Las brujas de Salem escriben tuits

Lluis Homar en Las brujas de Salem.

Lluis Homar en Las brujas de Salem.

Lluís Homar en Las brujas de Salem.

Haberlas haylas. Las ‘cazas de brujas’ siguen existiendo hoy día por culpa del fanatismo de ultraderecha, de leyes como la española ‘mordaza’, de gobernantes como Trump, de aprovechar la lucha contra el terrorismo para imponer miedo y control, y tener acogotados a los ciudadanos permanentemente. Buen caldo social para dar actualidad a la obra ‘Las brujas de Salem’ que Arthur Miller escribió en 1962 y que se representa en Madrid, en el Teatro Valle Inclán, hasta el 5 de marzo, con un reparto encabezado por Lluís Homar.

Hoy en día uno escribe un chiste de mal gusto en Twitter y no pasa nada. Al menos al principio. Porque meses o incluso años después un juez puede juzgarte, y llegar a condenarte a un año de cárcel. En el siglo XVII unas niñas podían estar jugando alegremente en los bosques de Nueva Inglaterra y no pasaba nada. Hasta que alguien les acusaba de brujería, les juzgaba y acababan en la horca. A principios de los años 50, en Estados Unidos, uno podía tener ideas progresistas, o incluso simpatías comunistas, y no pasaba nada. Hasta que un senador conservador iniciaba una caza de brujas, le llevaba ante el Comité de Actividades Antiamericanas y acababa, con cierta probabilidad, dando con sus huesos en la cárcel.

Son tres momentos diferentes, son tres casos diferentes (humor negro envasado en tuit, ideología política de izquierdas, supuestos pactos con el Diablo), pero unidos por un hilo oculto que ha ido apareciendo aquí y allá a través de la Historia, quizás con demasiada frecuencia: el hilo de la persecución injusta, la histeria colectiva, el pánico moral, la penalización del pensamiento.

Perseguido por la caza de brujas del senador republicano Joseph McCarthy (que dictó listas negras y salpicó a personas como el físico Robert Oppenheimer, el escritor Bertol Brecht, el actor Charles Chaplin, el músico Pete Seeger o el guionista Dalton Trumbo), el dramaturgo Arthur Miller escribió en 1962 la obra teatral Las brujas de Salem. Se inspiró en el otro suceso, ocurrido siglos antes, la literal caza de las brujas en la puritana ciudad de Salem, en 1692. Para Miller el clima de miedo que se vivía entonces en Estados Unidos (sobre todo en Hollywood) no difería mucho del de aquella pequeña población de colonos aterrorizados por el fundamentalismo religioso y por las posibles acusaciones del vecino. El dramaturgo, fallecido hace algo más de diez años, no ha vivido lo suficiente para ser testigo de la actual histeria persecutoria contra tuiteros, titiriteros o anarquistas: el eterno retorno de lo mismo.

Las brujas de Salem regresa a los escenarios en este escenario social tan oportuno. Se trata de un montaje del director Andrés Lima, con un extenso reparto de 15 actores encabezado por Lluís Homar, Nora Navas, Borja Espinosa y Nausicaa Bonnín. Se puede ver en el Teatro Valle Inclán del Centro Dramático Nacional hasta el 5 de marzo. La versión literaria del texto es de José Luis López Muñoz y la adaptación teatral de Eduardo Mendoza, reciente Premio Cervantes. «Lo que aquí se cuenta no es algo que nos resulte extraño, sobre todo con el rebrote de la derecha más radical que utiliza el terror», dice el director; «lo curioso es que muchas veces, por debajo de la persecución política o moral, hay otros motivos más mundanos, como la codicia humana, el deseo de quedarse con la parcela del vecino. El demonio siempre acecha si hay alguien interesado en ello».

La obra comienza con los infantiles bailes nocturnos en el bosque y la figura de Homar que en la obra, además de interpretar al juez Danforth, hace de maestro de ceremonias, figura muy del gusto de Lima en sus montajes. En Salem, Massachusetts, ciudad fundada en 1595, cuyo nombre proviene de Jerusalem, los puritanos trataron de crear un paraíso en mitad de un territorio hostil rodeado de bosques misteriosos y tribus indias enemigas (estaban invadiendo su territorio): domina el panorama una teocracia en la que se funde el poder de la religión y el Estado. En estas comunidades pioneras la vida no era fácil y las supersticiones campaban a sus anchas, como las brujas, que en las frondosidades realizaban sus aquelarres consistentes en danzas inmorales, consumo de alucinógenos y tratos carnales con Satanás.

