Daniel Sánchez Arévalo: «Me sorprende la capacidad de la gente de no pensar»

El cineasta y escritor Daniel Sánchez Arévalo. Foto: Roberto Villalón.

El cineasta y escritor Daniel Sánchez Arévalo. Foto: Roberto Villalón.

El cineasta y escritor Daniel Sánchez Arévalo. Foto: Roberto Villalón.

Tras ‘La maleta de Ignacio Karaoke’ y ’31 de julio 1993′, el director de cine Daniel Sánchez Arévalo se ha embarcado en la que es, hasta el momento, su aventura literaria más ambiciosa: ‘La isla de Alice’. Una novela que le ha convertido en finalista del Premio Plantea 2015. ‘La isla de Alice’ se suma, en el currículum creativo de Sánchez Arévalo, a cuatro películas y una obra de teatro, ‘Hanke Panky’, todas ellas obras de alguien que se define por su pasión por la escritura. “Nunca podría dejar de escribir”, dice Sánchez Arévalo, alguien que, desde muy joven, encontró en la escritura, cinematográfica o literaria, el más valioso de los refugios.

Cuando recogiste el premio como Finalista del Premio Planeta, dijiste que la literatura representaba para ti una gran ambición puesto que era lo que más respetabas. ¿Sitúas la literatura jerárquicamente por encima a las otras expresiones artísticas, como puede ser el cine?

Yo a la literatura siempre la he mirado con mucho respeto, para mí siempre ha estado un peldaño por encima de todo lo demás. Y respecto al cine, lo que pasa es que desde siempre el cine ha sido algo que he tenido más a mano, pues me he dedicado a ello y llevo realizadas cuatro películas. Por ello, decidir hacer una inmersión en el mundo de la literatura me requiere un mayor nivel de compromiso, de exigencia y dedicación. Una dedicación que ha dado lugar ya a tres novelas; para mí las otras dos novelas fueron en parte una manera de ir fogueando, una manera de quitarme el miedo y para ello iba con ruedines. Ahora, sin embargo, he decidido meterme en un viaje largo y con mucho nivel de compromiso.

Tú primera novela, ‘La maleta de Ignacio Karaoke’, era una novela juvenil; ¿sentiste que este salto que comentas respecto a ‘La isla de Alice’ se producía también por un cambio de público, pasar de un público juvenil a un público general y adulto?

Sí, es verdad que mi primera novela es juvenil, en tanto que veía más abarcable la literatura dirigida a un público más joven. La segunda novela, 31 de julio 1993, sin embargo, era una novela ya de adultos. Aunque, evidentemente, en el caso de La isla de Alice es una novela que nace de una gran ambición, una novela que busca narrar una historia universal a partir de una historia muy concreta. Siempre he pensado que para llegar a lo universal se debe partir de lo más concreto posible, de ahí que escoja la historia de Alice, una mujer que pierde a su marido. Sin embargo, en esta concreción de la historia se esconde la voluntad de llegar al gran público y con esto quiero decir que aspiro a que mi novela traspase fronteras. Quiero pensar, pues esta era mi ambición, que La isla de Alice es una novela que puede funcionar muy bien fuera de España.

Al enmarcar la historia en Estados Unidos es fácil pensar que el lector norteamericano es el lector ideal. ¿No temiste que al contextualizar la novela en Estados Unidos instauraras una distancia entre la historia y el lector español que, no forzosamente, debe conocer esa realidad?

No creo en absoluto que el hecho de que la novela se inscriba en Estados Unidos implique una distancia para el lector de aquí, todo lo contrario. No sé por qué, pero casi nos es más fácil la inmersión en la cultura norteamericana que en la nuestra propia; sin duda, esta facilidad de inmersión está motivada por el hecho de que la cultura estadounidense es la cultura con la que se nos bombardea todo el rato y esto hace que, en un momento dado, uno se sienta legitimado a escribir sobre Estados Unidos y su cultura. A esto se añade que yo he vivido muchos años allí y por esto, conociendo bien esta realidad, también creo que si, por una parte, el público ideal para esta novela es el público norteamericano, por otra parte, sé que ese público es el último bastión. Es muy difícil que te traduzcan al inglés y te publiquen en Estados Unidos, aunque sea una novela 100% americana. El caso más claro de esta dificultad de publicar allí lo ejemplifica El Caso de Harry Quebert, que fue un éxito brutal en toda Europa, en España vendió un millón y medio de ejemplares, y, por el contrario, la última lengua a la que fue traducida fue el inglés.

