Cuentos de Navidad: «Matanza de Reyes»

©William Warby

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Aquí el tercer cuento de las Navidades distintas, menos empalagosas, que ha propuesto ‘El Asombrario & Co’. Nos trasladamos a un frío y aislado pueblo, donde se suceden varias escenas inquietantes. Eso sí, hay niños, paisajes helados, Reyes y una moraleja: a los cerdos hay que llegarles al corazón.

Se levantó Lucía frotándose los ojos y enfurruñada, a punto de llorar, porque sus primas ya estaban abajo, en la cocina, desayunando. Se habían despertado antes que ella y no le habían avisado. Y ese día olía a bizcocho.

El chorro de la fuente se había quedado hecho un carámbano. Los pozos del lavadero, losas esmeriladas. El perro no encontraba en el corral sitio donde tumbarse. El día había comenzado indiferente para el pueblo, casi un letargo para sus veinte vecinos. Los prados estaban pardos de tanta helada. Era día de matanza.

Los pocos grados habían dado un color nidrio a todas sus manos.

Le apresaron con un gancho por la carrillera. El cerdo berreaba fuerte, pero bueno, dócil incluso. Le sujetaron por lo que serán jamones, con un hombre echado sobre lo que serán morcillas. Y otro hombre le clavó un cuchillo largo y ancho. Una mujer acercó un caldero. Todas sus manos eran nudosas y ásperas.

Empezó a caer sangre caliente y muy espesa, que al contacto con el frío echaba humo. Era enero, con todavía el blanco de la helada. Berreaba. Ahora lo que quería era escaparse. Consciente por fin el animal de lo que realmente estaba pasando. Berreaba con un grito fuerte, feo y áspero, agrio, entrecortado, de garganta rasgada. Entre la e y la i.

«Sangra poco».

«No, no, padre, sangra bien», dijo la mujer, mientras removía con el palo la sangre que iba cayendo en el caldero.

«Tira, tira del gancho».

Berreaba cada vez con menos energía. Se le iba toda por la herida. Se movía cada vez con menos fuerza de animal; ya casi por moverse, por instinto de sobrevivir.

«Vas a tener que clavarle otra vez».

«Si no le llegas al corazón, nada».

«Afloja, afloja un poco. No tires tanto de la cabeza, que no puedo coger la sangre».

Diez minutos. En el corral picoteaban, tontas, las gallinas. En la huerta, un manzano que no da manzanas. El otro cerdo, a diez metros, gruñía en la pocilga. Cerca, el pilón donde beben las vacas antes de entrar en la cuadra. En el corral, el montón de helechos para chamuscar el cerdo.

Por la carretera pasó un coche.

«Parecía Chus. Por el ruido».

«¿Adónde irá?».

«¿Estará muerto ya?».

El cerdo seguía moviéndose, pero ya no era vida sino los últimos pinchazos del sistema nervioso.

***

Las tres niñas pequeñas apartaron los estuches de pinturas y empezaron a jugar en la cocina a la matanza del cerdo.

Una, de cinco años, tendida sobre dos banquetas, hacía de cerdo. Otra, de siete, de matarife. La otra, de seis, de señora que remueve la sangre. El juego consistía en que la primera se quejaba, gruñía -pero no muy alto y con algún ¡ay! añadido- y se movía, no mucho para no caerse de las banquetas. Otra le clavaba el puñito en el pecho, mientras decía «ahora, ahora». Y la otra, con un palo, giraba la mano derecha sin parar, como si estuviera recogiendo sangre espesa en un caldero.

«Ya. Ya… No vale. Tienes que morirte ya».

La más pequeña no dejaba de moverse y de gruñir, aunque ya muy bajito.

«Venga, muérete ya», decía la del palo.

«Bueeeno».

Y dejó de moverse.

«Ahora tenemos que hacer las morcillas y los chorizos».

Empezaron a hacer garabatos sobre la tripa y la barriga de la niña y, sin darse cuenta, se pasaron a otro juego: el de médicos. Las tres echaron de menos a un niño. Para comparar.

Sobre el fogón, una cazuela con agua, un poco de aceite y ajo para hacer una sopa. En la bodega, los barreños que dentro de poco se llenarán de tripas y olor a mondongo. Queda todavía mucha mañana para jugar. En el corral, los helechos ardiendo. Juanma se va ya a su casa para echarle el pienso al ganado.

«Cómo me gusta a mí ese muchacho. Qué prudente y educadito es. Nunca te pone una mala cara».

***

«¡Que te matoooo! ¡Que te matooooo! ¡Mira que te mato!».

Este nuevo juego lo aprendieron las niñas hace solo tres días, en una riña familiar en la que dos hermanos grandullones se pelearon en la cocina y se hicieron sangre en la cara. La abuela había ido a parar al suelo, debajo de la mesa, por el manotazo de uno de sus hijos.

Es muy fácil jugar, porque también hay tres personajes en la historia. La niña de siete años hace de hermano mayor y más fuerte, el que gana; la de seis es el otro hermano, el que pierde; la de cinco es la abuela que cae y empieza a llorar:

«¡Ay, ay, ay!, ¿pero qué estáis haciendo, hijos míos, qué estáis haciendo?».

«Ahora tienes que decir: iros de casa, iros de casa. Y te echas a llorar».

«¡Ay, ay, ay!, ¿pero qué estáis haciendo? ¡Iros de casa, iros de casa! Por favor, que me matáis, que me matáis». Y finge que se echa a llorar.

Es Navidad. Pero en la familia nunca nadie se dice que se quiere.

«¿Sabes quién se ha muerto?».

Sobre la nevera, tres postales de los parientes de Laredo y Bilbao con un «felicidades» y un «éstos que no os olvidan».

«Pues estaba bien de presencia. ¿Cuántos años tendría ese hombre, padre?».

«Era del tiempo de la difunta tu madre».

Metidas en la rinconera, dos tabletas de turrón. Una del duro y otra del blando.

Es víspera de Reyes. Mañana vendrán con los juguetes de la tele para las niñas.

«Tienen unas ocurrencias… ¿Sabes lo que me dijo el otro día Lucía? Tú eres muy viejina ya, abuela, mucho no, pero un poco sí».

Las gallinas picotean la espesa mancha de sangre de cerdo a la entrada de la cuadra. Las alimenta.

«Padre siempre dice que los niños son la alegría de la casa. Que una casa sin niños es muy triste… Muy triste. Como de luto. No tenía que haber ninguna casa sin niños. No tienen maldad ninguna».

Hay sol, pero no calienta. Ni brilla. Sol nulo.

Las niñas se han enfadado. Dicen que Lucía no actúa bien, que no sabe hacer de persona mayor desesperada. Sus primas se ponen de acuerdo para hacerle el vacío el resto del día. Quieren hacerle llorar. Le dicen que los Reyes no le traerán nada. No reacciona. Les contesta, respingona. Por eso, deciden pinchar donde puedan llegarle al corazón: «Tú, cállate. Si eres una de esas niñas robadas que salen en la tele».

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Comentarios

  • Tony López - Eventos Morelia

    Por Tony López - Eventos Morelia, el 09 enero 2014

    Esta historia es una muestra que los niños son el reflejo de los grandes, al hacer cualquier cosa ellos van aprendiendo todo. Así que cuidemos nuestras acciones.

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