Dejaos enredar por los libros

Ilustración de M. Muñoz.

Ilustración de M. Muñoz.

Pues nada, que ya está aquí de nuevo la Feria del Libro de Madrid. Es curioso, pero desde hace un montón de años —tantos que he perdido la cuenta— dicho encuentro se ha convertido en el hito que me anuncia el paso tiempo. No falla. Cada vez que, puntualmente en febrero, recibo el correo que nos invita a rellenar la inscripción para la próxima edición, pienso: “No puede ser. ¿Ya está aquí de nuevo? ¡Parece que fue ayer!”.

Lo cierto es que, bien mirado, no es extraño que los libros sean los encargados de avisarme de que me hago mayor, ya que mi vida —por suerte o por desgracia— siempre ha girado en torno a ellos: los he comprado, estudiado, catalogado, editado, corregido, escrito, vendido e, incluso, de vez en cuando, leído. Me encantaría decir que mi relación con ellos ha sido pasional y que cada vez que he tenido uno entre mis manos me he sentido feliz, pero os estaría mintiendo: no siempre ha sido así. Lo cierto es que muchos han llegado a invadir mi espacio e, incluso, a angustiarme. Ahora, cuando miro hacia atrás, me pregunto si no habrá sido el azar el que ha ido enredándome entre sus páginas. Dicho esto, he de confesar que no podría vivir sin ellos, soy de las que me resisto a comprar un dispositivo que los sustituya. ¡Cómo voy a renunciar el placer de pasar las hojas mientras avanzo por sus historias!

Hace ya casi medio siglo que me compré el primero con mi dinero, tendría unos siete u ocho años, y seguro que el título os suena: Pipi Calzaslargas —siempre he sido más rebelde que intelectual—. Para entonces ya había leído unos cuantos títulos de la colección Historias Selección de la editorial Bruguera que, curiosamente, nació el mismo año que yo —¿será algún tipo de señal?— y que acercó los grandes clásicos de la Literatura Universal a los hijos del baby boom, por más que la mayoría —aunque nos cueste confesarlo— leyéramos solo las viñetas que, cada cuatro páginas, resumían la historia. Por aquel entonces también me metía Enid Blyton en vena, a la espera de que llegara el momento de abandonar la literatura infantil para devorar —sin filtro— los ejemplares de la biblioteca de mi padre que cubría cada rincón de mi casa. Recuerdo que, cada cierto tiempo, a mi madre le tocaba renunciar a algún pedazo de pared para encajar en él una nueva estantería. ¡Qué vacías estarían las casas sin ellas!

Esta semana, que me ha tocado llenar de libros la caseta de la institución en la que trabajo, miraba a mi alrededor y me preguntaba si, al final, tendrán razón aquellos que afirman que son una especie en peligro de extinción. Los cientos de camiones que pasaban ante mis ojos para descargar su agonizante mercancía en cada una de las 361 casetas que hoy abren sus persianas al público me permiten mantener la esperanza de que lo que la RAE —en mi acepción favorita— define como “conjunto de muchas hojas de papel u otro material semejante que, encuadernadas, forman un volumen”, sea, en realidad, un ente inmortal que posee el don de enredar a los mortales entre sus páginas durante toda la eternidad. ¡Ojalá sea verdad!

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