Chirbes y Luisgé Martín, dos novelas gais que brillaron en 2016

No, no vamos a caer en ‘El Asombrario’ en otra lista de los 10 libros más destacados del año. Pero sí quiero rescatar aquí dos de las obras que más me han impresionado y en las que el lector encontrará eso que no abunda y se llama ‘verdad literaria’: ‘Paris- Austerlitz’, de Rafael Chirbes, y ‘El amor del revés’, de Luisgé Martín, ambas publicadas en Anagrama y que indagan en los recovecos, placeres, sentimientos de culpa y redención del amor y el sexo entre hombres.

Hace unos días, un amigo escritor (uno de los mejores en activo de este país) me confesó que ya no leía los suplementos literarios ni las revistas (antes los devoraba), que, salvo algunas excepciones, tampoco se fiaba de la crítica. “Sé de antemano a quién van a alabar y a quién van a destrozar”, se lamentó. Y no lo decía por despecho, porque lo cierto es que a él siempre le han tratado bien, incluso muy bien. Luego hablamos de las listas de los mejores libros de 2016 que se publican estos días y que se repiten como un villancico. Es casi imposible no comentarlas. Y medio en broma, medio en serio, también nosotros caímos en la trampa y acabamos haciendo una pequeña lista de las lecturas que más nos habían gustado. No voy a desvelar aquí cuál es la mía, pero sí quiero rescatar dos de los libros que la integraban y en los que el lector encontrará verdad literaria: Paris- Austerlitz, de Rafael Chirbes, y El amor del revés, de Luisgé Martín, ambos publicados en Anagrama.

Chirbes (Tabernes, 1949 – Beniarbeig, 2015) empezó a escribir Paris-Austeriltz en 1996, en Valverde de Burguillos, un pequeño pueblo pacense de apenas 300 habitantes donde el escritor valenciano vivió 12 años, antes de instalarse definitivamente en Beniarbeig, escenario de las últimas novelas, Crematorio y En la orilla, en las que narra la corrupción moral y económica de la España de la burbuja inmobiliaria, un hedor del que aún no nos hemos librado. Novelas que por fin le conectaron con eso que se llama el gran público, con una población lectora azotada por la crisis, que había vivido el espejismo del ladrillo y el alicatado. Con una obra a mitad de camino entre Proust y Galdós, no era la primera vez que Chirbes hurgaba en nuestra sociedad, en la herida de la Guerra Civil, o en el relato oficial de la Transición y sus secuelas (por ejemplo en La larga marcha), pero con Crematorio y En la orilla al fin logró el fervor unánime de la crítica, incluso de quienes pocos años antes le habían denostado por el compromiso político y social que destilan sus novelas. Entregada pocos meses antes de su muerte, en 2015, podemos leer Paris-Austerlitz como el testamento literario de uno de los autores más firmes, coherentes y personales de los últimos 50 años.

“Sobre mis libros, sobre mi vida, sobre mi trayectoria como escritora. He aquí la respuesta a la pregunta: uno se hace escritor escribiendo con paciencia y obstinación, sin perder nunca la fe en lo que escribe», dijo de sí misma Agota Kristof, una cita que bien podría haber asumido el propio Chirbes, quien durante muchos años tuvo que nadar a contracorriente en las procelosas aguas del mundo literario y sus mandarines.

Como La buena letra o Los disparos del cazador, dos breves joyas, Paris-Austeriltz es también una novela intensa, con una potente voz narrativa. El narrador protagonista es un joven pintor de familia acomodada, izquierdista. Con saltos entre el pasado y el presente, nos cuenta la relación que mantuvo en París con Michel, un hombre treinta años mayor, obrero, en una época en la que el sida empezó a hacer estragos entre la comunidad homosexual y en la que la Iglesia de entonces –recuerdo– vio en esta “plaga maligna” una especie de castigo divino por los “excesos” y los “pecados” de los gais. Michel será una de esas víctimas y el narrador se enfrenta ahora a la enfermedad de su amigo, quien agoniza en un hospital. “En ningún momento pensé que pudiera ser yo quien le hubiera infectado a él. En realidad veía la enfermedad como fruto de su actitud ante las cosas. Pensaba: el mal te arrastra si te dejas llevar, si te entregas”, escribe el narrador. El joven pintor vive estos momentos atrapado entre el desapego que siente hacia Michel, el amor que fue, y la lealtad a los recuerdos, a la pasión vivida entre ambos.

Las vidas de Michel y del narrador han coincidido en el tiempo y en el espacio, en la misma cama, la estación parisina de Austerlitz como símbolo de ese encuentro: “(las vías del tren) son nuestro río, van siempre de ti a mí, sólidas bandas de acero de estación a estación: Madrid/Chamartín/Paris-Austerlitz. Cosas así escribí. Nunca he tenido facilidad para la escritura, lo mío es el dibujo, los colores; y, además, no resulta fácil expresar la felicidad”. Sin embargo, sus mundos no podían ser más diferentes. Michel, con un pasado que roza lo sórdido, cree en el amor, en un horizonte delimitado por las rutinas de la vida cotidiana, la salida de la fábrica, la vida en el barrio, el hedonismo, los placeres cercanos. El narrador, artista y burgués a pesar de su vida bohemia, piensa que el amor es como una carcoma que te devora por dentro.

