Ese deseo irreprimible de romper un escaparate

Tienda de tejidos en Valencia. Foto: Manuel Cuéllar.

Tienda de tejidos en Valencia. Foto: Manuel Cuéllar.

Tienda de tejidos en Valencia. Foto: Manuel Cuéllar.

Tienda de tejidos en Valencia. Foto: Manuel Cuéllar.

“No estoy loco. Sin embargo, desde hace varios días, al pasar, siento un deseo imperioso de arrojar una piedra y romper el cristal del escaparate. Lo he pensado mucho y esta vez estoy dispuesto a cumplir mi anhelo”. Otro de nuestros Relatos de Agosto en torno al deseo, a toda clase de deseos en colaboración con el Taller de Escritura de Clara Obligado.

Por ALEJANDRO CHANES CARDIEL 

Es temprano, el sol ya se cuela entre las casas y da brillo al asfalto que el camión de riego acaba de mojar. Salgo a la calle, aún queda algo del relente de la noche, me froto las manos y, ligero, me encamino al trabajo. Me gusta andar en esos momentos en los que el agobio todavía no se ha incorporado a la ciudad. Después de pasar por varias calles, llego a una donde el tiempo ha reducido su marcha. Reina la tranquilidad, pero no es la calle lo que me obsesiona sino el escaparate de una tienda de confección que hay en ella.

No estoy loco. Sin embargo, desde hace varios días, al pasar, siento un deseo imperioso de arrojar una piedra y romper el cristal del escaparate. Lo he pensado mucho y esta vez estoy dispuesto a cumplir mi anhelo. Me detengo, luego miro a uno y otro lado. No están abiertos los comercios y no se ve a nadie. Este es el momento. De una obra próxima cojo una piedra, vuelvo a mirar a los extremos de la calle todavía solitarios. Afianzo los pies en la calzada, levanto la mano y lo último que veo es la mirada estática de una maniquí. Arrojo la piedra y al impactar en el cristal suena un chasquido que deja un hueco redondo como un sol de destrucción del que sus rayos esparcen grietas que se trocean en múltiples pedazos. ¡Lo conseguí!, pienso exultante. Al ruido, aparecen algunas personas que miran con asombro el estropicio y poco a poco se incorporan curiosos. Huyo hasta una esquina y me escondo. Estoy nervioso. Desenvuelvo un chicle, arrugo el papel y lo tiro con fuerza mientras mastico una y otra vez. A la vista de que nada sucede, comienzo a tranquilizarme, pienso que todo ha pasado hasta que, de pronto, siento que una mano se posa en mi hombro. Vuelvo la cabeza y veo el rostro severo de un policía que, con mirada áspera, me increpa: “¡Qué vergüenza! Recoja ese papel que acaba de tirar al suelo”.

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