Así que las chiquillas son tachadas de brujería y ahí se desata una fiebre de acusaciones cruzadas en las que subyacen otros intereses. Por ejemplo, el del potentado que quiere deshacerse de ciertos vecinos para hacerse con sus territorios. O los de la pérfida Abigail Williams, que desea la muerte a la mujer de John Proctor, con el que ha tenido un affaire sentimental que no puede continuar. Salem, escenario y protagonista de la función, se escenifica como una serie de estructuras de madera que semejan la arquitectura colonial de Nueva Inglaterra y que los propios actores van modificando acto tras acto hasta llegar al final, que preside la horca.

El citado John Proctor, un campesino rudo pero honesto, descreído de la religión, el demonio y las brujas (interpretado por Espinosa) es la única voz que, sin demasiado éxito, trata de poner un poco de cordura en esa espiral de superstición y acusaciones. Se dan ciertas licencias metateatrales: además de los parlamentos al público de Homar, en un momento intermedio aparece la figura del propio Arthur Miller, que compareció ante el Comité de Actividades Antiamericanas y evitó acusar a compañeros literatos de estar vinculados con el Partido Comunista, en clara correspondencia con su personaje de ficción Proctor.

El ambiente opresivo es el que se recrea en películas como The Witch, a New England folktale (2015), de Robert Eggers, o The Village (2004), de M. Night Shyamalan. Algunas comunidades de amish o menonitas siguen viviendo de aquella manera, ajenas a cualquier progreso tecnológico o moral. En la consecución de ese paraíso en la Tierra, en Salem, bajo la tremenda presión mental y ambiental, acabaron matándose entre ellos. “Creían que aquella era la mejor forma de organizar el Cielo en la Tierra”, dice Homar, “pero andaban muy perdidos”.

El citado ambiente opresivo se consigue bien en el escenario del CDN, quizás mejor que en las funciones al aire libre con las que se estrenó esta función en el Festival Grec de Barcelona. “Me parece vital que una obra tan dura y tan crítica como esta se siga representando en el teatro público”, dice el director. Anteriormente se había montado en el Teatro Español por José Tamayo (1956) o en el mismo escenario en versión de Alberto González Vergel y Julián Escribano Moreno (2007). También existe una versión grabada en el programa televisivo Estudio Uno (1973).

En los famosos juicios de Salem, más de 150 personas fueron detenidas y encarceladas sin llegar a juicio; de la treintena de condenados, con base solo en rumores, 19 (14 mujeres y 5 hombres) fueron ahorcadas. En España también tuvimos nuestro proceso masivo de brujas: en 1610 tuvo lugar el mayor de toda Europa, en Zugarramurdi (en la comarca navarra del Baztán). Allí fueron más de 2.000 acusados y casi 5.000 sospechosos. «Gracias a la actuación de un inquisidor escéptico, sólo fueron seis las personas que acabaron siendo quemadas vivas por brujas, aparte de las 21 que salieron al Auto de Fe celebrado en Logroño y que fueron reconciliadas tras confesar sus culpas», explica la historiadora experta en brujas María Tausiet.

¿Hasta cuando se creyó en las brujas? «Aunque ya había muchos escépticos en la época de la persecución, a partir del siglo XVIII, con la Ilustración, las mentes cultivadas consideraron que todo era superstición y engaño. Pero la mayoría de la población, sobre todo en zonas rurales aisladas, continuó creyendo en ellas hasta bien entrado el siglo XX», sigue Tausiet.

Pero cazas de brujas seguimos teniendo. Acabemos poniéndole nombre: César Strawberry, cantante de Def Con Dos, ha sido condenado a un año de cárcel por unos chistes sobre ETA publicados en Twitter. El concejal Guillermo Zapata fue procesado por escribir tuits de humor negro sobre terrorismo y el Holocausto. A la estudiante Cassandra V. le piden dos años de cárcel por hacer chistes en las redes sociales sobre el asesinato de Carrero Blanco. Dos titiriteros pasaron varios días en prisión preventiva por representar una obra de títeres en la que a un personaje le acusaban injustamente de terrorismo. Nahuel, miembro del colectivo Straigh Edge (anarquistas partidarios de no usar drogas ni alcohol, no comer carne o practicar sexo solo con amor) se pudre en una cárcel de alta seguridad, de manera preventiva, acusado, sin pruebas, de quemar sucursales bancarias. Son solo unos ejemplos. La llamada Ley Mordaza, la nueva consideración de delitos de terrorismo, la persecución de la libertad de expresión nos llevan de nuevo a un Salem electrónico, el siglo XVII recreado en el XXI.

Como cantaba Strawberry: “Piensa, y que no te cojan”.

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