciudades. La misma falta de voluntad que me impide decirle que yo ya incumplí nuestra promesa, por temor a que si lo digo algo de lo que tenemos se pueda alterar. Muerde una fresa, me da el resto, el jugo de la fruta se nos mezcla mientras nos besamos. Sé que saborea mi miedo, ese miedo a que él también haya incumplido nuestro acuerdo. A que apostando por nosotros la lucha sea demasiado poderosa, y en ella perezcamos. No es la muerte lo que asusta, estamos dispuestos. Es el temor a que el desgaste nos haga morir a tiempo descoordinado. Morir juntos sí. Morir uno antes que otro destruiría la idea de lo que somos, el ser que hemos creado.

Esto es lo que nos encadena. Somos la encarnación real y palpable de una idea. La idea de libertad. Vértigo. Miedo. Poder.

Suena la alarma de su móvil por tercera vez. Ya hemos apurado todo el tiempo de la mentira que ha contado para poder estar hoy aquí. Tres horas como tres glorias. Coge otra fresa y me la da. Va al baño sorteando su ropa, tirada como las otras veces en el suelo de la habitación. Se arrodilla y besa mis pies. Con indudable claridad se nos revela lo que nos va a suceder.

Y se tumba a mi lado.

Y cerramos los ojos.

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