En Paris-Austerlitz, Chirbes -hay quien dice que es su novela más autobiográfica– nos ofrece una narración honesta, descarnada, nada autocomplaciente, sobre los entresijos del amor, el peso de la culpa, las contradicciones de una época, nos habla sobre la soledad, la muerte y el arte como paliativo. Aunque la crítica social no está en un primer plano como en otras de sus obras, Chirbes no deja de insistir en esa idea marxista de que las condiciones sociales y económicas en las que nacemos condicionan –y a veces incluso determinan– lo que llegamos a ser. Aunque el mayor logro de esta novela es la creación del personaje que nos cuenta la historia, cómo escarba en su interior hasta desvelarnos la perplejidad y el abismo que habita en todos nosotros. No me extraña que Chirbes volviera una y otra vez a una novela que nos sacude y nos revuelve, pero que también ilumina los pliegues de nuestro corazón.

Si a Michel, personaje de ficción, el sida le arrebató la vida por sus plegarias atendidas, por llevar hasta el último extremo su determinación por vivir, por no negar su identidad, la negación de esa identidad le salvó la vida en la realidad al escritor Luisgé Martín (Madrid, 1962). Nos lo cuenta con una sinceridad pasmosa en El amor del revés, un ensayo memorialístico que indaga en su despertar a la homosexualidad en la España de la Transición. “Mientras yo seguía creyendo, en los primeros años de la década de los ochenta, que mis sentimientos eran una enfermedad, otra enfermedad real estaba extendiéndose silenciosamente por todo el mundo. Los libertinos se contagiaron; los que disfrutaban sin rémoras de las delicias del sexo cayeron enfermos. Los otros, los pudibundos, los atormentados y los platonistas como yo salimos indemnes de aquella batalla”, escribe Martín.

El autor desgrana en estas memorias las heridas –la escritura siempre nace de una– de las que han surgido sus novelas, sus obsesiones, y que le han convertido en uno de los narradores más sobresalientes de este país. “A menudo lo pienso aún: si en ese tiempo hubiera sido feliz, como quería, hoy estaría muerto. Y nunca tengo la certeza de qué prefiero”, confiesa Martín.

No he dejado de subrayar este libro, de una lucidez sorprendente, una narración emotiva, cruda y nada complaciente en la que el autor entrevera sus reflexiones en torno al amor, la literatura, la sociedad que le ha tocado vivir o el sexo con el relato de los avatares de la cucaracha –como se definía a sí mismo–, desde los 15 años, cuando descubre que es homosexual, hasta la España de hoy. La búsqueda de su identidad se solapa al despertar de un país adormecido durante 40 años, al que le olían los calcetines (por usar las palabras de Vázquez Montalbán), y culmina en el matrimonio del autor con el artista Axier Uzkudun en una boda civil. Una boda que, más allá de lo estrictamente personal, sella el compromiso del escritor con el reto colectivo de luchar por los derechos de los homosexuales, no solo en el plano legal sino también social, un proceso que no deja de tener un cierto saber amargo, a pesar de los logros conseguidos. “Hoy, cuarenta años después de descubrir en mí esa naturaleza de insecto, sigo teniendo en alguna parte de mi esqueleto, en las junturas de los huesos, en el espinazo o en el tejido de la médula, las manchas de la vergüenza. Ya no guardo el secreto, sino que, al contrario, hago alarde de él –me muestro casi con exhibicionismo en cualquier ámbito, escribo artículos en los periódicos hablando de la discriminación, compongo estas memorias sodomitas–, pero en el fondo de mi conciencia pervive sin duda algún rastro de aquellos años: los prejuicios, el sentimiento de inferioridad, el peso inofensivo del fracaso”. Nada de complacencia, de sabiduría impostada: “La sabiduría nunca enmienda las pasiones. La inteligencia no remedia la idolatría o el fanatismo”.

Escrito con brillantez, con un gran pulso, con una sabia combinación entre la narración y la reflexión, El amor del revés se lee como una novela, la de la propia vida del autor. Una novela en la que Martín embarca al lector en la lucha que ha mantenido por encontrarse a sí mismo, con las decepciones y las derrotas y también con las pequeñas certezas que acumulamos con el paso del tiempo, un tiempo siempre perdido. Una novela que a mí me recuerda a La educación sentimental de Flaubert. Como el autor francés, obsesionado por buscar la frase ineludible, el sintagma perfecto, también a Luisgé Martín le ha salvado finalmente la lengua y la literatura. Porque, a fin de cuentas, asegura, “aprender a vivir es aprender a nombrar. Encontrar el verdadero significado de las palabras, su definición exacta”.

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Comentarios

  • mentalmente

    Por mentalmente, el 01 enero 2017

    No sabía que las novelas tuvieran género.

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