‘Colpo di fulmine’: fue todo un flechazo

Foto: Pixabay.

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RELATOS / UN AMOR DE VERANO

“Lo he hecho muchas veces después, pero la primera vez no se olvida. Todavía puedo sentir aquella excitación; me recorrían fogonazos: mi cuerpo ya estaba preparado… Creí que sería más difícil, pero no. Fue tan natural como tirarme al lago en un día de verano y flotar”. Un extraordinario relato lleno de instinto animal. Otra entrega de nuestros cuentos de agosto en torno a un amor de verano. No dejéis de leer hasta la última línea.

Por BEATRIZ VELAYOS AMO 

Colpo di fulmine: Del it. 1. m. Golpe de relámpago. 2. m. coloq. Flechazo. Amor a primera vista.

Qué pregunta tan curiosa. Podría contestarte varias cosas, en un principio no parece fácil decidir. Si se lo dijeras a mi padre, seguramente respondería lo primero que se le ocurriese. Los hombres no se complican; les gusta lo que es sí o no, o blanco o negro. Y la solución sí o no, blanca o negra, se llamaba Marcos Sanjuán y era el hijo del maestro. Le recuerdo con sus paletos separados, arrancándose costras de las rodillas y dejando correr la sangre. No creo que fuese guapo ni listo, pero me gustaba saber que siempre que bajase a la plaza él estaría allí, con su lupa. Si llegábamos pronto, todavía daba el sol y podíamos quemar bichos y verlos retorcerse, moviendo las patitas mientras trataban de escapar, muertos de la risa ante sus intentos.

Marcos fue mi primer novio, sí, pero duró poco. A los meses trasladaron a su padre y me quedé sola en el pueblo. No era una vida mala, solo predecible. Cuando ya era mocita, como decía mi madre, me dejaban salir a pasear con mis amigas después de la escuela y aquello se hizo más soportable, aunque tenía que estar en casa antes de que anocheciese. Mi época favorita era la matanza. Ver a Ambrosio, el matarife, clavando el cuchillo con tanta precisión que a veces el cochino ni chillaba, y ayudar a mi madre a recoger toda esa sangre. Había que agitarla para que no se coagulase, acababas manchada hasta los codos y agotada de remover aquel barreño inmenso; todo el pueblo olía al pelo quemado del guarro. Luego las mujeres bajábamos al río a limpiar metros y metros de intestino, mientras los hombres se quedaban destazando al animal. Duraba tres días, hija, tú ahora no te lo puedes ni imaginar, pero a mí me entusiasmaba. Tres días de fiesta al año no son suficientes, y al final tuve que marcharme. A mi padre le dije que quería estudiar como mis amigas, que querían ser maestras y secretarias, pero, en realidad, yo quería abrir el mundo.

Seguramente tu padre piensa que fue él mi primer amor. Le quise mucho, tuvimos una vida estupenda, pero ese amor que te transforma en una persona que nunca habías sabido que existía nunca fue para tu padre. A él lo encontré bastante tiempo después.

Me gustaría decirte su nombre, hija, pero no llegué a saberlo. Es curioso, no lo había echado en falta hasta que me lo has preguntado. Quizá debería haber esperado a conocerlo un poco, pero sucedió todo tan deprisa…

Fue en una cafetería del barrio, yo iba cada tarde porque en la ciudad solo tenía a mis tías. Allí me dedicaba a mirar a la gente, esperando encontrar al hombre perfecto. Quería conocer a alguien que se llevase aquel tedio agotador. Y llegó él. No me miró siquiera, pero nos rozamos al coger cada uno su taza y qué puedo decirte… Fue como si me fulminase un rayo. Sólo recuerdo que me escaldé con el café por las prisas de acercarme a él. Cuando se levantó, lo seguí, con la lengua latiéndome en la boca, y caminamos al compás, él delante, yo detrás, separados un par de metros, hasta que él llegó a un descampado.

El barrio estaba todavía en construcción, había muchas calles donde solo vivían un par de personas, algunas ni siquiera estaban adoquinadas. Ahí supe que si no me acercaba deprisa, llegaría a su casa o nos cruzaríamos con alguien. Lo he hecho muchas veces después, pero la primera vez no se olvida. Todavía puedo sentir aquella excitación; me recorrían fogonazos: mi cuerpo ya estaba preparado. Cualquiera podría habernos visto u oído, pero en aquel momento ni siquiera lo pensé. La euforia de haberlo encontrado, supongo. Creí que sería más difícil, pero no. Fue tan natural como tirarme al lago en un día de verano y flotar.

El primer golpe fue en la sien. El peso de la piedra en mi mano, el crujido sordo que me acompaña todavía. Cayó al suelo y, cuando se giró, vi que sus ojos eran verdes como las eras de mi pueblo. No gritó al ver mi navaja, solo pareció ahogarse, aunque la sangre no salió de su boca, sino de su cuello. Recordaba que el maestro nos había contado cuánta sangre hay en cada animal, había visto los barreños en noviembre, pero es distinto cuando te empapa y ves tus manos cubiertas con el calor de un hombre, y lo ves retorcer las piernas intentando escapar. Yo lo observaba. No quería perderme su boca, tan abierta y llena de nada, sus ojos verdes. Por fin se quedó quieto, más de lo que había visto nunca a nadie, y yo no podía controlar el ritmo del aire que entraba y salía rozándome la lengua abrasada, el calor en cada centímetro del cuerpo, como un cable suelto pegando chispazos, buscando tierra.

Dicen que la vida se apaga cuando te mueres, pero lo cierto es que explota en un segundo. Estaba empapada de él, invadida por su vida, por los días que le quedaban, los planes no realizados, el potencial de su cuerpo. Y al sentirme llena de él comprendí que no había estado viva hasta entonces.

Hija, no me mires así.

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