En crisis como esta pandemia, las desigualdades se hacen incluso más visibles

Un niño en un bosque. Foto: Pexels.

Las nuevas generaciones deberían crecer en un entorno ecosocial más igualitario. Foto: Pexels.

El recinto ferial de Madrid convertido en un enorme hospital, las pistas de hielo en morgues… Si hace unas semanas nos hubiesen dicho que estaríamos en esta situación más propia de una película de ciencia ficción que de la realidad, nos hubiésemos reído a carcajadas. Esta catástrofe sanitaria pasará con más o menos consecuencias y, por supuesto, con consecuencias desiguales para unos y otros. No será la última. Lo peor que podría suceder es que de aquí salgamos sin ninguna reflexión o aprendizaje. No es buen síntoma el hecho de que ya apenas se hable de la emergencia climática, cuando hay muchos puntos de convergencia con esta brutal crisis.

Cuando creíamos que estábamos en un primer mundo que lo podía todo, un ser ínfimo nos ha hecho frenar. No ha sido una frenada en seco, sino algo progresivo; muy rápido, pero progresivo. Primero en España lo vimos lejano porque estaba localizado en Asia, empezamos a asustarnos cuando llegó a nuestros vecinos italianos, y cuando quisimos tomar medidas era demasiado tarde, ya el virus estaba expandido y la afectación muy alta en cifras.

Como en todas las crisis, además de las cifras, está la afectación desigual a todos los niveles. Porque este virus no afecta igual a una mujer inmigrante, a una familia monoparental o al que vive confinado en un piso de 40 metros cuadrados que a los que podemos considerarnos privilegiados por tener casa propia, un trabajo estable o por disponer de balcón o tener a alguien con quien compartir nuestras ansiedades.

Como maestra, este confinamiento me ha supuesto varios dilemas. Desde la suspensión de las clases se nos pidió a los docentes que mantuviésemos nuestro trabajo de forma digital, que mantuviésemos la marcha del curso enviando tareas de forma telemática. Horas estuve tratando de buscar la manera en que las diferencias no se incrementaran entre mi alumnado. Para empezar, porque los deberes en sí mismos incrementan las desigualdades, dado que no toda la sociedad tiene los mismos recursos materiales y personales. Intenté enviar tarea a mi alumnado de forma telemática como la Administración me indicaba, pero ¿qué pasa con los alumnos y alumnas que no tienen ordenador?, ¿y con los que no tienen wifi? Y aun suponiendo que estas necesidades estuviesen cubiertas, ¿qué pasa con aquellos alumnos y alumnas cuyas familias no pueden ayudar con las tareas escolares por desconocimiento o falta de disponibilidad?

La escuela, además de un papel educador, tiene esa misión de equilibrar y suplir deficiencias; enseñar no es simplemente transmitir conocimientos, eso es instruir. Pero este ejemplo de afectación puede trasladarse a cualquier otro escenario o sector, pues el confinamiento no se lleva igual en una casa con finca que en un apartamento ínfimo, no se lleva igual con Netflix que sin él, y esto haciendo referencia solamente a recursos materiales y superficiales. Lo único que quiero evidenciar con estos ejemplos es que la crisis nos afecta de forma desigual, pero con el denominador común de que siempre son los mismos los que pagan la peor parte.

Apliquemos todo esto al tema medioambiental. Las ONGs llevan más de 40 años advirtiéndonos del peligro de devastar la naturaleza, un peligro que se ha hecho más latente cada año y que se ha obviado a pesar de las advertencias de los expertos del IPCC y las movilizaciones de diferentes colectivos exigiendo medidas para impedir que la temperatura de la Tierra siga aumentando. El último estudio publicado por el IPCC nos advierte de que muy probablemente el calentamiento global llegue a 1,5°C entre 2030 y 2052 si continúa aumentando al ritmo actual y que los riesgos que esto supone dependen de la magnitud y el ritmo del calentamiento, la ubicación geográfica y los niveles de desarrollo y vulnerabilidad, así como de las opciones de adaptación y mitigación que se elijan y de su implementación. Y añade el estudio: “Se prevé que los riesgos relacionados con el clima para la salud, los medios de subsistencia, la seguridad alimentaria, el suministro de agua, la seguridad humana y el crecimiento económico aumenten con un calentamiento global de 1,5°C, y que esos riesgos sean aún mayores con un calentamiento global de 2°C”.

Quizá no nos asusta porque lo vemos lejano, igual que cuando veíamos lejano al coronavirus en Wuhan.

Pero si nos queremos centrar en la salubridad, algo de lo que estamos más pendientes ahora, no tenemos más que fijarnos en la siguiente advertencia del estudio: “Se calcula que con un calentamiento global de 1,5°C a 2°C aumentarán los riesgos de algunas enfermedades transmitidas por vectores, como la malaria y el dengue, lo que implica cambios potenciales en cuanto a su alcance geográfico”. ¿Quizá tras leer esto notamos ya el nivel de ansiedad como cuando el coronavirus comenzaba en Italia?

El coronavirus pasará, como decía al principio; la factura será desigual, pero seguiremos adelante y, cuando el periodo de cuarentena finalice, todo incitará a volver al consumo masivo. “Hay que reactivar la economía nos dirán”, como si reactivar la economía fuese consumir hasta morir y de esta crisis no sacásemos ninguna reflexión más allá que la retención de una actitud autómata y primaria. ¿Seguiremos consumiendo sin tener en cuenta la factura que paga el planeta por nuestros excesos?, ¿seguiremos adelantando cada año el día de la sobreexplotación de la tierra consumiendo los recursos de nuestros hijos e hijas, de nuestros nietos y nietas?

Cada año transformamos en productos cerca de 93.000 millones de toneladas de materias primas y, dado que nuestro sistema es lineal (creamos-usamos-tiramos) y no circular como el de la naturaleza, de todo ese gasto solo se logra recuperar un 9% del total mediante reciclaje y compostaje. Si nos referimos a la industria de la moda las cifras son escandalosas. Según el reportaje El fin de la basura que National Geographic publica este mes en su edición impresa, “entre 2000 y 2015, mientras la población mundial crecía un 20%, la producción de prendas de ropa se duplicó, según un informe de la Fundación Ellen MacArthur, gracias a la explosión de la moda rápida. Ese mismo año el mundo tiró a la basura más de 400.000 millones de euros en ropa”. Traduzcamos esas cifras a la explotación de recursos y la generación de basura y desperdicios, ambos aspectos relacionados con el medioambiente; con que nos paremos a reflexionar un poco, es como para pensárselo antes de salir a comprar compulsivamente después del fin de este confinamiento.

No puedo acabar este artículo sin hacer referencia ya no a la brecha digital a la que me referí en el ejemplo educativo, sino al hecho de que por muchas aplicaciones de comunicación que tengamos, no hay nada como el trato humano. El ser humano es social, y prueba de ello es que necesitamos hacer cosas de forma conjunta, como salir a los balcones a realizar diferentes y ocurrentes actividades, y estar permanentemente conectados. Al final necesitamos la reactivación de los sentidos, vernos, olernos y tocarnos. Esperemos salir reforzados de esta crisis sanitaria, pero, sobre todo, esperemos haber aprendido que el cuidado de la vida, que nace de la naturaleza en sí misma, es lo esencial. Que lo telemático no lo puede todo, no lo soluciona todo, que por encima de lo material estamos las personas. Aprendamos a prevenir y cuidar.

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