El mundo literario-editorial es un microclima muy autosuficiente.

Y a esto se añade que a los norteamericanos no les gusta que los demás hablen de lo suyo. Lo que sucede es que yo no me he considerado de los demás, yo me he trasladado a la cultura norteamericana, me he inmerso en ella, para hablarle de tú a tú. Yo no quería ser un europeo hablando de los americanos.

Cuando te entrevistó Rafa Ruiz en ‘El Asombrario’ decías: “Yo sólo me veo legitimado para hablar de lo que siento cercano, de lo que veo, de lo que me toca, de lo que me afecta”. Imagino, por tanto, que Estados Unidos te toca y lo sientes cercano.

Me toca y todo lo que allí sucede lo siento muy cercano. La cultura norteamericana es una cultura que yo he vivido, de la que me he empapado durante muchos años y que he hecho mía. La historia de La isla de Alice nació hace seis años y desde entonces he estudiado, he investigado y tomado nota sobre todo aquello que necesitaba para escribirla y la he escrito sólo cuando me he sentido preparado.

Algo curioso de la novela es que los títulos de los capítulos son títulos de novelas. ‘La isla de Alice’ se revela así como la novela de un lector.

La cuestión de los títulos fue, en parte, casual puesto que yo empecé a escribir la novela cuando apareció de repente el recuerdo y la referencia de Moby Dick que transcurre, precisamente, en Nueva Inglaterra, el Pequod sale de Nantucket, y la historia de Alice se desarrolla allí, que es una zona ballenera. Volví a leer la novela de Melville, pensando sobre todo en la idea de la caza y pensando en Alice como alguien que por un lado persigue algo, pero, por otro lado, es alguien que se siente perseguida. En la relectura de la novela de Melville encontré frases y fragmentos que hablaban de Alice, de mi personaje, y a partir de ahí me pareció bonito que cada capítulo, y no sólo el primero con Moby Dick, hiciera referencia a un clásico que me hubiera tocado personalmente como lector y que, a la vez, se vinculara a través de ciertos pasajes a la vida de Alice.

Me llama particularmente la atención el último, ‘Alicia en el país de las maravillas’: el título situado al final evoca, sin embargo, el principio del viaje de Alice.

Exacto, es absolutamente cierto. Cuando empecé a escribir la novela, la protagonista se llamaba Amy y cuando llegué al final de la historia no conseguía encontrar el título para el último capítulo. Y fue un amigo que, tras leer la novela, me sugirió poner como título del último capítulo Alicia en el País de las maravillas y cambiar, por tanto, el nombre de la protagonista, que dejó de ser Amy para ser Alice.

Te iba a preguntar qué había sido antes: ¿el título del capítulo o el nombre de la protagonista?

Durante toda la escritura de la obra, la protagonista fue Amy puesto que yo pensaba en Amy Adams, a quien había elegido para el casting perfecto de mi novela. En el momento de escribir, a mí me ayuda mucho poner cara a los personajes, aunque luego, aunque parezca contradictorio, me empeñé en que en la portada del libro no apareciera ningún rostro de tal manera que el lector fuese libre de ponerle cara a Alice. Sin embargo, yo, como autor, necesito poner rostro a los personajes, necesito verlos para poder escribir sobre ellos.

Supongo que esto es consecuencia de tu formación como cineasta y tu trabajo constante con la imagen.

Acerca de esto he hablado en varias ocasiones con Alicia Giménez Bartlett; ella cuando escribe no imagina, ella no visualiza, ella escribe sólo con la palabra, mientras que yo necesito la imagen. Si estoy narrando una determinada circunstancia, estoy viendo actuar al personaje y a partir de lo que veo sigo escribiendo.

Sin embargo, a nivel de imagen, en la novela construyes con gran detalle los escenarios y los paisajes, pero apenas describes físicamente a los personajes.

Por lo general, no me gusta hacer descripciones. Ante todo porque, como lector, la descripción me entorpece la lectura y, segundo, porque creo que todo lector tiene la suficiente capacidad de imaginar y crear la imagen del personaje. Evité tanto la descripción que sólo en la cuarta o quinta reescritura de La isla de Alice me di cuenta de que no había descrito en ningún momento a Olivia, la hija de la protagonista, y traté de rectificar algo introduciendo algún rasgo físico de la niña.

A propósito de Olivia, ¿te resultó difícil enfrentarte al lenguaje de la niña sin caer en la parodia o las exageraciones?

