‘El aguacero que no cesa… y madre’

‘Una cocina’. Hendrick Sorgh, 1643. Foto: Metropolitan Museum of Art New York.

“En el interior de la casa no se habla de quienes fuimos afuera”. Inquietante texto para nuestros ‘Relatos de un Extraño Verano’, en colaboración con el Taller de Escritura Creativa de Clara Obligado, escritos a partir de las sensaciones y pensamientos que nos ha inoculado la covid-19. “Mi hermana no mira al exterior desde el día que salió a buscar sal para madre”.

Por CONCHI GONZÁLEZ CATALÁN 

“Lo cierto y lo equivocado son solo modos diferentes de entender nuestra relación con los demás, no la que tenemos con nosotros mismos” (‘Ensayo sobre la ceguera’, José Saramago)

“Mira, Helena, ¡el exterior!”, le digo a mi hermana. Cae la lluvia y me asomo para comprobar si también cala más abajo, en el balcón de madre. Se enciende la ciudad con un rayo, y me impresionan los árboles zarandeados, la ausencia de todos los paraguas, me emociona el aire, libre, y un caracol en la barandilla. No sé si a Helena le gustan los caracoles. En el interior de la casa no se habla de quienes fuimos afuera.

Aguanto unos minutos pese al aguacero por si ella sale, pero continúa ovillada bajo la colcha. Mi hermana no mira al exterior desde el día que salió a buscar sal para madre. Qué absurdo que baste un minuto de alarma patria para que todo se clausure de inmediato, ¡orden militar! Madre cerró la puerta de la casa y mi hermana quedó en el rellano. Dos días sobrevivió con pizcas de sal. A mí me importó un pito el mandato gubernativo, bajé los tres pisos, la abrigué con el cobertor, y Helena se quedó conmigo, casi huérfana. Cuando me atrevo le acaricio la melena, “cada uno tiene entregado el corazón a una causa”, le digo, “la patria, la madre, el futuro”.

Cierro el ventanal, y solo entonces asoma la cabeza. Tiene los ojos desganados y habla con la lentitud de los seres angelicales. “¿Estaba salada?”, me pregunta. “No, no habría caracoles, los caracoles se mueren si comen sal”. “También los hombres”, me replica, “la sal mata”. Qué estupidez, conformarse con un solo culpable. Quiero decirle que la culpa no es así, pero me callo. No consigo acordarme de la última vez que la vi feliz.

A mí la lluvia me ha levantado el ánimo, aunque me haya mojado el pijama, una camiseta azul y un pantalón de esos que estilizan la figura. A mamá le encantaría, “pareces una señorita”, aunque hace días que no hablamos de madre. Nunca me pregunto si ella se acordará de nosotras. Cada quien se protege como puede de sus memorias.

¡Una señorita!, si tienes los pies descalzos… Es culpa del pijama. No puedes calzarte porque todo es ridículo, zapatos, deportivas. Al pijama solo le acompaña un esmalte de uñas color coral. Agito el envase. “¿Qué piensas, Helena, ¿le gustaría a mamá?”. Le oigo revolverse sobre la cama, “pareces una fresca”, me dice, no sé si habla ella o habla madre. De verdad, no entiendo cómo podemos parecernos tanto a quien nos olvida. Necesito romper algo, o salir, salir y caminar. Salir no puedo. Camino a un ritmo endemoniado a través del pasillo. Flexiones y más flexiones bajo la Torre Eiffel, en París siempre llueve, yo sudo mucho, tanto que se forma un charco a los pies del cuadro. Llamo a mi hermana, “¡me estoy desaguando!”.

Se acerca, por fin, con su caminar caracolino, se acuclilla frente al charco y se queda allí, mirándolo, un minuto larguísimo. “Son las pérdidas insensibles”, dice. “El agua que perdemos sin enterarnos, a través de la piel y de los pulmones”. El sudor cae desde mi cabello, gotea desde las manos, ella sigue agachada, sin mirarme, huele a musgo. La explicación, tan científica, por un momento me devuelve a mi hermana. Solo nos relacionamos desde nuestro fragmento del mundo, la supervivencia, el cuerpo humano, los sentidos abandonados, la correspondencia vital. “¿Caerá hasta la casa de mamá?”, me pregunta.

No puedo más. Renuncio a continuar mi rutina deportiva. La dejo allí, sumergida en su pregunta. En el salón aparto las cortinas, se adentra una claridad mojada. Mis uñas se van tiñendo de coral, la luz nos sigue inundando, un humedal en el salón. Segunda capa de esmalte y listo. Soplo las uñas, un frescor que es un alivio. Ya estoy mejor. Cierro las cortinas justo antes de la declaración de zona catastrófica, el aguacero otra vez parece quedar fuera.

Los caracoles han comenzado a deambular por la sala, suelo húmedo y rayos de luz. Debemos tener alguna grieta por donde se nos han colado. Siguen trayectorias sin molestarse unos a otros, y se dirigen hacia el pasillo. No se oye nada más que el golpeteo de la lluvia. Dónde estará mi hermana. “¿Helena?”. Nada. Ya tengo listos mis pies. Salgo al pasillo. El cobertor y otras conchas vacías están al borde del charco, algunos animales se precipitan en él con el sigilo de los suicidas. Mis dedos coralinos rozan el agua, cálido como el líquido del vientre materno. Pongo mis manos como un amplificador y me asomo. “¿Helena?”. Nada.

Recojo la colcha acartonada de tanta sal. Me aseguro de que la puerta de la calle sigue precintada. Cada uno lucha como puede contra las formas de la soledad, la fidelidad a nuestras raíces, el cariño, la sed, una sed horrible, justo hoy que tenemos tanta agua. Afuera comienza a salir el sol. El charco se secará antes de que acabe de comer y todo volverá a la normalidad.

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