Philip Hoare, el hombre que amaba a las ballenas

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Philip Hoare, autor de ‘Leviatan o la ballena’, acaba de publicar ‘El mar interior’ en el que vuelve a adentrarse en las vidas de estos enormes mamíferos. Pero este ex músico punk no solo escribe de rorcuales y cachalotes, también para descifrar lo que sentimos todos nosotros. Un ensayo que si no conoces, deberías hacerlo.

Todo empezó con una maqueta gigante de una ballena azul que vio en el Museo de Historia Natural de Londres. Philip Hoare (Southhampton, 1958), entonces un niño, quedó prendado de la grandeza, la armonía y la belleza de este mamífero que surca los mares en familia, que es tan social como cualquiera de nosotros, y que se ha convertido en uno de los grandes mitos literarios. De Jonás a Moby Dick, metáfora de ambiciones, codicias y de lucha por la supervivencia. Y para Hoare, pura obsesión que ha plasmado en dos libros ya traducidos al español, Leviatán o la ballena, y el reciente El mar interior (Ático de los libros). Dos novelas enyasísticas que habría que colocar en el podio de honor de lo publicado en los últimos tiempos.

Este escritor británico es un tipo raro. Sus libros también. A pesar de que en España le conocemos desde hace apenas un par de años, lleva escribiendo desde 1990 libros sobre la I Guerra Mundial y militares. Un hecho curioso, ya que según su biografía, durante los años setenta formó parte del movimiento punk londinense. Se codeó con los Joy Division y con toda aquella escena en la que primaba la protesta gamberra espolvoreada de drogas de todo tipo de concentración química. Después pasó a trabajar en Virgin Records, donde seleccionaba a los nuevos talentos del indie, y más tarde acabaría montando su propia discográfica, Operation Twilight, donde grabaron The Pale Fountain. ¿Y después llegaron los militares?

Sí, y luego las ballenas. Como si hubiera emprendido la carrera que el viajero y escritor Bruce Chatwin dejó cuando murió de sida en 1989, Hoare se dedicó a viajar por todo el mundo a comienzos de los noventa. Y a nadar. Se dio cuenta de que no había cosa que más le satisficiera que adentrarse en el mar –en cualquier mar- a cualquier hora y día. Con frío o calor. Con bañador o traje de neopreno. Y allí dejarse ver por todos los animales marinos que habitan las aguas.

En sus viajes, de Las Azores a otros centros balleneros como New Bedford o Nantuchek, siempre iba acompañado de varias libretas en las que apuntaba nombres de las especies marinas y su comportamiento. Imágenes que después empezó a mezclar con los relatos de Melville, Thoreau y Hawthorne, con un estilo que recuerda a Borges o Sebald, lleno de exuberantes historias y anécdotas. Y así surgió aquel primer libro, Leviatan o la ballena, que sí, que es de ballenas. Pero no sólo. Ni mucho menos. Es aventura, es viaje, es anecdotario y es pura filosofía.

Animales con mirada humana

No es fácil que una pueda quedarse fascinada, así de primeras, con un libro que habla de rorcuales o cachalotes. Con historias que relatan con precisión cirujana sus formas, su convivencia. La única reflexión  posible es que Hoare habla de nosotros, de ese ser humano, que él cree que tiene un ancestro acuático, y que, en realidad, quizá nunca debimos salir del medio marino. La ballena es un ser social que amamanta a sus crías. Se sumerge durante días en las profundidades más oscuras, lo cual no deja de tener su poso místico, para salir de vez en cuando a ver los rayos del sol. Como nosotros cuando necesitamos respirar  después de haber estado sumergidos en la oscuridad del alma, que diría San Juan. Las ballenas y delfines “tienen una cualidad humana en la mirada”, desvela Hoare. Sufre y se estresa cuando acaba varada en una playa y su corazón se rompe en mil pedazos. Y no hay cosa más humana que esa.

En El mar interior, publicado originalmente en junio de este año, el escritor da un paso más allá y ya no se limita a centrarse en el mundo del leviatán, sino que aborda la vida de otras especies que también pululan por la costa, como las focas o los elefantes marinos. Así hasta decenas de nombres con los que el lector se queda anonadado: charranes comunes, barnaclas carinegras… Para este ensayo viajó por Australia, Sri Lanka, Tasmania, Inglaterra y, de nuevo, Las Azores. Y es inaudito cómo puede  alborozar con metáforas tan destiladas: “Más adelante el mar se helará en el límite de la marea, como si fuera la sal en el borde de un buen margarita”.

Miedo y muerte

Entre las historias de balleneros, piratas, descubridores y escritores ascetas, obsesivos y algún que otro loco, hay dos escenas enormemente poderosas en este libro. Una muestra de cómo cambiando la perspectiva podemos ver belleza donde creemos que no la hay o nos dijeron que no la había. Una de ellas tiene que ver con los cuervos, esos pájaros asociados a Poe y, por ende, al mal. Hoare nos dice que olvidemos ese estereotipo, puesto que el cuervo es uno de los animales más inteligentes del planeta. Y de los más humanos. “Mienten igual que nosotros, y también como nosotros, muestran emociones, especialmente miedo”, escribe. Durante siglos el hombre los consideró aves especiales. Si luego los tachamos de criminales es cuestión de mitos refundados a partir de la Edad Media y el cristianismo: las espirales de la Historia.

La otra escena tiene que ver con una gaviota. Sí, una de esas comunes, a las que solemos llamar ‘ratas de mar’. Son feas, sin gracia y suelen revolotear entre suciedades. Hoare se encontró un día con una de ellas que tenía el ala quebrada. Caminaba por la playa intentando alzar el vuelo sin conseguirlo. Estaba sola. Desahuciada. El escritor la recogió mientras admiraba su pico. Hermoso, escribe. La llevó en su bicicleta a un veterinario. La gaviota forcejeaba herida dentro de la mochila. Cuando llegó, su amigo la cogió y sólo pudo hacer una cosa: retorcerle el pescuezo.

Esta historia es sólo una parte de todo el amor que hay en este libro hacia el mar. Ese que vemos desde fuera, a veces calmado y otras embravecido, y al de dentro, inundado de vida. De la nuestra.

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