El cuento de la princesa azul y el dragón de 170 años

Foto: Pixabay.

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RELATOS / UN AMOR DE VERANO

Llegamos al final de esta serie de 29 relatos de agosto en torno a un amor de verano que ‘El Asombrario’ os ha ofrecido de la mano del Taller de Escritura de Clara Obligado. Y lo terminamos con un cuento con los ingredientes más clásicos: una princesa y un dragón.

POR CARMEN SOGO

Había una vez una princesa vestida de azul. Con una melena muy negra y brillante. Con los ojos de avellana y una sonrisa muy cara. Era más o menos feliz y vivía una vida aparentemente tranquila. Pero era una de esas princesas azules, tan distintas de las rosas: ansiosa, trabajadora, rebelde, inquieta y dulce. Dulces son todas las princesas.

Una tarde de primavera, a la salida del cine, la hermosa princesa conoció a un joven. Honesto, sencillo, inteligente y trabajador. Se llamaba Arturo y tenía un dragón. Se lo habían regalado cuando tenía tres años, porque su anterior dueño había muerto y alguien tenía que cuidarlo. El dragón tenía unos 170 años y no era muy espabilado. Sus escamas eran doradas y verdes. El dragón nunca había tenido novia, en realidad nunca había conocido una dragona joven. Arturo pensaba que no existía otro dragón tan maravilloso.

El joven era alto, rubio, de ojos verdes y corazón sereno. Cuando se encontró con la bella princesa, quedó deslumbrado, pero decidió que no se enamoraría hasta que su dragón no le diera el visto bueno. Así que le pidió su teléfono, sin mirarla demasiado. Ella, como toda princesa azul, suspiró. Hablaron, Marinella reía, pero Arturo se mantuvo serio y distante a la espera de la opinión del dragón. Una tarde, tuvieron una cita los tres.

La princesa se rio con la risa nerviosa que suelen tener las princesas azules y el dragón pensó que se reía de él. Estaba acomplejado, porque su chorro de fuego no era demasiado potente y además parecía granate. Cuando Marinella se levantó recogiéndose el vestido azul para irse Arturo no hizo el más mínimo movimiento, sólo dijo adiós, lo que a la princesa le pareció descortés. Y el dragón, como no sabía nada del amor, aconsejó mal a Arturo: era fea, comía sin mesura y se reía de su fuego. No debía volver a verla.

El joven hizo caso a su dragón y pagó la desmesurada cuenta de cubiertos de plata. Era un despilfarro que no se podía permitir y no había servido para nada. Cabizbajo y con menos peso en el bolsillo y el corazón, salió de aquel lugar empujando la pesada puerta de madera. Estaba decidido a no volver a verla y regresó a su mísera casa con el dragón.

Pero sucedió que Arturo no podía apartar de su pensamiento a la princesa. Iba a su trabajo serio y lo realizaba lo mejor que podía, pero era mucho menos eficaz que de costumbre. Preparaba su comida sin ganas, dormía poco. Intentaba reír con las gracias del dragón, pero no lo lograba.

Cuando Marinella llegó a su mansión, lloró y lloró tumbada boca abajo, hasta que se quedó dormida. Y eso hizo noche tras noche. No comer, ni cantar, ni reír, era signo de un mal muy grave en una princesa azul. Le preparaban platos exquisitos que no probaba y sólo abría la boca para decir una sola palabra: Arturo.

Pasó un año de melancolías y penas. Y la alegría que al principio llenaba al dragón se tornó tristeza. Por su parte, él comenzó a sentirse responsable de aquel dolor. Como era valiente, fue capaz de reconocer que se había equivocado. Para remediarlo, decidió buscar a la princesa hasta debajo del hielo, hasta el borde de las montañas, y le pediría perdón. Pero Arturo sacó el teléfono y le explicó que nada de eso era necesario. Podía simplemente llamarla y pedirle una nueva cita. Llámala ya, no pierdas el tiempo, le dijo el dragón. Arturo llamó, pero nadie cogió el teléfono. Repitió la llamada y de nuevo silencio. A la tercera vez contestó la doncella. La princesa estaba enferma. Muy enferma.

Arturo se encaminó a la mansión, que estaba lejos, como todas las mansiones. Metro, autobús, caminar. Anochecía cuando llegaron y la doncella les condujo al dormitorio de la princesa, que estaba tendida en su cama con dosel, el vestido azul arrugado y sucio, la melena enmarañada. Surcos de lágrimas le recorrían las mejillas y ni siquiera escuchó la voz de su amado.

—Princesa. Estoy aquí. Te amo. Mírame.

El dragón, desesperado, se acercó a ella. Le sopló su fuego en la cara y aquella llama granate cubrió a Marinella. La cama iluminó la cama entera y la princesa se incorporó de un salto, el vestido resplandeciente. El joven, inclinándose sobre ella, la besó en la frente. El dragón revoloteó feliz, su fuego apagado había sido útil.

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