La democracia global de los expertos y el adiós a las urnas

La Asamblea General de la ONU.

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En un día en que los mecanismos de la democracia parlamentaria han dado un vuelco rápido y espectacular al panorama español, el autor se detiene en ‘El gobierno mundial de los expertos’ (Anagrama), el nuevo ensayo de Josep M. Colomer, profesor de Economía en la Universidad de Georgetown. Su tesis puede sonar a provocación, pero obliga a reflexiones más allá de campañas y estereotipos: vivimos en una democracia global, con más beneficios que inconvenientes respecto a la clásica soberanía del Estado-nación.

En el debate colectivo (si tal cosa existiera, aunque aceptemos que sí) se ha instalado una idea que, en esencia, viene a ser esta: solo hay democracia si existen urnas, es decir, si hay elección directa de los representados a la hora de elegir a los que tomarán las decisiones. Lo vemos en la retórica procesista, que eleva la urna a categoría de fetiche sin atender otras cuestiones igual de básicas para el Estado de Derecho. La democracia directa de las ciudades-Estado mutó mal que bien en la democracia representativa del Estado-nación, y de ahí, sin embargo, el lugar común asentado es que la globalización ha sido a costa de la misma democracia, o de su depauperización. Muchos de los movimientos políticos neocomunitaristas de raíz nacionalista o populista basan en esta idea gran parte de su discurso. Y, de hecho, en su denuncia no les falta razón, aunque no se comportan sus propuestas para remediarlo.

Contra ideas populares asentadas

Hablar mal del estado de cosas actual, tras años de crisis, tiene mucha aceptación, y aunque sea comprensible, conviene comenzar a matizar en lo relativo al edificio institucional. Se habla con ligereza de democracia secuestrada y de dictadura. El catastrofismo cotiza al alza, lo que no significa que esté fundamentado en todos los ámbitos en los que se impone. Y ese relato pesimista (el de la desaparición sibilina de la democracia en favor de entes supranacionales incontrolados, llámense mercados u organizaciones globales) es el que viene a contestar pausadamente Josep M. Colomer, profesor de Economía en la Universidad de Georgetown, en su nuevo ensayo, El gobierno mundial de los expertos (Anagrama).

La soberanía ha mutado, no desaparecido. Y, además, para bien. Esta impugnación a la democracia a la que se opone el profesor Colomer viene de antiguo, como el propio libro recuerda. Los pensadores más glosados en estos asuntos, desde Rousseau hasta Constant, pasando por Tocqueville o Montesquieu, ya habían establecido una relación directa entre el tamaño de la comunidad y la democracia. Ésta solo podía arraigar con pocos vecinos y sin demasiada dispersión de intereses, no digamos a nivel global. Rousseau ya escribió que “cuanto mayor es un país, menor es la libertad”. Recurriendo a los clásicos, por tanto, la democracia global parecería imposible.

De modo que un ensayo cuya tesis esencial es que vivimos en una democracia global, con más beneficios que inconvenientes respecto a la clásica soberanía del Estado-nación, puede sonar a provocación coyuntural. Pero no estamos ante nada de eso: es un libro con una clara intención pedagógica, que quizá sirva para combatir aquello que Keynes diagnosticó sin atisbo de ironía: “La dificultad está no en las nuevas ideas, sino en escapar de las viejas”. Para Colomer, que la democracia solo se ejerce de forma genuina territorialmente en el Estado-nación, e instrumentalmente gracias a las urnas, es una de esas viejas concepciones a desechar.

De la polis griega a la asamblea global

Empieza el autor con un repaso de las instituciones globales más representativas, como la ONU, el G8, el G20, el FMI, el Banco Mundial o la Organización Mundial del Comercio, entre algunos otros. Cada una de ellas funciona de una manera diferente: conceden distintos poderes en función de varemos distintos, y tienen criterios variados de proporcionalidad, de mayorías o unanimidad, con resultados muy dispares.

La ONU está demasiado condicionada por su origen y el veto de los cinco grandes, y esa escasa capacidad adaptativa hizo que en la crisis de la década de 1970 surgiera el G-7 (posteriormente G-8), y tras las crisis económicas de los 90, el G-20. En cambio, el FMI y el Banco Mundial tienen un régimen de controles internos, de autocrítica, transparencia y exposición pública de sus responsables por encima de las democracias de partidos del Estado-nación. Los bancos centrales funcionan mejor tras independizarse del poder político. Y la institución global peor parada es, sin duda, la Organización Mundial del Comercio, regida por un sistema de unanimidad que la hace absolutamente inoperante.

No es casualidad que en los últimos años se hayan firmado numerosos tratados de libre comercio al margen de esta organización. Este repaso permite colegir cuál sería el modelo ideal para la Asamblea Global que Colomer imagina y propone en uno de los apéndices finales.

Más explicaciones y menos urnas

Hay aspectos más discutibles en el libro. Especialmente dos. Por un lado, una de las explicaciones aducidas por el autor para intentar hacer entender la cesión de soberanía del nivel estatal al supranacional. Grosso modo, Colomer culpa a “los políticos” (esos extraterrestres) y a sus pocas ganas de enfrentarse a la opinión pública “a medida que la complejidad social y la globalización aumentan”, de que la responsabilidad política sea asumida por un tercero global que ejerce de chivo expiatorio. ¿No será, más bien, que realmente ese aumento de la complejidad aconseja esa cesión a entes supranacionales?

Por otro lado, y una vez consumado ese traslado al ámbito global, Colomer llega a una conclusión que merecería más espacio y minuciosidad, al constituir una de las tesis centrales del libro: que los modos y formas de las organizaciones globales a las que se ha cedido el poder estatal-nacional no solo funcionan con criterios democráticos, sino que lo hacen mejor que las democracias de partidos nacionales. En resumen, que la democracia global tiene (o tendrá) más que ver con la rendición de cuentas permanente y la transparencia que con las urnas. Y pone como ejemplo virtuoso de ello la autocrítica que el FMI hizo de sus recetas económicas de la década de los 80 en América Latina (el conocido como Consenso de Washington contra las crisis de deuda), lo que viene a significar que la democracia global puede resumirse en la conocida sentencia del “lo siento, me he equivocado, no volverá a ocurrir”. ¿De qué le sirvió al FMI la autocensura sobre el mal manejo de la deuda entonces para lidiar con la crisis griega posterior?

Aunque el libro pueda resultar más débil en estas conclusiones, El gobierno mundial de los expertos sí funciona en un aspecto: en el cuestionamiento de ideas que damos por sentadas en una sociedad que parece que ha establecido que solo hay un camino para la democracia, y que es incompatible con que esta sea global. Quizá es demasiado optimista, a veces acrítico, más cercano a la tecnocracia que a la confrontación de ideas políticas, y con una confianza excesiva en la intelegibilidad general de un esquema tan complejo. Pero es más que bienvenido en el debate de ideas en un momento en el que tantas cosas se redefinen en el orden global. Sobre todo contra las ideas asentadas de las que, como decía Keynes, es bien difícil escapar.

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Comentarios

  • José Miguel

    Por José Miguel, el 03 junio 2018

    «en función de varemos distintos»
    Varado en la glorificación de determinados intereses parece estar el señor Colomer.
    Cuestión de haremos.

  • José Miguel

    Por José Miguel, el 03 junio 2018

    Cuestión de «BAREMOS».

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