Darío de Regoyos, de la España negra al impresionismo

‘La Concha nocturno’ (1906). Colección Carmen Thyssen-Bornemisza.

La Concha nocturno. 1906.-Colección Carmen Thyssen-Bornemisza.

‘La Concha nocturno’ (1906). Colección Carmen Thyssen-Bornemisza.

El escritor Javier Morales pasea por la exposición de Darío de Regoyos en el Museo Thyssen, donde se topa con un recorrido por la España más real, tangible, sucia y ruidosa de los últimos años de 1800, pero también con la amabilidad de un paisajista fantástico. ¿Habrán cambiado la España de entonces y la de ahora?

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Mañana luminosa en Madrid. Hace frío, pero resulta placentero y alentador caminar bajo un cielo azul, tan esquivo durante los últimos meses. Compruebo con alegría que en los ciruelos prunos empiezan a brotar las flores, el preludio de la primavera. Momentos de vida. Instantes para plasmar en un cuadro, algo que solo consiguen los grandes maestros, como hizo Darío de Regoyos (Ribadesella, 1857-Barcelona, 1913), el único pintor español que se ganó un puesto de honor en el impresionismo.

El Museo Thyssen dedica una retrospectiva a Regoyos con ocasión del centenario de su fallecimiento. Más de cien obras que muestran el recorrido de un pintor a contracorriente. Renovador del paisajismo en un momento en que en España esta temática no gozaba de consideración. Impresionista incomprendido, la mayor parte de los críticos profesionales de la época aún bebían de las tendencias pictóricas arcaizantes. Cosmopolita que nunca perdió el vínculo con España, la recorrió de norte a sur para mostrarnos la vida de su gente, su esplendor y su luz, también la España más negra.

Aunque hubo excepciones, cuenta Javier Barón en el hermoso catálogo de la muestra que la recepción de la crítica profesional de la obra de Regoyos fue cuando menos poco comprendida. Contrasta este desinterés con el entusiasmo con el que acogieron los escritores del 98 la obra del pintor santanderino. Azorín, por ejemplo, alabó la “profunda, dulce y graciosa ingenuidad” de sus pinturas, que hacían gozar no solo con la vista sino también con el espíritu. El cascarrabias de Baroja, quien no tenía en gran estima a los pintores, hizo una excepción con Regoyos: “Se veía la espiritualidad por encima de la técnica, como se ve en los pintores impresionistas buenos”.

Comienzo el recorrido por los cuadros de su primera etapa, los de la España negra, obras de gran formato y un alto contenido simbólico y alegórico. A Regoyos le irritaba la visión folclórica, de fiesta y pandereta, que se tenía de nuestro país en Europa. “Quiso retratar una España moralmente negra; una España que según él, por lo mismo que es triste es hermosa. Los dibujos y grabados que ilustran el libro refuerzan esta visión de una España real, tangible, sucia y ruidosa, de clima implacable, de tétricas costumbres funerarias, de torpes imágenes religiosas, de toques de campana anunciando la agonía de los enfermos, de campos áridos, de la crueldad de la fiesta, de capillas sombrías, de hijas de María, de sacamantecas y de pueblos de color de hueso”, explica en el catálogo Mercè Doñate. De esta etapa impacta por su dureza y composición el cuadro Víctimas de la fiesta (1894), un ejemplo más de su rebelión contra las opiniones establecidas. En un paisaje mesetario, con una luz declinante, los caballos utilizados durante la corrida yacen muertos, con las piernas deslavazadas, mientras un grupo de hombres los alzan con una polea para amontonarlos en un carro.

¿Hemos cambiado algo desde entonces?, me pregunto, algo mohíno, antes de adentrarme en el grueso de la muestra, en su etapa puntillista, impresionista y de madurez. El formato de los cuadros encoge, necesidades de un pintor viajero, y regresa el colorido que dejé antes de entrar en el museo. Ahora parece que estoy dando un paseo por la naturaleza o viajo en un coche de caballos a través de la geografía española de finales del siglo XIX y principios del XX. Me acompañan la nieve en San Sebastián, un rincón nocturno de Burgos, Castilla antes de la tormenta o la vista de Barcelona desde Vallvidrera. Al final, uno sale de buen humor después de ver la obra de Regoyos, se tiene la sensación de que la vida está ahí, tal como la percibimos, en los cuadros que acabamos de dejar, en unas pinturas que pervivirán en nuestra retina durante mucho tiempo.

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