El homenaje de Mercedes Lezcano a Adolfo Marsillach

LA ACTRIZ, VIUDA DE ADOLFO MARSILLACH, LEYÓ EL JUEVES ESTE TEXTO EN LA FUNDACIÓN PROGRESO Y CULTURA COMO RECUERDO AL GRAN ACTOR Y DIRECTOR QUE HUBIERA CUMPLIDO AYER LOS 85 AÑOS. LEZCANO HA CEDIDO ESAS LÍNEAS A EL ASOMBRARIO & Co.

Adolfo

MERCEDES LEZCANO 

Adolfo fue actor, director, productor, escritor de artículos, de guiones de televisión, de novelas, dramaturgo, gestor/director de teatros públicos y director general de las Artes Escénicas y de la Música.

Él cuenta en sus Memorias algo que voy a transcribir y que creo es el germen de esa personalidad suya tan polémica y combativa:

Dice:

“En mi casa se hablaba de política. Todos eran republicanos, lo cuál debió de influirme porque, una tarde en una sesión del Cine Cataluña y durante la proyección de “El acorazado Potemkim” -aún seguía Alfonso XIII en el Palacio Real- me lancé pasillo abajo hacia la pantalla gritando, con mi escuálida voz infantil: “¡Viva la República!”

Mi padre me tomó de la mano y me sacó del cine rápidamente. Aquél grito sincero, aunque inoportuno, se convirtió, a la larga, en una tendencia de mi carácter. Siempre me ha encantado nadar contra corriente y he sentido una irremediable debilidad por los perdedores. Una tontería, desde luego, porque es evidente que soy un ganador.”

Sí, siempre lo fue, desde el principio, pero no le impidió nadar contra corriente. Evidentemente, esto le granjeaba muchos enemigos.

Siempre resulta molesto alguien que dice lo contrario de lo que se espera y, que además, eso, no le impide trabajar, sino que, por el contrario su ascensión es imparable hasta el final.

Terminó la carrera de Derecho en unos años en los que no era frecuente que los actores tuvieran estudios universitarios, confiriéndole rigor y disciplina a la hora de enfrentarse al trabajo.

Tremendamente independiente en su vida personal y profesional. Por encima de todo era un ser libre,  honesto, decente, rebelde, inconformista, irónico, burlón, seductor, coqueto, escéptico, distanciado…

Creó, a su alrededor, una barrera que pocos podían traspasar. Esa distancia buscada por él, era su forma de evitar que se llegase a ese rincón de su ternura que le hacia vulnerable.

La persona a la que más admiró, respetó y amó, Adolfo, fue a su padre: Lluís Marsillach., un romántico fuera de su tiempo.

Su padre escribió -era escritor y periodista- refiriéndose a su hijo :

“Esta mañana te he visto blandir fieramente tu espada contra terribles enemigos invisibles. Y he pensado que un día, tendrás que luchar contra enemigos reales y, quizás, te encuentres entonces desarmado. Pero no me asustaría tanto verte combatir con hombres de carne y hueso superiores a ti en fuerza y número, como verte pelear contra fantasmas. Que el daño, en todo caso, te venga de fuera y no de dentro. No alientes monstruos en tu espíritu ni para reñir batallas contra ellos.”

Adolfo, pasados bastantes años, contestó así, a aquellos temores de su padre:

“No estoy seguro de haberlo conseguido. También, a veces, el enemigo -perdón, papá- lo he tenido en casa. En contra de lo que algunos flojos de entendederas puedan creer, no siempre estoy de acuerdo conmigo mismo. A veces pienso que me gustaría ser de otra forma. Pero ¿cómo llegar a ser otro cuando se sigue siendo uno? Quizá mi vida pueda explicarse en esta porfía inútil de luchar por ser otro, sin estar muy seguro de desearlo.”

Desde muy joven y por extraños avatares comenzó su carrera de actor de teatro.

Enseguida destacó y pasados algunos años, comenzó a dirigir.

Poco a poco fue interesándose por textos que no sólo tenían calidad literaria y posibilidades teatrales sino que le permitían hacer reflexionar al público.

Interrogarles. Siempre dijo que en el teatro se deben hacer preguntas para que, luego, cada espectador se responda a si mismo sobre lo que se le plantea.

Escribió:

“No soy tan ingenuo como para pensar que el teatro pueda transformar la sociedad pero, estoy convencido, de que existe una posibilidad de ayudar a despertarla.”

Para Adolfo, el teatro, como la vida, era un juego y una pasión.

Su curiosidad  -en el mejor sentido del término- le llevó a interesarse por todo hasta el último día de su vida. Continuamente se planteaba retos por el simple placer de saber si podía vencerlos. Ese interés por todo, le llevó hasta la política. Aunque su escepticismo e independencia le evitó siempre militar en algún partido, era de izquierdas -desde la razón y el corazón- y apoyó honestamente a los que consideraba más próximos a él.