No me ha costado en absoluto porque, en verdad, Olivia es como mi mini-yo. Yo soy alguien muy neurótico, desde los diez años, cuanto tuve un ataque de ansiedad porque creía que me iba a morir, soy bastante hipocrondríaco. Con diez años me di cuenta de que podía morirme y esto me provocó un gran miedo hacia todo; empecé, entonces, a tener muchas obsesiones, a buscar cosas a las que aferrarme. Algo parecido hace Olivia: cuando su padre muere, su mundo se descoloca de tal manera que empieza a tener una exagerada compulsión por el orden, los números, la geometría…, algo con lo que yo me identifico mucho. Por todo ello, el personaje de Olivia surgió de una manera muy natural, además de ser el personaje que más mimé.

¿Incluso más que a la protagonista?

Sí, en parte porque a Olivia la veo más desvalida respecto a Alice, porque es una niña pequeña, porque es el personaje con el que más me he divertido.

Por su parte, Alice vive con la angustia del no saber, con la necesidad de buscar respuestas ante la imagen de un marido que ya no es el que ella creía.

Para mí la metáfora que mejor describe a Alice es el de un puzle perfectamente armado y barnizado que de repente estalla en mil pedazos, configurando un nuevo puzle en el que las piezas no encajan y en el que es imposible saber cuál es el nuevo dibujo. Esto es lo que le sucede a Alice, el puzle de su vida estalla y la figura que ella tenía de su marido de repente se vuelve borrosa, ya no es aquélla que ella creía que era. Todo esto le deja en una situación muy complicada, una situación en la que no sólo ya no sabe quién es su marido con el que ha compartido su vida desde que tenía 15 años, sino en la que tampoco sabe quién es ella. Alice tiene que aprender a reconfigurarse y la isla es imagen de su propia isla, de ese mundo interior en el que todos nosotros vivimos, es la pecera cuyo mapa ha de reconstruir.

Y en esta pecera aparecen una serie de personajes, a través de cuya observación Alice empieza a conocerse. Necesita del otro para descubrise.

En esta peripecia de thriller y de resolver el misterio, Alice encuentra en el voyeurismo la posibilidad de convertirse en el ojo que todo lo ve, es decir, encuentra la posibilidad de ver sin ser observado, un ver que, en el caso de Alice, se convierte además en una manera de ayudar al otro y de reencontrarse con ella misma. En este viaje a la deriva por resolver el misterio de su marido, Alice es atraída por el canto de sirenas de los otros personajes, un canto que termina por convertirse en parte de ella misma y le permite conocerse.

Esta idea de la vigilancia absoluta, aparte de ser orwelliano, nos remite a esta sociedad actual del control absoluto, de la visibilidad completa en la que aparentemente todos sabemos quiénes somos pero, en verdad, no nos conocemos.

En la novela quería hablar, por un lado, de la América conspiranoica donde cualquier paso que se da queda registrado a través de alguna cámara que observa. Y es precisamente gracias a este registro continuo que Alice puede reconstruir los últimos pasos de su marido hasta la isla. Por otro lado, quería mostrar cómo por mucho que uno crea conocer a la otra persona, a la persona que es tu pareja, no es así, hay siempre elementos que se escapan. Y creo que es bueno que así sea, es bueno que cada uno tenga su parcela. Yo soy alguien muy activo en las redes sociales y esto conlleva que hay gente que cree que me conoce por lo que cuelgo o lo que digo, pero es mentira, no tienen ni idea de cómo soy y de cómo es mi vida. Lo que yo pongo y publico no tiene relación alguna con cómo yo me siento y lo que me pasa. Lo que sucede es que hemos configurado un mundo virtual que es falso.

En cierta manera, lo que hacemos es mostrar una imagen de nosotros mismos que no nos corresponde, nos creamos una segunda personalidad.

Yo tengo la sensación de que este mundo virtual de las redes sociales te hace sentir menos solo pero, en verdad, te aísla aún más. Es contradictorio. Alice vive en el tira y afloja del querer y del no querer saber, entre acercarse a la verdad de los hechos y alejarse. Hay momentos en los que uno no sabe si la investigación que lleva a cabo Alice la conduce al descubrimiento de la verdad o la aleja, casi como un autoengaño, porque teme que la verdad, teme que aquello que descubra, le haga mucho daño. Y esta misma contradicción se refleja en su obsesión por mirar, una obsesión que le lleva a traspasar el límite de lo legal, y en el miedo y la culpa que siente por hacerlo. Ella sabe que está haciendo algo que no debe, pero no puede evitarlo.

