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Arderéis como en 1916

Por bonsauvage, el 24 de junio de 2016, en Buensalvaje Opinión Puesta en abismo

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Ilustración de John Rabbit

Ilustración de John Rabbit

POR ALBERTO OLMOS

Alberto Olmos escribe en su sección Puesta en abismo sobre la parafernalia de los aniversarios literarios. En este 2016, destacan los de Rubén Darío, Camilo José Cela, Henry James, Jack London y Natalia Ginzburg.

Pasan los meses de este 2016 y cada dos o tres semanas nos recuerdan desde algunos periódicos el centenario de un escritor. Me he sorprendido viendo en las secciones de cultura largos artículos dedicados a Rubén Darío o Henry James, como si sus nombres y sus imágenes fueran anomalías informativas, errores de imprenta incluso, algo que está ahí como están tantas cosas en el fondo de los baúles.

A tal punto ha llegado la reiteración de centenarios que he tenido que hacerme la pregunta más sencilla de todas: ¿por qué?

¿Por qué hay que celebrar o recordar o citar siquiera a un autor al hilo de que se cumplan exactamente cien años de su nacimiento o de su muerte?

En la web lecturalia.com he encontrado un útil, amén de desolador, listado de todos los centenarios que podrían arreglarle la semana al periodista cultural menos imaginativo. Así, nacidos en 1916 figuran unos sesenta autores; y fallecidos en ese mismo año hay quince. Si la cifra fuera similar en 1816, 1716 y 1616, podríamos celebrar el centenario o bicentenario (etc.) de un escritor cada día del año, y seguramente también al año siguiente. Sin embargo, ¿qué hay que celebrar?

Se entiende, literalmente, que los cien o doscientos años de la cría de malvas de un escritor, o de su inocente advenimiento al mundo, son “una buena oportunidad para” hablar de ese autor y de su obra, en la creencia de que quizá alguien se ponga de pronto a leerlo porque ha visto su nombre en un titular o sus libros en una estantería honorífica armada en una librería o en una biblioteca. Sin embargo, ¿cómo va a leer alguien a un autor del que se celebra el centenario si al día siguiente se celebra el centenario de otro autor y hace cien años se escribían libros tan largos? Habría que ponerse a leer Retrato de una dama durante 24 horas exclusivas y, al día siguiente, dejarlo a la mitad para ponerse a leer Cantos de vida y esperanza, que dejaríamos a medias cuando dieran las doce de la noche, para leer San Camilo 1936.

Para más enredo, no se entiende muy bien si hay que celebrar los cien años de un autor que todos los lectores conocen (porque se estudia en secundaria), y que a lo mejor hasta han leído, y no los de aquél que nació en 1916 para escribir libros a los que nadie prestó nunca atención o que murió en 1916 después de publicar varias obras exhaustivamente ignoradas.

Repasar la lista de centenarios, ya sea por óbito, ya por natalicio, no deja de tener su gracia si uno juega a ver a cuántos ha leído o a cuántos conoce, y a rebuscar en su memoria qué libro recomendaría de ellos.

Tenemos a Camilo José Cela, por ejemplo, cuyas obras maestras son tan numerosas que es difícil quedarse con una. Yo destacaría tres: La colmena, Vísperas, festividad y octava de San Camilo de 1936 en Madrid y Mazurca para dos muertos. Cela –que es seguramente el mejor escritor español de todo el siglo XX– necesitará otros cien años para ser leído sin el contrapunto deshonroso de todas esas estupideces que hizo y dijo en vida.

Otros españoles reverdecidos por el calendario son Antonio Buero Vallejo (cuya Historia de una escalera obligaban a leer en BUP y no creo que merezca relectura), José de Echegaray (el Nobel de Literatura más discutible de toda la lengua española), Blas de Otero (cuyas poesías completas, aparecidas hace apenas dos años, lo señalan como el más grande poeta menor de la poesía española de su siglo) o Felipe Trigo (del que creo que he dejado a medias alguna novela, pero por el que siento cierta curiosidad, a raíz de su reconocido tremendismo erótico, del que se apropió alguna vez el director de cine Vicente Aranda).

De entre los autores en lengua extranjera se imponen las figuras de Henry James, Jack London y Natalia Ginzburg.

Henry James puede que sea uno de los tres o cuatro escritores más admirados por otros escritores, lo cual indica casi siempre que ningún lector sensato lo lee. Salvando su cuento de terror, Otra vuelta de tuerca, sus novelas de psicología minuciosamente explorada por una prosa llena de recovecos y kilómetros parecen menos complejas cuando pensamos que han sido reiteradamente adaptadas al cine, que si algo quita de una novela son precisamente los mundos interiores de los personajes. Quiero decir que algo malo hizo James cuando cuatrocientas páginas suyas podían resumirse en un primer plano de Nicole Kidman.

Jack London escribía para vender libros y, como los vendió, debemos desconfiar de él. Sin embargo, su novela Martin Eden es uno de los mejores retratos del mundo literario que yo haya leído, particularmente en lo que se refiere al uso de la literatura, y del estatus de escritor, como herramienta de desclasamiento.

Natalia Ginzburg, por último, es una autora que gusta mucho a gente que a mí no me gusta nada. He tratado de leer varios libros suyos y siempre me encuentro preguntándome, cuando la autora me ha contado dónde viven fulano o mengano, y con quién se casó, y cómo eran sus hijos o sus hermanos, lo mismo: ¿y a mí qué me importa?

Pasan los años sobre los autores y sus libros, sobre sus tumbas coquetamente adornadas con epitafios llamativos, y, cuando se cumplen cien años de su muerte, alguien cree que hay que sacarlos del ataúd para hacerlos arder de nuevo en las hogueras zigzagueantes de la indiferencia.

Alberto Olmos (Segovia, 1975) es escritor. Ha publicado las novelas Trenes hacia Tokio, Ejército enemigo o Alabanza, entre otras. Gestiona la web de crítica literaria malherido.com

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