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La literatura plebeya de Roberto Arlt

Por bonsauvage, el 6 de febrero de 2017, en Buensalvaje Reseña

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Roberto Arlt

 

Joan Losa sitúa al escritor Roberto Arlt en su contexto estético y  destaca los principales aspectos de una obra literaria rabiosa y radical, que ya ensalzó Ricardo Piglia en su Respiración artificial.

Por JOAN LOSA

“¿Cómo se escribe eso?”. El joven Arlt creció escuchando la maldita pregunta cada vez que se enfrentaba con alguna formalidad de carácter administrativo. Esas “inexpresivas cuatro letras” que conformaban su apellido –como el propio escritor reconocería más tarde–, y que a buen seguro tuvo que deletrear hasta la extenuación, terminaron por fraguar una identidad inestable. No es extraño, por tanto, que cuando hubo de bautizar a sus criaturas –tan impregnadas siempre de sí mismo–Roberto Arlt fue también Silvio Astier, fue Remo Erdosain, fue Estanislao Balder; todos ellos fracasados, inadaptados e indignos. Todos ellos él mismo. Como si este argentino hijo de inmigrantes –madre italiana, padre alemán– tratara de reinventarse sin suerte, o como si la empanada identitaria que llevaba a cuestas le empujase a reafirmar su yo.

Trasuntos aparte, otro rasgo definitorio de la mirada arltiana es su deferencia para con lo marginal, buena muestra de esa sensibilidad lumpen la encontramos en Caracteres, remesa de algunos de sus mejores perfiles periodístico-literarios que el autor dejó desperdigados en Aguafuertes diversos y que Txalaparta ha tenido a bien recopilar. Una inmersión en el universo arltiano que se nutre de lo que tiene al alcance de la mano: el arrabal y sus personajes más pintorescos. Personajes que el autor retuerce a través de unas descripciones siempre desmesuradas que evocan a Valle-Inclán en la forma y a Dostoyevski en el fondo.

En Arlt, sin embargo, los focos no son tanto para el protagonista, que también, sino para ese destino infausto que ha dejado de ser inminente y se ha materializado de la forma más cruda posible. No hay consuelo que valga, tampoco asideros. El autor priva a sus personajes de cualquier tipo de esperanza y la única salida que les ofrece es un puñado de sueños a cual más descabellado. Una literatura, a fin de cuentas, que indaga en las miserias de la existencia moderna y apuntala distopías a golpe de estilete. La angustia de entreguerras, los anhelos revolucionarios o la sombra del fascismo parecen soplar en la nuca del hombre moderno de Arlt, un hombre que “sufre, soñando, con el cuerpo hundido hasta los sobacos en el barro” (Los lanzallamas) y que se “revuelca en la porquería con anhelo de pureza” (El amor brujo).

Opone a esa “porquería”, a esa búsqueda incansable en la ponzoñosa realidad del arrabal, la literatura que es ajena a lo que le rodea, ensimismada en el fuego fatuo de una vanguardia literaria que Arlt bautiza –no sin cierta mala baba– como “modernolatría”, y que identifica en aquellos que “dominan el arte de escribir” pero no tienen nada que decir. Muy diferente a los que –según él– sienten la urgencia de contar, “esos –dice– escriben en cualquier parte. Sobre una bobina de papel o en un cuarto infernal. Dios o el diablo están justo a uno dictándole inefables palabras”.

Y luego están esos palabros y su imaginativa a la hora de conjugarlos; lo que algunos llaman estilo y que Arlt no dudó en impugnar en cuanto tuvo oportunidad. “Para hacer estilo son necesarias comodidades, rentas, vida holgada. Pero, por lo general, la gente que disfruta de tales beneficios se evita la molestia de la literatura. O la encara como un excelente procedimiento para singularizarse en los salones de sociedad”, apostillaba burlón en el genial prólogo de Los lanzallamas. Y es que para Arlt, el estilo es nada o muy poco si no es capaz de captar la cadencia de una época. Quizá por ello leerle es presenciar un magnífico descalabro gramatical. El autor incorpora las nuevas formas del decir pero no lo hace como un ejercicio de esnobismo vacuo, sino bajo la convicción de que solo de este modo su literatura puede captar la esencia de una sociedad que atraviesa profundos cambios sociales y culturales. Para Arlt, es posible deducir el estado mental de una época a través de ciertos giros del idioma y carga con vehemencia contra aquellos que solo buscan “enchalecar en una gramática canónica las ideas siempre cambiantes y nuevas de los pueblos”. Así, en busca de esa sintonía que le acerque a su tiempo, Arlt no duda en echarse al suelo para sondear lo que farfulla el populacho allá abajo. El resultado es un festival léxico del que da buena cuenta en uno de sus míticos Aguafuertes porteñas: “Si nuestra actual generación es esencialmente agresiva. Tan agresiva que para designar la palabra trompada, tiene los siguientes sinónimos: castañazo, biaba, fastrai, torta, bollo, ñoquie, galleta, piña, bisquete, bife y la antigua miqueta, riqueza de léxico que demuestra el matiz de vocabulario agresivo en todas las fases del tortazo”.

Pero para sopapos los que el autor de Los siete locos dedica a una crítica siempre desdeñosa para con su propuesta narrativa pese a la creciente popularidad que el autor fue alcanzando a través de sus columnas. El habla plebeya que implementó en sus textos y esa mirada entre compasiva y analítica con que retrató a sus congéneres, le valió algún que otro desaire por parte de cierta élite literaria. Desdén que Arlt combatió orgulloso: “He resuelto no enviar ninguna obra mía a la sección de crítica literaria de los periódicos. ¿Con qué objeto? ¿Para que un señor enfático entre el estorbo de dos llamadas telefónicas escriba para satisfacción de las personas honorables: el señor Roberto Arlt persiste aferrado a un realismo de pésimo gusto, etc., etc.? No, no y no”. Genio y figura.

 

Joan Losa es periodista y crítico cultural. Escribe habitualmente en Público.

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