Y de hecho busca una justificación continua para autojustificar su voyeurismo.

En un primer momento justifica lo que hace a través de la investigación que realiza. Posteriormente, Alice empieza a justificar su observación a escondidas con la teoría de que el hecho de espiar a los demás le permite luego cuidarles, protegerles.

Y se pone sus propios límites.

Sí, exacto. Ella pone límites dentro de aquello que no debería hacer, de ahí que no espíe a niños porque considera que a los niños no debe espiárseles. Establece sus propias reglas.

Volviendo a Olivia, ¿crees que ella y Alice representan dos maneras de enfrentarse al duelo?

Te diré que yo no tengo tan claro que Alice y Olivia representen dos maneras diferentes de enfrentarse al duelo; creo que, al fin y al cabo, la novela trata de una madre y de una hija y de la manera en que ambas superan este duelo. Cada una vive el duelo de manera diferente, pero a la vez las dos son cómplices, son como Robinson Crusoe y Viernes: la una sin la otra no puede salir de la isla, se necesitan mutuamente. Olivia se aferra al orden y a las obsesiones como respuesta al caos interno que tiene y, en cierta manera, Alice hace lo mismo, es decir, ella también intenta ordenarlo todo.

Y ahora que mencionas a Robinson Crusoe, la isla se convierte en metáfora: lugar de protección y cárcel para Alice como para Robinson la isla fue el origen de su fortuna pero también la cárcel de donde no poder huir.

Sí, exacto. Es algo que me interesa mucho porque creo que, bajo este punto de vista, la isla es la representación de nuestra vida: el punto de partida de Alice es una isla, su isla es el entorno en el que ha crecido, en el que ha estudiado y en el que se ha hecho adulta. El padre de sus hijas es su novio del instituto, trabaja en el colegio donde había estudiado; vive creyendo que es libre porque ha decidido su entorno, pero en verdad su espacio es absolutamente constreñido y con la muerte del marido ese espacio se rompe. Ella debe volver a tejer una tela de araña, un nido, una isla en la que volver a sentirse libre, pero en la que uno se vuelve a encerrar. La metáfora de la isla es también la metáfora de la pecera: un pez en una pecera puede creerse libre, pero lo único que hace es dar vueltas y vueltas en un espacio cerrado y reducido. Y esto es lo que hacemos todos.

Y, además, si sacas el pez de la pecera, el pez muere.

Efectivamente. Ahí le has dado.

Una visión de la vida bastante negativa.

No, en absoluto. Todos vivimos en una pecera, todos somos prisioneros de nosotros mismos y de nuestro entorno, fuera del cual seguramente morimos, pero de lo que se trata es de aprender a estar y a vivir en esa pecera y ser feliz. Azuloscurocasinegro iba precisamente de esto, como la mayoría de mis películas.

Pienso, por ejemplo, en tu película ‘La gran familia española’: las relaciones familiares y el ambiente cerrado, un ambiente de relaciones reducidas, vuelve a estar presente.

Nuestro microcosmos se reduce mucho en la familia, que es el lugar y el espacio donde más sentimos y donde experimentamos todo tipo de emociones. A mí me interesa indagar en la manera en que todos mis personajes están atrapados en una serie de circunstancias y en como todos ellos son capaces de aceptar las limitaciones de una forma positiva.

Freud decía que la familia es el nido protector, pero también es el lugar de lo siniestro, el lugar de los traumas.

Cuando recibí el Goya, di las gracias a mis padres por haberme creado traumas que me han permitido contar historias. Yo he tenido una infancia muy feliz, pero aun con todo hay cosas que me han marcado, cosas que me han hecho ser lo que soy. Por muy feliz que hayas sido en la infancia, hay cosas que irremediablemente te joden, y por muy bien que lo hagan tus padres, hay cosas suyas que terminan por fastidiarte. Yo he tenido la suerte de saber aprovechar estos traumas para contar historias.

Hay quien cree que para crear y para escribir es necesario tener algún trauma.

En mi caso es así. Yo empecé a escribir porque la escritura era la mejor de las terapias. Entonces descubrí que trasladar todos mis fantasmas a personajes de ficción hacía que esos personajes se domaran un poco, de tal manera que la vida fuera más asible. Tuve la fortuna de saber reconducir esta necesidad y convertirla en mi profesión, pero yo de adolescente lo que anhelaba era ser normal, no tener tantos fantasmas. Yo iba al psicólogo y lo que decía siempre era que quería ser normal, es decir, hacer lo que hacían mis colegas: salir los fines de semana, pillar un pedo y luego ir al instituto sin darle tantas vueltas a la cabeza. Y, sin embargo, yo me angustiaba, tenía ataques de ansiedad, me lo cuestionaba todo…. Pero al final esta normalidad mía es la que me ha dado una profesión.