Su proximidad con los socialistas le llevó a aceptar un cargo político: director general del INAEM. Advirtió, desde el principio, que únicamente estaría dos años. No llegó a cumplirlos. ¿Por qué aceptó y por qué se fue? Se sintió tentado. La maldita curiosidad. Siempre había creído que se podían hacer más cosas desde la Administración por el teatro y pensó, que era el momento de intentarlo. Se equivocó. Nada pudo hacer de lo que quería. Intentó sacar una ley de teatro que mejorara las condiciones profesionales del sector y fue inútil. No hubo manera de poner de acuerdo a actores, directores, escenógrafos, técnicos… etc.

Se cansó, se aburrió, despotricó de sus compañeros de oficio por su falta de visión y dimitió. Eso sucedía en 1990, curiosamente, los profesionales del teatro, aún siguen persiguiendo la dichosa ley. Es evidente que Adolfo, una vez más, tenía razón.

Tengo la certeza de que nuestro oficio, el del teatro, se ha empobrecido con su ausencia. Y no me refiero, únicamente, al ámbito artístico sino al intelectual. Adolfo era un persona con discurso, brillante y lúcido en sus análisis. Valiente en su compromiso personal, profesional, social y político. Exigente con él y con los demás.  Era alguien “coherente”, “comprometido”.

En este mundo tan mercantilizado la palabra compromiso y la coherencia ya apenas tienen significado.

Tenía tanto carisma, que  nunca pasaba desapercibido. Quizás por eso tenía pocos amigos.

Cómo él decía: “los amigos son siempre enemigos en potencia. Y está muy bien tener enemigos porque eso te estimula. Yo he hecho más cosas impulsado por los enemigos que por los amigos. Lo que siento es no tener más”.

A pesar de esas palabras tan sarcásticas, tenía un gran sentido de la amistad, pero es cierto que no tenía demasiados amigos. Esta es una profesión muy competitiva y no todo el mundo es capaz de soportar a su lado a un astro tan potente como Adolfo.

En cambio tenía muchas amigas, la mujer era para él, más sensible, menos competitiva, más leal, más inquietante, más divertida y misteriosa.

Era un enamorado de las mujeres, y de ese amor y curiosidad por ellas se nutrían sus personajes femeninos.

Dijo a propósito de la mujer:

“Yo cada vez me refugio más en las mujeres. Cuando todo parece derrumbarse a tu alrededor, esa complicidad, ese amor y esa amistad que uno tiene con la mujer que está a tu lado: recompensa”.

Enfrentó su declive físico con una elegancia y distancia admirable.

Decía: “Me cuesta entender la muerte, de la misma forma, que me cuesta entender la vida. Soy agnóstico, no tengo nada a qué aferrarme, lo digo con respeto para los creyentes…

Y, si ahora me dijeran, que me voy a morir mañana mismo, haría el siguiente ejercicio:

“Recordaría a todas las personas queridas que se me han ido desprendiendo a lo largo de mi trayecto y pensaría, ¿si ellos se fueron, por qué no yo?”

Así era Adolfo el ser humano más elegante y fascinante que he conocido.

Al final de su vida, y ya en plena enfermedad, lo que más le divertía era salir a escena como actor.

Escribió con motivo de su regreso a los escenarios, -como actor- tras diecisiete años de ausencia:

“Volver a ser actor… dejar de ser actor… seguir siendo actor… ¿Dónde, cómo, cuándo se abandona un oficio al que, con inevitables intervalos, se ha permanecido durante cincuenta años?

¿En qué percha colgué a Tartufo, a Hamlet, a Sócrates, al Marqués de Sade, al profesor Higgins, a Ramón y Cajal o al Quintin de ”Después de la caída”? ¿En qué armario los escondí? ¿Debajo de qué almohada los oculté?

¿Y si no fuera así?

¿Y si yo fuese el resumen público -no sé si también privado- de los personajes que interpreté y de los textos que aprendí? ¿Y si la única verdad de los actores no llegase a cruzar la frontera, un tanto enfermiza, de su propio fingimiento?

¿Se puede ser “otro” sin dejar de ser “yo”? Y una penúltima e inquietante pregunta: ¿es posible ser el mismo “yo” cuando se sabe cómo es el “otro”? ¿En qué medida mis apariciones en televisión, mis intervenciones en alguna radio o mis comentarios o mis respuestas a las entrevistas en los periódicos, son consecuencia de todos los caracteres que he representado y de todas las sensibilidades que he fingido? ¿Cuánto tiempo llevo interpretando -con más o menos fortuna- a Adolfo Marsillach?”

Y me van a permitir, para terminar, unas líneas que escribió, como director cuando estaba a punto de terminar el reestreno de “El médico de su honra” en la Compañía Nacional de Teatro Clásico:

“Faltan pocas escenas, -apenas unos minutos- para que acabe este estreno. Creo que debo salir a saludar (¡qué ceremonia tan innecesaria!). Tengo frío. Por una especialísima circunstancia, esta es para mí una noche amarga. Regresan las viejas preguntas. Una en especial: ¿Debo arrepentirme de haber gastado mi vida contando historias en los escenarios? No. Desde luego que no. Poseo la inmensa fortuna de vivir en un mundo que no es el de todos los días. Un mundo en el que todo -y nada- es posible”.

Muchas gracias.

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