¿Y ese anhelo de normalidad y ese miedo lo dejaste atrás en la adolescencia?

En parte, pues hace cuatro años yo lo estaba pasando muy mal y fui al psiquiatra diciéndole que yo tenía miedo a la vida. El psiquiatra me dijo que mi problema no era que tenía un ataque de ansiedad, sino que vivía en la misma ansiedad y me propuso medicarme, pero yo estaba aterrado ante la idea de que la medicación matara mi creatividad. “Van Gogh cuando estaba mal no pintaba, pintaba cuando estaba bien”, me dijo, y tenía razón.

Personalmente, siempre me he definido friki, por esta necesidad de cuestionamiento constante, un cuestionamiento que, sin embargo, el mundo de la creación y de la reflexión requiere.

Y se requiere también la soledad. Por desgracia, he descubierto que yo para escribir necesito mucha soledad. Mientras escribía la novela me aferré mucho a mi perra, más que nada para normalizar los horarios, pero me di cuenta de que necesitaba grandes dosis de soledad: necesitaba aislarme, estar solo con la historia que quería contar y, por tanto, no estar demasiado con la gente. Es algo peligroso porque implica una tendencia hacia la reclusión y soy todavía joven para la reclusión.

La creatividad implica ensimismamiento, el problema, y antes citabas a Van Gogh, es que hay mucho tópico del autor angustiado y doliente.

Mitad tópico y mitad realidad. Es verdad que, en mi caso, me empecé a medicar y efectivamente mejoré, me sentí bien. Y gracias a este sentirme bien hice dos películas, he escrito una novela, y no he notado en absoluto que la creatividad desaparecía. A veces uno tiene la tentación de que sólo se puede escribir desde la angustia y la ansiedad, y no es forzosamente así.

Me llama la atención tu uso del concepto de normalidad. ¿Qué contexto social y cultural tenemos para que determinadas inquietudes te lleven a definirte como “no normal”?

Yo creo que la sociedad te lleva a no cuestionar nada. De ahí que todas mis historias tienen que ver con ese momento en el que la rueda de la vida se frena; tenemos mucha tendencia a no cuestionarnos, a dejarnos llevar y en los momentos de crisis tendemos a huir hacia adelante. Y yo creo que los que somos creativos o, como tú has dicho, los que somos un poco friáis nos cuestionamos constantemente la rueda de la vida y a cada vuelta de la rueda nos preguntamos y nos interrogamos. Este continuo cuestionamiento hace que uno sea un poco más infeliz, pero algo más auténtico en tanto que te preguntas si estás haciendo lo que te gusta, si estás con la persona que quieres, y no sigues la inercia.

Por lo menos hace que no estés alienado en la rueda del todo.

Yo siempre me sorprendo con la capacidad de la gente de dejarse llevar, de no pensar.

Puede ser una forma de sobrevivir…

De sobrevivir o, incluso, una forma de ser feliz; yo no lo entiendo, pero hay gente a quien le funciona.

Cuanto más te interrogas, más infeliz eres porque te das cuenta de esas cosas que a otros pasan desapercibidas.

En ciertas profesiones, como puede ser aquellas vinculadas con el arte, profesiones en las que trabajas con las emociones, estás obligado a realizar un trabajo de introspección. Y esta introspección, para bien o para mal, te puede llevar a situaciones duras o de infelicidad.

Y en este trabajo de introspección, ¿cómo te enfrentas a los personajes que tú mismo creas? ¿Los juzgas?

Yo nunca juzgo a mis personajes, siempre entiendo que están atrapados en determinadas circunstancias y que hacen lo que pueden. No creo que haya ni buenos ni malos, ni tan siquiera en la sociedad actual: cuando veo a estos grandísimos hijos de puta que se comportan como tales, pienso que les ha faltado algo de cariño en la vida, pienso que no han recibido el cariño que necesitaban para no comportarse de esta manera.

¿Tratas, por tanto, de comprender?

Yo tengo mucha tendencia de intentar comprender a todo el mundo y a veces me paso, porque hay algunos que son unos hijos de puta y punto, no hay más vuelta de hoja. Pero es entender por qué son unos hijos de puta, puesto que ayuda, ayudaría, por lo menos, a que la humanidad fuera un poco mejor.

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